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Su voz se fue apagando y se quedó muy quieta, justo cuando el corazón empezó a latirle con fuerza y muy rápido como si hubiera corrido a través de una década hasta llegar allí desde tan lejos. Y luego, lentamente, como si sintiera el peso de su mirada, empezó darse la vuelta hacia él. Y se encontró mirando unos ojos que creyó que no volvería a ver, unos hermosos ojos azules que le recordaban el mar y que le habían obsesionado durante los días y las noches de más años de los que podía recordar.

Cassie

El nombre reverberó en su mente, luego se precipitó a sus labios, pero no pudo hablar. No podía hacer más que mirarla fijamente.

Ella palideció, luego las mejillas se le tiñeron de carmesí ante sus incrédulos ojos. Durante varios segundos el único sonido que oyó fue el frenético latido de su corazón. Y luego, aquella misma suave voz que todavía oía en sueños, rompió el silencio.

– Hola, Ethan.

Capítulo 2

Hola, Ethan.

Con esas dos simples palabras, los años desaparecieron y Ethan fue otra vez un jovenzuelo que trabajaba en las cuadras del padre de ella, aguardando ansioso el momento en que ella llegara para su paseo diario y le saludara con una sonrisa con hoyuelos que podría hacer desaparecer hasta las nubes más oscuras del cielo y esas dos palabra. Hola, Ethan.

Hola, Cassie. La respuesta casi salió de su garganta, y tuvo que apretar con fuerza la mandíbula para contenerla. Porque ella ya no era la Cassie que había crecido con él, la muchacha tímida y torpe que se había convertido en una hermosa joven, la mejor amiga con la que había compartido innumerables horas. Ella era ahora lady Westmore. Una condesa.

Y por Dios, que todavía era hermosa. Con aquellos enormes ojos azules, la graciosa nariz y los exuberantes labios en forma de arco, parecía como si los dioses se hubieran tomado un cuidado extra al formarla. Aunque al observar su rostro, notó algunas sutiles diferencias. La falta de brillo en sus ojos. La leve tensión alrededor de la boca. La delgadez de las mejillas que una vez habían sido redondeadas como las manzanas. En esta mujer no había nada de la chica risueña y traviesa que había conocido. De inmediato se preguntó que habría originado aquel cambio.

Y luego, sobresaltado, se dio cuenta de la ropa que llevaba, negra de la cabeza a los pies. Iba de luto riguroso. Pero, ¿quién había muerto? ¿Su madre o su padre? Seguro que no. La propiedad de lord y lady Parrish estaba a sólo dos horas de camino de St. Ives. Si alguno de los dos hubiera muerto, las noticias hubieran llegado hasta allí. Sólo quedaba su marido.

Durante un terrible y ridículo instante su corazón dio un salto al pensar que ya no estaba casada, luego la realidad regresó con un doloroso golpe. No importaba si tenía marido o no. Ni ahora, ni diez años atrás, ni nunca. Ella estaba tan por encima de él que incluso resultaba ridículo. La relación platónica que habían tenido de niños y adolescentes ya hacía mucho que había terminado. El que sus propios sentimientos hubieran profundizado más allá de la mera amistad era la cruz que debía llevar. Desde luego ella nunca le había dado ninguna esperanza de que pudiera haber algo más entre ellos, los límites nunca fueron cuestionados. ¿Un mozo de cuadra y la hija de un vizconde? Completamente imposible. Pero eso no había evitado que su estúpido y tonto corazón deseara desesperada e irrevocablemente lo que nunca podría tener.

El duro golpe de la realidad trajo también una oleada de rabia, contra sí mismo por no haber podido olvidar el pasado, olvidarla a ella, o convencerse de la inutilidad de sus sentimientos. Y rabia contra ella, por aparecer de este modo, por desplazar el mundo de su eje simplemente por estar ahí.

