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– Ya abordamos eso en otro momento, señor director. Desde mi punto de vista, yo investigaba dos muertes según los procedimientos normales y encontré pruebas que ponían de manifiesto que se trataba de dos homicidios. En cuanto descubrí material político y militar, un auténtico arsenal, llamé a la Segunda Brigada, como ya sabe usted. Fue muy lamentable, en mi opinión, que pusieran en libertad a tres de mis sospechosos.

– ¿«Lamentable»? ¿«Lamentable»? -exclamó el funcionario con irritación-. Su opinión no cuenta ni aquí ni en ninguna parte. ¡Se sale usted de su competencia! Somos nosotros quienes decidimos sobre las detenciones y las acusaciones.

– ¿Que me salgo de mi competencia, señor director? -preguntó Bernal con calma-. ¿Tendría usted a bien informarme en qué sentido? En mi opinión yo he seguido las normas establecidas en el código penal y lo que indican nuestros manuales al pie de la letra.

– ¿En su opinión? Ya le he dicho que su opinión no cuenta. Para nada, ¿entiende? -la voz del director se había convertido en un grito-. Deje encima de la mesa inmediatamente la pistola reglamentaria y su documentación de policía, ¿me ha oído? Queda usted relevado del servicio hasta nueva orden. Además, no creo que sea muy sensato que ande usted suelto por ahí, por lo menos durante un par de días. ¡Entrégueme el arma!

Bernal meditó aquella orden. Técnicamente, el director tenía autoridad para relevarle del servicio, mientras se esperaba la investigación oficial, si se le acusaba de haber transgredido las ordenanzas. ¿Entraría en acción la maquinaria antiterrorista del presidente y detendría el golpe? Resolvió fingir asombro.

– Francamente, me sorprende su actitud, señor director. No creo haber llevado mis investigaciones de manera inconveniente.

– ¡La pistola, Bernal! -chilló el funcionario, apretando un timbre del escritorio-. Está usted acabado, ¿entiende? ¡Acabado! ¡Nos ha ocultado pruebas! ¡Las ha entregado a quien no debía! Y… y…

Mientras Bernal echaba mano de la pistola, la puerta se abrió con brusquedad y cuatro policías de paisano entraron como una tromba, pistola en mano. La secretaria rubia iba tras ellos, la cara tan blanca como la hoja de papel que casualmente llevaba entre los dedos.

– ¡Quieto! ¡Las manos en la cabeza! -gritó uno de los guardias.

Bernal retiró despacio la mano de la chaqueta y levantó los brazos. Dos de los policías se adelantaron con cautela, pero para sorpresa de Bernal y estupefacción del director general, se colocaron repentinamente tras el escritorio y esposaron al segundo con las manos en la espalda.

– Por Dios, ¿qué hacen ustedes? Imbéciles, es a ése, a Bernal, al que hay que detener.

Uno de los guardias volvió la solapa del funcionario y puso al descubierto la insignia del SDG allí prendida.

– Queremos hacerle unas cuantas preguntas acerca de esto, señor. Comisario Bernal, puede usted volver a su despacho.

El director sufrió un pequeño ataque y tuvieron que sostenerlo dos guardias. Bernal les vio salir, llevándose consigo a la rubia de cara pálida.

– No tardarán en llegar nuestros compañeros para hacer un registro en este despacho, comisario -dijo el que mandaba a los de paisano-. Órdenes del presidente.

Bernal volvió para recoger a Navarro y poco después se encontraban sentados en la Cervecería Alemana de la plaza Santa Ana, tomándose una caña y mirando a los niños que jugaban al sol.

– ¿Crees que lo desarticularán hasta el final, jefe? -preguntó Navarro.

– Han empezado con buen pie -dijo Bernal- El próximo golpe es el que tendrán que vigilar con más cuidado.

VIERNES SANTO, 8 DE ABRIL

Nueve de la mañana

Eugenia despertó a Bernal con una sacudida.

– Te he dejado dormir porque anoche parecías muy cansado. Al volver de misa he encontrado en el buzón una carta para ti. Te he dejado café y tostadas en la cocina porque tengo que irme otra vez. Prometí al cura que le ayudaría a preparar la misa mayor esta mañana. ¿Vas a venir? -le miró con reproche.

