– Lo mejor -dijo Martín- es ir al presidente con toda la documentación y el resto de las pruebas.
– Al parecer, la Segunda Brigada ha hecho la vista gorda con las banderas que vimos en el almacén -dijo Bernal-, pero tenemos las insignias -contó entonces a Martín que habían soltado a Weber y que Torelli había muerto de madrugada-. ¿Estáis los dos de acuerdo en que vaya directamente al presidente por motivos de urgencia?
– Sí. Yo iré con usted, si quiere -dijo Martín y Navarro asintió.
– No, no es necesario arriesgar más que el empleo de uno sólo. Llamaré antes por teléfono a la Moncloa -fue a la barra y pidió al camarero dos fichas para el teléfono mientras le tendía seis pesetas. Al fondo del largo recinto consultó la guía telefónica y marcó el número del palacio del presidente.
– Presidencia del Gobierno, dígame -dijo una voz femenina.
– Quisiera hablar con el secretario particular del presidente.
– ¿De parte de quién?
– Del comisario Bernal de la Dirección General de Seguridad -esperaba que la telefonista no le preguntase el motivo de la llamada ni a qué brigada pertenecía. Hubo una pausa y luego se oyó una voz masculina.
– Secretario particular del presidente. Dígame, comisario.
Bernal tomó una profunda bocanada de aire.
– ¿Le dice algo a usted la expresión «Sábado de Gloria»?
Hubo una tos y una pausa y acto seguido dijo el secretario:
– ¿Qué interés tiene usted en ello, comisario?
– En el curso de la investigación de un asesinato, he encontrado ciertos documentos cuya naturaleza exige que el presidente los vea cuanto antes.
– No cuelgue, comisario, voy a consultar -Bernal introdujo la segunda ficha en la ranura del teléfono, esperando que no le colgaran del otro lado. Encendió un Kaiser con nerviosismo y se puso a dar golpecitos con el pie llevado de la impaciencia. Entonces volvió a oír la misma voz de antes-. ¿Tendría la amabilidad de venir inmediatamente con los documentos? Sería mejor que tomara un taxi para no llamar la atención por su visita. Daré instrucciones a los hombres de la puerta para que le dejen pasar.
– Gracias, voy para allá inmediatamente -Bernal advirtió que las manos le temblaban al colgar el auricular. Volvió junto a Navarro y Martín-. Quieren que vaya a la Moncloa en seguida, en taxi.
– Iremos con usted -dijeron.
– No, sólo me esperan a mí y no hay necesidad de que arriesguéis la cabeza.
– Bueno -dijo Martín-, entonces permítanos seguirle en mi coche por si algo sale mal. Cuando veamos que entra sin contratiempos, nos alejaremos.
– Está bien -dijo Bernal-. Vaya usted por el coche a Correos mientras Navarro y yo esperamos fuera a que pase un taxi.
Once de la mañana
Navarro sugirió que no parasen el primer taxi que vieran, sino el segundo o el tercero.
– Sólo por si nos siguen, jefe.
Bajaba cierta cantidad de taxis hacia Cibeles, procedentes de Independencia, y detuvieron al tercero que ostentaba la señal de «Libre» en el parabrisas. Subió Bernal y le dijo al chófer que esperase un momento. Entonces, Navarro vio que Martín y su chófer doblaban la Puerta de Alcalá y se acercaban a ellos.
– Vale, jefe. Tenga cuidado. Le seguiremos de cerca.
Bernal le dijo al taxista que le llevase a la Moncloa. Sabía que el otro supondría que iban al Ministerio del Aire, al final de la calle de la Princesa, donde comenzaba la Ciudad Universitaria.
El trayecto, en medio del denso tráfico de Alcalá y la Gran Vía, se hizo sin contratiempos y a las once y cuarto cruzaban la Plaza de España y enfilaban Princesa.
– ¿A qué parte de la Moncloa, señor? -le preguntó el taxista.
– Al Palacio -dijo Bernal.
