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– Parece que el abad del Valle de los Caídos ha denunciado la presencia de intrusos durante la noche. Recordad que parte del plan del SDG es exhumar el cadáver de Franco en cierto momento de esta noche, mientras los monjes cenan, y traerlo a Madrid en tren por la mañana. Es difícil saber dónde pensaban ponerlo en el tren especial; seguramente en Villalba o en alguno de los apeaderos más al norte. El ministro dice que la RENFE está investigando. El problema es que los comandos antiterroristas no han podido localizar a los del SDG que estaban encargados de exhumar al Caudillo. Claro que sabemos los nombres por la lista.

Sonó un golpe en la puerta y entraron cinco hombres de cara ceñuda. Bernal identificó a cuatro de ellos con los de la víspera y presentó a Navarro y a Martín al sargento, que se llamaba Olmedo.

– Sargento, si vamos por la Nacional VI no tardaremos mucho más de hora y media en llegar al Valle de los Caídos -dijo Bernal.

– Comisario, tardaremos mucho menos si cogemos la autopista A6. Aquí tiene las autorizaciones presidenciales para usted y los inspectores. Nosotros llevamos pistolas y ametralladoras.

– Estupendo, nosotros tenemos uno de los nuevos fusiles automáticos -dijo Bernal-. ¿Llevan esposas?

– Suficientes para todos, creo -respondió Olmedo.

– Andando entonces. Nosotros tres iremos en el coche del inspector Martín, pero ustedes pueden ir en el suyo.

Once menos cuarto de la mañana

Mientras dejaban atrás Torrelodones por la A6, Bernal pensó que aquella podía llamarse la ruta del Caudillo, ya que atravesaba El Pardo, Torrelodones, donde el dictador había tenido una residencia particular, y el Valle de los Caídos, construido por los presos políticos en conmemoración de los muertos de la guerra civil, y que llegaba hasta La Coruña y El Ferrol, donde Franco había tenido su palacio estival en el famoso Pazo de Meirás.

Un rato después doblaron por una carretera lateral que iba al Valle de los Caídos y Bernal vio que el coche que les precedía reducía la velocidad ante la puerta vigilada. El sargento de paisano habló con los vigilantes y les enseñó la documentación. Los dos vehículos cruzaron la entrada inmediatamente y Bernal advirtió que uno de los guardianes corría al teléfono.

Una vez dentro del soberbio recinto, enfilaron por una carretera estrecha bordeada de enebros y eucaliptos; por encima de éstos descollaban los elevados peñascos grises de la sierra de Guadarrama, cuyos picos más altos estaban cubiertos por una densa capa de nieve. Así como Felipe II había empleado más de treinta años en la construcción de un Escorial que sería monasterio y postrera morada del rey, así Franco había querido imitarle con aquella fabulosa construcción, arrancada a la roca. Era curioso, se dijo Bernal, que el Caudillo se hubiese referido con frecuencia en sus discursos al reinado de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, como al apogeo del gobierno español, cuando la verdad era que el suyo particular se había parecido mucho más al de Felipe, nieto de aquéllos. Los dos habían sido hombres engreídos, estrechos de miras y raramente inactivos, los dos habían gobernado durante un período de tiempo parecido, los dos habían tenido una veneración similar por las reliquias sagradas y compartido ambos una larga agonía, el uno por falta de medicamentos modernos, el otro por exceso de los mismos. Felipe había tardado cincuenta y tres días en morirse, aquejado de hidropesía y totalmente consumido por las llagas, mientras que Franco había sido literalmente troceado en un intento infructuoso por salvar el moribundo organismo de un destino que ni siquiera el manto de Nuestra Señora del Pilar, especialmente llevado por el obispo de Zaragoza, había exorcizado.

Cuando los coches se detuvieron al pie del promontorio de anchos peldaños y la explanada que se abría bajo la inmensa cruz de granito y hormigón, divisaron a un hombre de hábito negro que les esperaba, avisado sin duda por el vigilante de la puerta. Bernal salió del coche. El monje se le acercó intuyendo que era la persona de más autoridad.

