– No, gracias -Se giró hacia Sophie-. Por favor, enséñale al señor Watley el equipaje que nos hará falta para nuestra estancia aquí.
– Sí, milady -Sophia se dio la vuelta hacia el coche y Cassandra se obligó a recorrer el camino de adoquines que llevaba a la puerta principal, con una pregunta martilleándole en la mente. ¿Estará aquí?
Ethan Baxter se limpió el sudor de la frente con un antebrazo igual de sudoroso, luego hizo rotar los doloridos hombros. Nada como una tarde limpiando el estiércol de los establos y cepillando los caballos para quedar agotado. Pero era un agotamiento bueno, uno que provenía de una actividad que le encantaba, uno que no conseguía muy a menudo desde que había contratado a Jamie Browne para dirigir la caballeriza. Pero cuando al mediodía se enteraron de que la esposa de Jamie se había puesto de parto, Ethan había enviado al joven a casa. Una sonrisa asomó a sus labios al recordar la expresión de Jamie, una combinación de temor, entusiasmo y un total y absoluto pánico. Un ramalazo de envidia atravesó a Ethan, haciendo desaparecer su diversión, resonando en el vacío que había dentro de él, vacío que añoraba lo que tenían Jamie y Sara, un matrimonio lleno de amor. Un hijo en camino. Una verdadera familia.
Se le tensó la mandíbula. Ese maldito vacío. Maldición, ya era hora de hacer algo al respecto. Y después de analizarlo en profundidad, tomó una decisión.
Ethan salió del establo a la brillante luz del sol. De inmediato se dio cuenta de que un carruaje desconocido se había detenido delante de la posada, el cochero estaba apartando un baúl del resto del equipaje y bajándolo, una doncella señalaba otro que también debía bajar. Como el coche estaba vacío, los demás ocupantes debían de estar dentro para pedir habitaciones. Y teniendo en cuenta al cochero y la criada, al menos les harían falta dos. Excelente para el negocio, lo que siempre era bienvenido. El Blue Seas tenía reputación de ser un establecimiento limpio, respetable y bien dirigido; era una distinción que se había esforzado mucho para conseguir durante los últimos cuatro años, desde la primera vez que había abierto las puertas de la posada.
Como no deseaba saludar a los clientes recién llegados oliendo a caballo y lleno de sudor, se encaminó hacia la puerta lateral de la posada, con la intención de ir inmediatamente a su cuarto y ponerse presentable. Desde luego Delia era muy capaz de ocuparse de ellos y de su comodidad. No había duda de que el ama de llaves era tan eficiente que Ethan podría marcharse de St. Ives durante un mes y no se le echaría en falta. Y no es que tuviera la menor intención de irse ni siquiera un minuto. St. Ives, Blue Seas, era su hogar, un lugar que había buscado durante mucho tiempo y que le costó mucho encontrar. Un lugar donde por fin había encontrado algo de la tranquilidad que con tanta desesperación había buscado. Y si a veces el trabajo no le dejaba agotado de cuerpo y mente lo suficiente para olvidar el pasado, al menos le daba un mínimo de paz, algo que no había encontrado en ninguna otra parte.
Claro que sospechaba que Delia notaría su ausencia si se fuera. Soltó un bufido y se pasó una mano por el pelo húmedo de sudor. ¿Sospecharlo? Maldición, estaba totalmente seguro. Durante todo el año pasado -y últimamente con más frecuencia- ella le había hecho ciertos comentarios y le miraba con una peculiar expresión, las dos cosas no le dejaban ninguna duda de que no se opondría a ser algo más para él que una empleada, que una amiga. Era una mujer atractiva y, que Dios le ayudara, había estado tentado más de una vez de dejar de fingir que no había notado sus sutiles indirectas.
Hasta ahora no había hecho caso de ellas. Delia Tildon era una viuda joven y decente que se merecía algo mejor que él. Él era mercancía estropeada, tanto por dentro como por fuera. Le gustaba y la respetaba demasiado para aprovecharse de su amable naturaleza y usarla para aplacar su soledad.