– ¿Al Palacio del presidente? -preguntó el taxista, un tipo fornido, cincuentón, con aire de militar retirado.
– Exacto.
El taxista le miró con curiosidad por el retrovisor.
– Nunca he llevado a nadie allí desde que cerraron el Museo y se instaló el presidente.
Acababan de dejar atrás el Ministerio del Aire y se acercaban al Arco de la Victoria, monumento que conmemoraba el triunfo franquista de 1939. El tráfico se había vuelto más fluido y cuando rodearon la glorieta del Cardenal Cisneros, Bernal advirtió que en los tejados de los edificios universitarios flanqueados de césped había policías con prismáticos. Se preguntó si sería aquélla una medida normal o si había una vigilancia especial en las cercanías de la sede presidencial.
Cuando el taxi giró para entrar en la avenida Puerta de Hierro, hubo un choque brusco, el taxista se esforzó por mantener el dominio del volante y frenó el vehículo, que se detuvo en la cuneta cubierta de hierba. Bernal bajó. No había ningún otro vehículo a la vista. Vio en seguida que el neumático trasero que tenía más cerca había reventado. Salió el taxista.
– ¡Es el segundo pinchazo en lo que va de semana! No tardo en cambiar la rueda.
Bernal vio que el neumático había sido perforado por un proyectil y gritó con premura al taxista que se apartase del portaequipajes y se escondiese entre el vehículo y la cuneta.
– ¡Agáchese, hombre! ¡Nos han disparado! Mire ese agujero.
El taxista le miró como si estuviera loco, pero inmediatamente sacó a relucir su antiguo talante militar.
– Parece una bala de fusil. ¿Dónde está el autor?
– Seguramente en aquella arboleda -respondió Bernal-. Agáchese o nos tendrá a tiro.
Entonces apareció el coche de Martín y frenó detrás del taxi.
– ¡Al suelo! -gritó Bernal con impaciencia-. ¡Nos han disparado!
Navarro abrió la puerta trasera e instó a Bernal a que subiera.
– Venga usted también -le dijo al taxista-; pediremos ayuda inmediatamente y podrá cambiar la rueda cuando la zona esté despejada.
Agachados por debajo de la altura de las ventanillas, rodearon la parte trasera del taxi y se colaron junto a Navarro.
– A toda prisa -dijo Martín a su chófer. Enrique había puesto ya la segunda marcha. El Seat sorteó el taxi y se alejó. En aquel momento, un proyectil se estrelló contra la ventanilla trasera y las astillas de vidrio saltaron sobre Navarro, Bernal y el taxista, que estaban en el suelo, en revuelto montón. Enrique aceleró por la avenida Puerta de Hierro y dobló hacia la entrada del Palacio.
Bernal enseñó su documentación a la policía de seguridad de la puerta y les informó del francotirador de la arboleda de la avenida. Dijeron a Martín, Navarro y los chóferes que esperasen en la entrada mientras se enviaba una patrulla.
– Paco -dijo Bernal-, olvidamos telefonear a Elena y a Ángel para decirles que dejen de llamar a los bancos. Llámales cuando puedas.
Dos hombres de seguridad condujeron a Bernal en un Citroën pequeño a lo largo de la entrada del Palacio. Estaba nervioso por aquel último atentado y procuró tranquilizarse contemplando el Palacio de la Moncloa con atención. Consideró que la fachada dieciochesca era modesta aunque de buen gusto, si bien los alrededores no estaban tan poblados de árboles ni eran tan extensos como cuando hicieron las veces de jardín del cardenal arzobispo de Toledo, Bernardo de Rojas Sandoval.
El Citroën llegó a la puerta y los guardias revisaron su documentación. Se le condujo por un elegante pasillo hasta una puerta acolchada. La abrió un ayudante y le pidió que entrara. Se quedó sorprendido al verse en medio de un centro de comunicaciones totalmente moderno, con grandes planos y mapas murales y el último grito en equipo electrónico, con un personal que trabajaba afanosamente.