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– ¿Por qué no te fuiste?

– ¿Y adónde?

– A casa. A Gateshead Manor.

Ella negó.

– Mis padres no hubieran tolerado que abandonara a mi marido.

– Si hubieran sabido cómo te trataba…

– Lo sabían.

Otra llamarada de ultraje le traspasó.

– ¿Y no hicieron nada?

– No. Mi padre compadecía el sufrimiento de Westmore por no poder darle un hijo. En cuanto a la paliza, mi padre la definió como la aberración de un hombre que nunca antes había mostrado tendencias violentas y que sólo había perdido el control al enfrentarse al terrible golpe de estar atado a una mujer inútil y estéril.

Una imagen del padre de Cassie surgió amenazadora en la mente de Ethan. Maldito bastardo. Ya le había desagradado el hombre después de la primera conversación con Cassie, cuando eran poco más que unos niños y él acababa de llegar a Gateshead Manor, donde su padre había sido contratado como jefe de las caballerizas. Él la había encontrado acurrucada en un rincón de una de las cuadras, llorando por algún comentario desagradable que su padre había hecho. Su aversión creció con los años, culminando en un profundo aborrecimiento.

– Sin duda tenías amigos…

– No. Westmore me prohibió abandonar los terrenos de la finca y no me daba dinero. El personal de la casa le era totalmente leal y no dejaban de vigilarme. Los pocos sirvientes con los que traté de hacer amistad fueron despedidos al instante. Mi único refugio eran mis paseos diarios y cabalgar -siempre acompañada por un silencioso lacayo o un mozo de cuadra- y las cartas ocasionales de mi madre. Los alrededores eran hermosos, pero no dejaba de ser una prisión.

– Y viviste así durante diez años -Ethan casi se atragantó con las palabras, con la furia que le tensaba todos y cada uno de los músculos-. Por Dios, si lo hubiera sabido…

– No hubieras podido hacer nada.

– Y un cuerno que no hubiera podido. Le habría hecho pagar por el modo en que te trataba.

– Él te habría metido en la cárcel.

– Los muertos no meten a otros hombres en la cárcel.

Cassandra abrió mucho los ojos que empezaron a brillar por las lágrimas.

– No, te habrían ahorcado por eso.

Un precio que hubiera pagado con gusto. Alzó unas manos temblorosas y le rodeó la cara con las palmas. Luchó para conseguir que la voz pasara por el nudo que tenía en la garganta.

– Cassie… todos estos años te he imaginado disfrutando de la vida. Rodeada de alegres niños. Feliz -Malditos infiernos, era lo único que le había mantenido cuerdo.

– Así es exactamente como te imaginaba yo. Ethan, fue eso lo que hizo tolerable mi vida.

Antes de que a él se le ocurriera alguna respuesta, ella continuó:

– Cuando volviste de la guerra, fuiste capaz de empezar otra vez. Al ser un hombre, puedes tomar las riendas de tu propio destino. Puedes empezar un negocio, ganar dinero. Tienes opciones. Creí que la muerte de Westmore me daba la libertad, pero enseguida comprobé que me equivocaba. No me dejó nada. Su hermano heredó el título y se traslado a Westmore Park -Los ojos le brillaron de ira-. Mis opciones fueron quedarme y convertirme en la amante de mi cuñado, o marcharme. Como no tengo dinero y ningún otro sitio donde ir, vuelvo a casa de mis padres. Mi padre me comunicó que podía venir.

Ella levantó las manos y las puso alrededor de sus muñecas.

– Mi madre mencionó en una carta que recibí justo después de la muerte de Westmore, que había oído que habías comprado un establecimiento llamado la Posada Blue Seas. Cuando tomé la decisión de volver a Cornualles, juré que me detendría aquí. Para verte. Al querido amigo al que tanto he echado de menos.

Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla, impactándole. Había docenas de cosas que quería decir, pero el dolor y la rabia por todo lo que ella había sufrido le cerraron la garganta. En lugar de hablar la abrazó e intentó absorber todo el dolor que Cassie había soportado. Ella le rodeó con los brazos, apretándole con fuerza, enterrando la cabeza en su pecho como un animal herido en busca de calor.

