El secretario del presidente se le acercó.
– ¿Comisario Bernal? Me temo que el presidente está todavía ocupado con una visita, pero me ha autorizado para que le atienda yo. ¿Quiere venir por aquí?
Condujo a Bernal a un pequeño despacho moderno.
– Siéntese, comisario.
Bernal sacó los documentos del SDG y se los tendió al secretario, que los leyó con rapidez, gesticulando con asombro al llegar a la lista de nombres.
– Bernal, esto es de vital importancia. Conocemos esta singular conspiración, naturalmente, pero es la primera vez que tenemos delante todos los nombres. ¿Le importaría esperar mientras hago que el presidente vea esto?
– De ningún modo -dijo Bernal. Le impresionaba la modernidad y eficiencia de todo. Quizá estuvieran en situación de frustrar la conspiración. El secretario estuvo ausente un buen rato y Bernal fumó tres cigarrillos mientras echaba ojeadas al jardín, que se extendía hacia el Manzanares, aunque en la actualidad no lo hacía ya ininterrumpidamente debido a que habían abierto en medio una carretera. Observó a los guardias con fusiles al hombro y perros lobos sujetos por correas mientras patrullaban por los alrededores.
El secretario volvió por fin.
– El presidente está tomando ya las medidas oportunas. Se va a detener, interrogar y retener a toda esta gente durante las vacaciones de Semana Santa como mínimo. Tenemos un cuerpo de seguridad bien organizado para este tipo de cosas. Gracias a usted podremos abortar el intento de golpe hoy mismo. Los guardias me han dicho que tuvo usted problemas mientras venía. Han peinado la zona, pero el francotirador ha desaparecido. Le escoltarán mientras vuelve usted a Sol. El presidente le agradecería que no dijese usted nada de este asunto en sus informes oficiales. Y tenga por seguro que no se olvidará el servicio prestado. Ya advertirá que en su ministerio hay ciertos cambios. Mientras, no haga ni diga nada. Y, por favor, diga a sus compañeros Navarro y Martín que hagan lo mismo. Los guardias han visto al taxista y le hemos indemnizado por los daños que sufrió el vehículo. Tal vez le interese saber que el presidente está reunido con el ministro del Interior y que éste me ha autorizado a decirle que su recurso directo a este lugar se justifica plenamente dadas las circunstancias en que usted se ha encontrado.
– Gracias -dijo Bernal-. Lo único que lamento es no haber resuelto los dos asesinatos que investigaba para que la ley se cumpliera.
– Fuerza mayor, Bernal, fuerza mayor. Por supuesto, hemos leído sus informes provisionales sobre la muerte de Santos y de su novia -a Bernal le sorprendió mucho aquella revelación-. Santos -prosiguió el secretario- quiso apostar muy fuerte y perdió, pero su muerte le condujo a usted a descubrir este asunto. En cualquier caso, no nos habría sido muy útil que hubiera entregado a la prensa la información conseguida. Afortunadamente, usted supo dar con los documentos, cuando otros habían fracasado, y fue lo bastante prudente para recurrir directamente a nosotros.
¿Cuando otros habían fracasado? Aquellas palabras resonaron con fuerza en la cabeza de Bernal. Entonces comprendió que los «intrusos» eran miembros de la brigada antiterrorista del gobierno, que habían ido tras la pista de los matones del SDG.
– La muerte de la chica -prosiguió el secretario- fue más bien casual, aunque era una pobre desgraciada, ¿no cree?
Bernal se hizo una rápida imagen mental de los infortunados padres montijanos.
– Sí -dijo con simpatía-, creo que sí. Pero ¿sabría explicarme cómo iban a resucitar al Caudillo los conspiradores? ¿Cómo se les ocurrió que la gente saludaría a un cadáver?
– Eso es algo que todavía nos desconcierta, Bernal. Los documentos no arrojan ninguna luz sobre este particular. Nuestro personal sigue interrogando a los conspiradores liberados por la Segunda Brigada, a quienes hemos vuelto a detener.
– Bueno, si puedo ser de alguna ayuda, estoy a su disposición en cualquier momento.