Pero últimamente… estos últimos meses la tentación de hacer justamente eso le resultaba casi abrumadora. El vacío que le devoraba parecía aún más grande en los últimos tiempos. Los recuerdos le asaltaban con tanta fuerza y rapidez que era una lucha diaria no ahogarse en ellos. Algo que nunca había dejado de molestarle. ¿Por qué diablos no podía olvidar?
Pero sin importar lo fuerte que había sido la tentación, hasta ahora había resistido. Una mujer como ella querría -y se merecía- el corazón de un hombre. Y él no tenía ninguno para dar. Proponerle algo menos que eso era injusto para los dos.
O así lo había creído hasta que había pasado los últimos días considerando que la soledad también era injusta. La idea de tener a alguien con quien compartir su vida, alguien con quien hablar, a quién escuchar, había echado raíces en su mente y a pesar de todos sus esfuerzos por arrancarlas, se negaban a moverse. No quería hacer daño a Delia, pero maldición, estaba tan condenadamente cansado de estar solo. Quizá el afecto y el respeto fuera suficiente. Suficiente para casarse. Suficiente para conseguir olvidar. O al menos podrían hacer que dejara de querer, de anhelar cosas que nunca podría tener.
Había llegado la hora de ceder a la tentación. Hablarlo con Delia. Dejar que ella decidiera si el afecto y el respeto eran suficientes. Y tal vez si él era muy, muy afortunado, lo serían. Y ya no volvería a estar solo.
Sintiéndose más alegre de lo que se había sentido en mucho tiempo, entró en la posada por la puerta lateral, cerrando con suavidad tras él el panel de roble. Esperó unos segundo para que sus ojos se acostumbraran a la repentina penumbra y oyó la voz de Delia que venía desde la sala de estar de la posada.
– ¿Así que necesitará dos habitaciones, milady?
– Sí, por favor, señora Tildon. Una para mí y otra para mi criada. Para una noche.
Ethan se quedó absolutamente inmóvil ante el sonido de la voz de la recién llegada con el corazón a punto de parársele en el pecho cuando innumerables imágenes le pasaron como un relámpago por la mente. El brillante cabello del color de la miel acabada de recoger, los risueños ojos azules, la traviesa sonrisa. Parpadeó para alejar aquellas imágenes y luego con una exclamación de disgusto, negó con la cabeza. Maldición, ya era bastante malo que después de todos aquellos años no pudiera dejar de pensar en ella, pero es que ahora incluso se imaginaba oír su voz.
– El cochero también necesitará una cama -continuó la suave voz, algo ronca, que tanto se parecía a la de ella, y sus pies, como si tuvieran vida propia, empezaron a moverse hacia la sala de estar. Su cabeza, su sentido común, sabía que no era ella, que vivía a cientos de kilómetros de allí, pero aún así se dirigió hacia aquella voz que le atraía como un oasis a un hombre sediento.
– Tenemos camas disponibles en la caballeriza para su cochero -le llegó la voz de Delia-. En Blue Seas tenemos los establos más limpios de St. Ives.
– Siendo el señor Baxter el propietario, no me extraña.
Ethan dio la vuelta a la esquina y se detuvo en la puerta. Como en sueños vio como Delia levantaba las cejas y preguntaba sorprendida.
– ¿Conoce a Ethan, señora?
Pero todo él estaba concentrado en la otra mujer.
Podía verle parte del perfil ya que la parte superior de la cabeza estaba oscurecida por el ala del sombrerito. Pero el corazón le empezó a latir con violencia al ver el pelo color miel, la curva de la barbilla, la forma de los labios. El suave hoyuelo en la mejilla, al lado de la boca, uno que casi podría ver como se haría más profundo si ella sonriera.
La mujer asintió.
– Sí, le conozco -dijo con suavidad-. O al menos le conocí, hace mucho tiempo…