Ethan siguió abrazándola, absorbiendo los estremecimientos que la hacían temblar y las lágrimas que le humedecían la camisa, cada una de ellas era como el latigazo de una fusta. Sintiéndose completamente indefenso, con la boca apoyada sobre su pelo, le susurró lo que esperaba que fueran palabras tranquilizadoras a la vez que con las manos le frotaba la espalda con suavidad.

Poco a poco los sollozos fueron disminuyendo y Cassandra alzó la cabeza. Se miraron el uno al otro y se le rompió el corazón al ver la palidez de su cara surcada de lágrimas, y los ojos, lagunas gemelas llenas de dolor rodeadas por largas pestañas humedecidas.

Manteniendo un brazo alrededor de ella, sacó un pañuelo y se lo dio. Cassie le dio las gracias con un asentimiento, y luego dijo con un susurro tembloroso mientras se secaba los ojos:

– Lo siento. No quería llorar delante de ti.

– No tienes por qué sentirlo. Y puedes llorar delante de mí siempre que quieras.

– Gracias -En sus labios apareció una trémula sonrisa-. Siempre has sido la persona más amable y paciente que he conocido.

– Porque tú eres la persona más amable y mas encantadora que he conocido. Lo supe el día que nos conocimos.

Un destello de humor iluminó sus ojos, llenándole de alivio al ver que lo peor de la tormenta emocional había pasado.

– Qué sabías tú, tenías sólo seis años y no conocías a más de diez personas.

– Conocía a más de diez -dijo él y la comisura de sus labios se curvó hacia arriba-. Recordarás que mi padre trabajó en las tierras del barón Humphrey antes de que fuéramos a Gateshead Manor. A los hijos de barón no les gustaba -Bajó la voz hasta un susurro conspirador-. Me dijeron que olía.

– A mí me gustaba como olías. Olías a… aventura.

Y ella olía a rosas, incluso a los cinco años. Un duendecillo de piernas larguiruchas, ojos enormes, el pelo con apretadas trenzas, y una nariz llena de pecas. Después de descubrirla llorando en las cuadras, se había pasado los puñitos por los ojos y le observó con esos enormes y serios ojos. Él se había preparado para aguantar otro rechazo, pero en vez de eso ella le había preguntado.

– ¿Te gustaría ser mi amigo?

No queriendo parecer demasiado ansioso, había fruncido el ceño y se había dado golpecitos en la barbilla, como si se lo estuviera pensando mucho. Finalmente se había encogido de hombros y había estado de acuerdo. Luego ella le dirigió una amplia sonrisa con hoyuelos, en la que faltaban los dos dientes frontales, le agarró la mano, y corrió, llevándole al lago de la finca, donde se sentaron y hablaron durante horas.

– Gracias por el pañuelo… -Su voz le devolvió bruscamente al presente y vio que Cassie se había quedado mirando el cuadrado de algodón que tenía en la mano.

Él bajó la mirada y se quedó inmóvil, observando como con el pulgar acariciaba despacio las iniciales de la esquina bordadas con hilo azul.

– Este pañuelo es… mío -dijo ella con suavidad-. Es el que me robó C.C. cuando era un cachorrillo.

– Sí.

– ¿Lo has conservado todos estos años?

– Sí.

– ¿Y lo llevabas en el bolsillo esta tarde?

Él alzó la mirada y vio que sus ojos estaban llenos de preguntas, preguntas que no podía evitar.

– Lo llevo en el bolsillo todas las tardes. Todos los días. Una especie de amuleto de la buena suerte, supongo.

– Me… me siento honrada, Ethan -carraspeó-. Yo también tengo mi propio amuleto de la buena suerte.

Sin dejar de mirarle, metió la mano bajo su pañoleta y sacó un fino cordón de cuero. Una piedra plana y oval de color gris de la longitud del pulgar, colgaba al final del cordón que pasaba por un agujero hecho en el borde de la piedra. Ethan la cogió, todavía conservaba el calor de la piel de ella. Y enseguida se quedó aturdido al reconocerla.