– Su especialidad no es abrir cajones, a no ser que se lo encarguemos expresamente. Puede ver dónde han barrido el polvo de contraste y en ese cajón no hay nada apreciable. Vaya a mirar las puertas y ventanas sin tocar nada.
Martín volvió con aire alicaído.
– Alguien ha estado aquí esta noche, jefe. No cabe la menor duda. La puerta de la despensa que da a la azotea se ha forzado con una palanqueta. Inspeccioné el pestillo de dentro antes de irme.
– No toque el teléfono, pero vaya a la portería y dígale a Prieto que venga en seguida, y que se traiga a todo el equipo también. Hay que llegar al fondo de este asunto.
Once de la mañana
Mientras esperaba la vuelta de Martín, Bernal examinó el escritorio con mayor detenimiento. Había encima una máquina de escribir eléctrica, una IBM cara, último modelo autorrectificador, sin duda un capricho profesional de Santos. Alrededor había borradores de artículos y libros de consulta, revueltos y en confusión: tratándose de un periodista o un escritor era imposible decir si aquellos objetos los había tocado un intruso o si era el mismo usuario quien los había dejado en desorden. No había papel en la máquina de escribir y estaba desenchufada de la toma eléctrica de la pared. Examinó el suelo sin acercarse demasiado. Recordaba el axioma de Edmond Locard: el intruso suele dejar un rastro de su presencia (acaso un pelo de la cabeza o un fragmento de ropa prendido en un objeto) al tiempo que suele llevarse algo del lugar sin darse cuenta (polvo en los zapatos, algún rasguño de pintura de la pared, circunstancia esta última más probable en lugares como Francia o España, donde la pintura de las paredes seguía basándose en las soluciones acuosas). Pero Bernal no esperaba gran cosa de aquella estancia; quizás el equipo técnico de Varga encontrara algo en la puerta forzada que daba a la azotea.
Se deslizó con ligereza por el cuarto de baño, observando el estado de las toallas y el despliegue de artículos cosméticos en el estante. Santos no se había privado casi de nada: un atomizador de Pour Homme de Yves Saint-Laurent, junto con un frasco de loción para después del afeitado de la misma casa parisina; una maquinilla eléctrica Remington de tamaño grande; una maquinilla de seguridad Wilkinson, del tipo de cuello de cisne; crema de afeitar Fabergé; champú anticaspa ZP 11; un secador de pelo marca Philips; talco y sales de baño Badedas; crema Nivea Sunfilta; en pocas palabras, casi todo lo que un hombre moderno necesitaba. El baño daba a una cocina con alacena: una distribución extraña, pero la única práctica, habida cuenta de la situación del ático. No había allí más que un tragaluz, pero la puerta del fondo estaba entornada y daba a una azotea de conformación singular, empotrada entre los sobresalientes tejados de la casa. Desde allí se disfrutaba de una inmejorable vista de la iglesia de los Jerónimos y la cuesta de la Carrera de San Jerónimo, que se prolongaba más allá del edificio de las Cortes, con el Hotel Palace situado en un ángulo de la plaza de Cánovas del Castillo, o de Neptuno, como todo el mundo la llamaba por la elegante fuente de la época de Carlos III que ostentaba a este dios en el centro.
Como Martín antes que él, Bernal distinguió las señales de la palanqueta que se había empleado para forzar la puerta de la azotea y le pareció un buen trabajo. Apenas se había tocado el marco o el canto de la puerta y no se veía ninguna otra señal. Cuidando de no tocar nada, salió a la azotea, donde vio tres sillas plegables cubiertas por un tejido plástico con flores estampadas, una mesa metálica y un pequeño toldo de color naranja, sujeto a los aleros. Comprendió inmediatamente que cualquier intruso habría tenido que saltar el muro que separaba la azotea de la casa contigua; no habría podido venir de abajo a causa de la excesiva proyección de los aleros. Cuando volvió con parsimonia al estudio, llamó al policía de la puerta.
– ¿Qué pasa con el inspector Martín?
– Me parece que ya sube. Acabo de oírle hablar con el conserje en el vestíbulo.
