Bernal le interrumpió.
– Navarro, regístrale los bolsillos. Averigüemos quién es este chiflado. Y haríamos bien en quitarle el uniforme. No podemos llevarle por las calles de Madrid a Carabanchel vestido así porque lo lincharían.
El abad entró en aquel momento, se puso pálido y se persignó al Ver al impostor.
– ¿Quién es este hombre?
– Padre -graznó el impostor-, ¡no deje que impidan mi resurrección! ¡Es la última esperanza de nuestra patria!
– Sacrilegio -murmuró el abad-, un sacrilegio abominable.
Bernal se preguntó si se referiría al intento de violar la tumba o a la reproducción de Franco en correcto uniforme.
Navarro sacó una documentación de la chaqueta del hombre.
– Es un sargento retirado llamado José Antonio Bermúdez.
– Llame al ministro, Martín -dijo Bernal- y dígale que vamos para allá con ellos.
Nueve de la noche
Bernal llegó a casa más bien acalorado. Había pasado la tarde con Consuelo celebrándolo con una botella de Codorniú. Encontró a Eugenia removiendo una cacerola de sopa de letras en la cocina de gas butano. Se derrumbó en un sillón de caderas, delante del televisor y meditó los extraños acontecimientos acaecidos en el Valle de los Caídos. Qué apropiado le sonaba ahora el nombre.
La quejumbrosa melodía que precedía al telediario acompañó las imágenes de las iglesias góticas de varias palabras «Conexión con el programa nacional» aparecían en la pantalla. Eugenia llegó con el vino de Cebreros, metido en una vieja botella de coñac que la mujer rellenaba dos veces a la semana en el economato en que las mujeres de los funcionarios del Ministerio compraban más barato.
– Le falta ya poco a la cena, Luis. Pon los cubiertos, ¿quieres?
Bernal puso cubiertos para dos. Las noticias de la televisión se retrasaban más de lo normal. En aquel momento sonaba la molesta tonada que solía utilizarse para las conexiones con las emisoras provinciales y la foto fija del entreacto arquitectónico enseñaba en aquel momento una imagen del Monasterio de Ripoll. Eugenia entró con la sopa y se puso a servirla en los dos platos blancos, un tanto descantillados. Mientras se sumergía en sus largas oraciones, a las que Bernal respondía entre dientes y con desgana, al tiempo que se servía un buen chorro de vino de Cebreros, la típica música del telediario irrumpió con brío estridente. El presentador parecía jadear y se le veía nervioso mientras se toqueteaba la corbata.
«En primer lugar, noticias de interés nacional. Tras reunirse el miércoles el Consejo de Ministros y analizar los considerando de la decisión de la Sala IV del Tribunal Supremo, relativos a que la legalización de los partidos políticos no es de competencia judicial sino administrativa y del Ministerio correspondiente, ha decretado… -el presentador se interrumpió para aclararse la voz y sorber un poco de agua-, ha resuelto legalizar los siguientes partidos, medida que entrará en vigor a partir del próximo Domingo de Resurrección: primero, Partido Comunista de España…»
Eugenia, que acababa de persignarse tras la acción de gracias, lanzó un grito ahogado y volvió a persignarse un par de veces a toda velocidad.
– ¡Luis! ¡Están locos! ¡Será otra vez como en la República! ¡No se podrá salir a la calle! ¡Se pasearán con banderas rojas y cantando la Internacional!
Bernal miró la pantalla y luego su sopa, llena de letritas del alfabeto hechas con pasta; advirtió que había eses, des y ges en sorprendente abundancia y que les seguían en cantidad las pes, las ces y las ees.
– Tendremos que acostumbrarnos a utilizar el alfabeto entero, Geñita, o, por lo menos, a un reajuste parcial de las letras del antiguo.
David Serafín