– Gracias por su ofrecimiento, Bernal. Pero será mejor que por ahora vuelva usted a su despacho y siga como de costumbre hasta que hayamos interrogado a todos los que figuran en las listas del SDG. Le proporcionaré una escolta para abandonar el Palacio.
Doce y media de la tarde
Bernal, Martín y Navarro fumaban un cigarrillo tras otro mientras Enrique salía de la Moncloa y bajaba por Princesa. Delante del coche, rozando casi el parachoques, iban dos guardias en moto y detrás un Seat 131 negro con cinco policías armados. A Bernal le pareció que era un poco llamativo, sobre todo porque los conspiradores del SDG no tenían ya nada que ganar eliminándole a él y a sus compañeros, aunque era posible que aún no hubieran caído en la cuenta de ello.
Martín les dejó en la DGS y dijo a la guardia presidencial que podía volver al palacio, aunque el suboficial que la mandaba insistió en que se le escoltaría hasta la comisaría de la calle Fernanflor.
Bernal y Navarro entraron en el despacho y vieron a Elena y a Ángel, descansando tras el esfuerzo desplegado a propósito de los bancos.
– Ya no hay nada más que hacer -anunció Bernal-, salvo redactar los informes, claro.
– Han llegado cantidad de cosas, jefe -dijo Ángel-. Documentación sobre Weber y Torelli, un informe definitivo de huellas y, bueno, un mensaje urgente de ese director general, que está ansioso por verle.
– Tú y Elena tenéis el fin de semana libre, pero os quiero aquí a primera hora del lunes. Paco me ayudará esta tarde a redactar los informes.
– ¡Caramba, jefe, estupendo! -exclamó Ángel con alegría-. Podría dejarme caer por Benidorm. ¿No te mueres por acompañarme, Elena? Te podría enseñar todos los locales nocturnos.
– No, gracias, Ángel. En una noche que he pasado aquí he visto más que suficiente. De todos modos, mis padres se van a la sierra y seguramente iré con ellos.
– Procura no decir nada de este caso a nadie -advirtió Bernal-, ni siquiera a tu familia. Resulta que tiene más complicaciones políticas de lo que imaginábamos.
Elena pareció un poco desilusionada ante aquello; había planeado ya dar una versión pintoresca del caso a sus padres.
– Paco-añadió Bernal-, echa un vistazo a los informes que han venido y prepara los de esta tarde mientras yo voy a la secretaría. Si me esperas, tomaremos luego un aperitivo.
Una y cuarto de la tarde
La rubia secretaria de largas piernas saludó a Bernal, pero con menos cordialidad que de costumbre. Le llevó directamente al despacho del director, donde el navarro le esperaba con cara ceñuda tras el adornado escritorio.
– Bueno, Bernal, ¿cómo tiene ese informe definitivo sobre nuestro caso?
– Espero terminarlo esta tarde, señor director.
– ¿Ha hecho más averiguaciones esta mañana? No estaba usted en su despacho y mi secretaria le ha llamado varias veces.
Bernal meditó aquello: si el funcionario revelaba que sabía que Bernal había estado en la Moncloa, se complicaría de manera automática en el ataque del francotirador al taxi.
– Descubrimos el coche de Santos, señor director, y tuve que ir a verlo por si había pruebas reveladoras.
– ¿Y encontró alguna?
– Un par. Documentos sobre todo.
– ¿Los ha traído para que los veamos?
– Necesitaban primero un examen forense y, bueno, otras comprobaciones periciales.
– Entiendo. Espero que se dé usted cuenta, Bernal, de que Santos andaba en asuntos que no le afectaban. Asuntos de Estado, ¿sabe?
– Me gustaría saber un poco más al respecto, señor director, puesto que probablemente fue el motive del crimen.
– Vamos, vamos, Bernal, creo que sabe usted más de lo que me cuenta. Nuestra opinión es que debió haber pasado este caso a la Segunda Brigada al comienzo, cuando advirtió usted que había complicaciones políticas. ¿Usted quiere comentarlo por casualidad?