– Bueno, yo… sí, si es que no me llaman del despacho. Si me llaman, te dejaré una nota.

– Como quieras. No me revuelvas la cocina -y se fue, resplandeciente con su mejor vestido de alepín.

Bernal gruñó y miró el sobre que la mujer le había dejado en la cama. Llevaba el sello presidencial. Se incorporó hasta quedar sentado, se puso las zapatillas y se deslizó con cansancio, camino del comedor, en busca de un abrecartas. Dentro del sobre encontró una carta de agradecimiento, que además le informaba su ascenso a comisario de primera, con empleo inmediato. La cosa se había movido aprisa, pensó Bernal; estaba impresionado.

Mientras sorbía el espantoso café que Eugenia le había dejado, sonó el teléfono. Anduvo automáticamente por el pasillo de baldosas y descolgó.

– Diga. Sí, señor ministro. Sí, encantado de echar una mano. ¿El abad acaba de llamarle? Sí, muy bien. Me pondré en contacto con Navarro y Martín. ¿Puede aportar usted los agentes armados? Ah, ¿los mismos que vi en el despacho del director general ayer por la tarde? Parece un grupo muy capaz. Sí, señor ministro. Inmediatamente pongo manos a la obra. Adiós, señor ministro.

Bernal pulsó la horquilla una cuantas veces y marcó el teléfono particular de Navarro.

– ¿Remedios? Soy yo, Luis Bernal. ¿Está Paco? Bien. Sí, que se ponga, por favor -esperó, tamborileando de impaciencia con los dedos en el marco de la ventana y mirando sin ver la nieve que aún cubría las cumbres de Guadarrama-. ¡Paco! Espero no haberte sacado de la cama. El ministro quiere que vayamos con Martín y unos cuantos de paisano al Valle de los Caídos. El abad le ha llamado para denunciar la presencia de intrusos durante la noche. Quiere que investiguemos y vigilemos discretamente la tumba de Franco. El problema es que no han podido localizar a los del SDG que tenían que desenterrar el ataúd. Tal vez estén escondidos en la sierra, sin saber que se ha descubierto el pastel. Nos encontraremos en el despacho. ¿Te va bien a eso de las diez menos cuarto? Muy bien. Llévate el arma.

Bernal buscó en vano el número particular de Martín en la guía telefónica. ¡Había tantos con aquel apellido! y Bernal no estaba muy seguro respecto al segundo apellido del inspector. Tampoco recordaba el número de casa en el barrio de la Estrella, de modo que la guía telefónica de calles no le sirvió de nada. Decidió probar fortuna y llamó a la comisaría del Retiro.

– ¿Ha llegado ya el inspector Martín? ¿Sí? -Bernal respiró con alivio-. Sí, que se ponga en seguida, por favor. Es de la DGS -hubo una pausa-. ¿Martín? Aquí Bernal. El ministro tiene un trabajo para nosotros. ¿Podría estar usted en mi despacho a eso de las diez menos cuarto? Bien por usted. Tráigase el arma reglamentaria y alguna otra que tenga a mano. Hasta luego.

Bernal se afeitó deprisa y se puso un traje discreto. Se puso además un abrigo negro de lana; la mañana era fría y haría más frío aún en la sierra.

Diez menos cuarto de la mañana

Navarro y Martín le esperaban ya en el despacho. El último llevaba un maletín negro de cuero y con una forma extraña.

– Jefe, nos han ascendido a los dos -dijo Navarro-. Ya soy inspector de primera.

– Enhorabuena -dijo Bernal-. A mí me han hecho comisario de primera. ¿No se ha movido muy rápido el gobierno? ¿Qué lleva ahí, Martín?

– Es uno de los nuevos fusiles automáticos que se pueden montar en pocos minutos. Uno de mis sargentos me acaba de indicar cómo se utiliza. Me he traído el coche y a Enrique, mi chófer. Pensé que sería interesante que viniera un hombre con nosotros.

– Buena idea, Martín -dijo Bernal-. El ministro va a enviar a su equipo de paisanos con armas con una autorización presidencial para nosotros. Tal vez no esté muy seguro de los guardias civiles que hay allí.

– ¿Qué hay que hacer en concreto? -preguntó Navarro.