– ¿Comisario Bernal? El abad le espera. El ministro ha telefoneado.

Los demás siguieron al comisario y al joven monje por el largo tramo de escaleras y hasta el interior de la basílica. Bernal consideró que lo más seguro era que aquélla fuese la primera vez que sus hombres estaban allí, caso que también era el suyo, para apreciar, mientras caminaban, la larga nave de piedra, que se había acortado mediante la construcción de un atrio que no superase en longitud a San Pedro de Roma. Era una hábil combinación de arquitectura religiosa moderna y fría y estilo franquista tradicional. La música conventual de cinta que surgía de los altavoces era un golpe magistral de mal gusto.

El monje les condujo a un locutorio y les pidió que se sentaran. Él, por su parte, se deslizó por una puerta interior y no tardó en volver para pedir a Bernal que le acompañase al aposento del abad. Bernal recordó que aquel abad tenía categoría de obispo.

Once y cuarto de la mañana

– Padre abad, el ministro me ha dicho que han tenido aquí un problema.

– Fue de madrugada, comisario, cuando vimos que se habían quitado las flores de la tumba del Caudillo, aunque las de la de José Antonio estaban intactas. El ministro me ha avisado de que puede haber un asalto nocturno por parte de un grupo extremista. Naturalmente, puesto que nuestra orden aceptó el sagrado deber de custodiar este sitio, haremos lo que sea necesario para estar a la altura de la confianza depositada en nosotros. Estamos a su disposición, comisario.

– Dígame el programa de hoy y luego echaremos una ojeada a la tumba y al altar, si es que podemos.

– Claro que sí. A mediodía celebraremos la misa que es de rigor en este santo día, después despojaremos el altar de todo adorno y así quedará hasta la madrugada del domingo. Mañana no celebraremos más que la Solemne Vigilia Pascual. No tardarán en llegar unos cuantos seglares para la misa, pero la concentración de mañana será mucho mayor.

– No creo que haya ningún peligro hasta después de la misa. ¿Cuánto durará?

– Cerca de hora y media, mucho más de lo normal. La basílica quedará vacía hasta vísperas, a las seis.

– Estaremos vigilando en todo momento, Padre. ¿Podríamos registrar ahora la iglesia?

– Naturalmente. Me permitirá recibir a los que le acompañan, ¿verdad?

El extraño grupo de religiosos y policías recorrió la basílica y se dirigió a la tumba de Franco. Bernal se inclinó para inspeccionar los bordes y advirtió ciertas irregularidades en el cemento. Sacó una lupa para examinarlas con mayor detenimiento.

– Padre, da la sensación de que se ha introducido una herramienta entre los bordes.

– Es espantoso-exclamó el abad, inclinándose para mirar-. Por lo que sabemos, nadie la ha tocado desde el entierro. ¿La han abierto?

– No, creo que no, porque el cemento se habría resquebrajado. Pero alguien ha introducido una herramienta metálica por este lado. Quizá sólo estuvieran probando o tal vez les interrumpieron.

– El hermano que entró el primero esta mañana no vio a nadie, aunque se dio cuenta de que se habían quitado las flores y vino enseguida a informar. Es posible que el intruso escapara al encontrarse solo.

– ¿Estaba la puerta abierta?

– El hermano Alberto la abrió al entrar. El intruso pudo haber pasado la noche oculto en una capilla.

Bernal dijo a Navarro y a Martín que organizasen un registro de toda la basílica y buscasen cualquier señal de entrada forzada.

– Algunas partes del edificio están en clausura y no suele dejarse que entren los seglares, comisario. Pero dadas las circunstancias usted y sus hombres pueden ir donde estimen conveniente. Explicaré a los hermanos que es un caso de necesidad, aunque espero que las molestias sean mínimas.

– Por descontado, Padre. Por ahora sólo quiero hablar con el hermano Alberto.