Años atrás hizo todo lo posible por esconder sus sentimientos, pero una parte de él se había resentido de forma irracional porque ella nunca lo hubiese adivinado. ¿Cómo podía ella no haber notado que todo él se iluminaba al verla? No había duda de que era un actor consumado y un mentiroso. Claro que ese año había estado demasiado preocupada planeando su Temporada. Y luego su boda…

Cassie se aclaró la garganta, y sobresaltado se dio cuenta de que la miraba fijamente y se preguntó cuánto tiempo había estado allí de pie con la boca abierta.

– Lady Westmore -Las palabras eran como un cuchillo en el estómago-. Por favor, perdone mi silencio. Es que me he quedado sorprendido al verla.

Algo que no pudo descifrar destelló en los ojos de Cassandra, seguido inmediatamente por lo que parecía una expresión de alivio. No era posible que hubiera creído que no la recordaría. Tuvo que reprimir una gemido. Malditos infiernos, si ella supiera con que fuerza había intentado olvidarla.

– Espero que no haya sido una sorpresa desagradable -dijo agarrando con fuerza su ridículo como si una banda de ladrones estuviera a punto de aparecer por la puerta.

– No, claro que no -contestó él, sin estar seguro de que fuera del todo cierto.

– Ha pasado mucho tiempo.

Diez años, dos meses y catorce días.

– Sí -La voz sonó áspera y ronca, como si no la hubiera usado en toda esa década.

Ella le recorrió el rostro con los ojos.

– ¿Cómo estás? Espero que… -Poco a poco dejó de hablar y él se dio cuenta del momento en que vio la cicatriz que le deformaba la mejilla izquierda. No había sido apuesto antes de quedar desfigurado, pero la marca había borrado cualquier vanidad que hubiera sido tan tonto de tener. Un recuerdo diario del pasado. Se le tensó la mandíbula ante la conmoción y compasión que estaban asomando a sus ojos. Maldición, no quería su compasión. Cualquier cosa menos eso.

La mirada de Cassandra se demoró durante unos segundos en la piel desfigurada, luego se movió hacia abajo, sobre sus ropas hasta las botas, y él apenas pudo reprimir un gemido. Malditos infiernos, ¿cuántas veces había soñado con esta escena? Que llegara a su posada o que se encontraran por casualidad en algún sitio. ¿Cientos? Más bien miles. Pero en todas aquellas fantasías había estado limpio, bien vestido y cordial, no sucio, oliendo a sudor y a caballo, y avergonzado.

Con los puños apretados, aguantó el breve escrutinio y se recordó que no tenía importancia cómo iba vestido ni cómo olía. Él era lo que era, lo que siempre había sido, un plebeyo, un hombre de la clase trabajadora.

Cuando sus ojos volvieron a encontrarse, mintió.

– Estoy bien. ¿Y usted?

– Yo… me las arreglo -Una mano enguantada señaló el vestido negro y el labio inferior tembló-. Westmore murió. Hace dos meses.

Que Dios le ayudara, había querido odiar a Westmore, y supuso que en cierta forma lo había hecho, odió su cara perfecta y hermosa, el título y la riqueza que le permitieron tener algo que Ethan había deseado y amado sobre todas las cosas.

Cassie.

¿Pero cómo podría odiar al hombre que le había dado a ella todo lo que merecía? Elegantes fiestas y maravillosos vestidos. Un título, riqueza, y un puesto en la sociedad. Una vida confortable y feliz. Se veía bien claro que Cassandra lamentaba profundamente su pérdida, y por eso, él también lo lamentaba.

– Por favor, acepte mis condolencias.

Ella asintió con brevedad y luego dijo:

– Voy a Land’s End, a Gateshead Manor.

– ¿Para una visita o a quedarse?

Cassie vaciló.

– A quedarme -dijo por fin.

Un músculo de la mandíbula de Ethan se estremeció. Ella estaría sólo a dos horas de distancia.

Que Dios le ayudara.

– ¿No va a continuar hoy su camino? -preguntó él, experimentando una necesidad repentina, casi desesperada de que ella se marchara. Antes de que dijera o hiciera algo que luego lamentaría-. El buen tiempo no puede durar mucho -Tenerte aquí, en mi posada, en mi casa, será una tortura. Lo suficiente cerca como para poder tocarte, pero, como siempre, intocable.