Empezó a oírse el ruido de subida del pesado ascensor y apareció Martín.
– Jefe, Prieto y Varga están en camino. Le dije a Prieto que viniera en el acto; Varga tardará media hora.
– Bien por usted. Mientras esperamos, iremos a la casa de al lado para ver cómo llegó el intruso a la azotea contigua.
– Ya pensé en eso y he telefoneado para que viniera otro número, en caso de que lo necesitásemos en la casa de al lado. Fui a hablar con el conserje de esa casa y dice que los inquilinos del ático están de vacaciones en Canarias. Se trata de un directivo de banco, ya jubilado, y su mujer, y no están mucho tiempo en Madrid. Con frecuencia pasan temporadas con sus hijos. ¿He obrado bien?
– Por supuesto. Vamos a echar un vistazo. ¿Tiene llave el conserje?
– Sí, y le dije que no se moviera del vestíbulo hasta que apareciésemos nosotros.
Antes de entrar en el ascensor, Bernal le dijo al número que una tal señorita Fernández, «secretaria» suya, llegaría dentro de poco:
– Que espere en el rellano hasta que yo vuelva.
– Entendido, jefe -dijo el gris, un sujeto fornido de mediana edad.
Bernal esperaba que Elena recordase su papel y no quisiese hacer valer la jerarquía ante el número.
La casa de al lado se parecía mucho a la que acababan de dejar, construida asimismo a fines del siglo diecinueve. El conserje resultó ser un joven cojo y agradable que se apresuró a abrirles la puerta del ascensor y a subir con ellos hasta el último piso. Mientras ascendían, Bernal le preguntó acerca de la seguridad de la finca por las noches.
– Bueno, yo vigilo a todo el que entra y sale hasta las diez y media de la noche, que es cuando cierro la puerta de la calle. Todos los inquilinos tienen llave y creo que todos cierran después de entrar o salir. Algunos viejos se han quejado de la dureza de la cerradura y la semana pasada llamé a un cerrajero para que la aligerase. Aun así, algunas noches en que saco a pasear al perro, me encuentro la puerta abierta.
– O sea que, si un inquilino se la dejó abierta anoche, cualquier extraño pudo haber entrado, ¿no?
– Bueno, a lo mejor, pero ahora ya no va tan dura y se puede cerrar. Claro, no queremos que entren parejas y vagabundos a hacer sus asuntos en la escalera.
Bernal pensó en otro detalle.
– ¿Estuviste en la portería anoche, sin salir, digamos… entre las nueve y las diez y media?
– Sí, y hasta cené en la mesa que tengo detrás de la puerta, y no vi que entrara o saliera ningún desconocido.
– Y esta mañana, ¿a qué hora has abierto?
– A las siete y media. A esa hora me pongo a limpiar las baldosas del vestíbulo y las escaleras. Luego fui a la panadería de la esquina a comprar unos bollos para el desayuno, pero mi mujer se queda al tanto del portal. No me dijo que hubiera visto nada anormal.
– El inspector Martín hablará con ella después.
El ascensor llegó al séptimo y subieron andando el tramo de escalera que les separaba del ático. La puerta parecía firmemente cerrada, pero Bernal cogió la llave de Martín y la envolvió en un pañuelo antes de introducirla en la cerradura. Indicó a su colega cierta cantidad de arañazos alrededor de ésta, así como algunos ligeros rastros de grafito, que delataban el uso de una llave falsa o ganzúa, y acto seguido abrió con cuidado. Habían echado dos vueltas a la llave. Dijo al conserje que se quedara en el umbral sin tocar nada y los agentes entraron en el piso en sombras. Las sillas estaban cubiertas por una película de polvo y las contraventanas estaban cerradas. Sirviéndose otra vez del pañuelo, Bernal encendió la luz. Los dos hombres comprobaron que la disposición de aquel estudio era idéntica al de la finca de al lado y que no parecía que se hubiera tocado nada. Pasaron del baño a la despensa y no vieron nada anormaclass="underline" los dos cerrojos de la puerta que daba a la azotea estaban bien echados.