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– Milady…

Cassandra se detuvo y giró la cabeza hacia ella, y entonces se dio cuenta de que la señora Tildon la observaba como si pudiera leerle el alma. Fue una sensación inquietante. Era una mujer atractiva, notó Cassandra, probablemente no tendría más de treinta años, con pelo castaño y ojos oscuros e inteligentes, y un cuerpo esbelto incluso bajo el delantal que llevaba puesto sobre el vestido gris claro.

– ¿Sí, señora Tildon? -preguntó dándose la vuelta.

– No pude evitar oír por casualidad lo que le dijo antes a Ethan, sobre lo que le había pasado a su marido. Yo perdí al mío, John, hace dos años. Es un dolor que nunca llega a desaparecer. Quería expresarle mis condolencias.

Un dolor que nunca llega a desaparecer. Sí, lo había descrito muy bien.

– Gracias. Por favor, permítame expresarle lo mismo por su pérdida.

Ella asintió en señal de agradecimiento.

– ¿Dijo usted que conocía a Ethan desde hace años…?

Su voz se fue apagando, dejando claro que esperaba más información, y Cassandra no vio ninguna razón para negársela.

– Trabajó en las caballerizas de mi familia en Land’s End.

– ¿Se refiere a Gateshead Manor?

– Sí. ¿Él lo ha mencionado?

– Dijo que había trabajado allí. Que había crecido allí en realidad.

– Sí. Sólo tenía seis años cuando contrataron a su padre como jefe de las caballerizas. Vivían allí mismo, encima de las cuadras.

– Ethan tiene un don con los caballos.

Cassandra no pudo menos que sonreír.

– Siempre lo ha tenido, desde pequeño. Su padre poseía el mismo don.

La señora Tildon asintió de nuevo sin apartar en ningún momento la mirada de Cassandra.

– Ethan es un buen hombre.

Algo en el tono de la señora Tildon, en la intensidad de su expresión hizo que Cassandra se quedara muy quieta. Aunque no hubiera añadido las palabras “mi hombre”, éstas parecieron quedar flotando entre ellas. Y Cassandra comprendió que la mujer estaba haciendo algo más que una simple observación. De una manera muy sutil -o quizás no tan sutil- lo estaba marcando como suyo.

Cassandra no estaba segura de qué parte de su conducta le había dado a la señora Tildon la impresión de que era necesaria esa reclamación, pero no tenía la menor intención de repetir el error.

Levantando la barbilla de la misma forma que lo habían hecho generaciones de Westmore, miró a la mujer directamente a los ojos y dijo:

– Un buen hombre, en efecto. Buenas tardes, señora Tildon -se dio la vuelta y salió de la posada ignorando la mirada que sentía clavada en la espalda.

Pero no pudo ignorar la tensión que le retorcía el estómago. ¿Había dicho o hecho algo que hicieran surgir los sentimientos claramente posesivos de la señora Tildon hacia Ethan? ¿O era sólo que la mujer sentía la necesidad de advertir a cada mujer que visitaba Blue Seas? ¿Había algo entre ella y Ethan, o la señora Tildon era sólo una amiga preocupada? O quizá ella había confundido el tono de la mujer y había interpretado mal sus palabras.

Cubrió la corta distancia hasta las cuadras y entró por la doble puerta abierta. Parpadeó varias veces para aclimatar los ojos a la penumbra del interior. El aire dentro era fresco y con aroma a heno fresco, cuero y el olor de los caballos. Las motas de polvo bailaban en los haces de luz del sol que se filtraban entre las sombras.

Las cuadras eran espaciosas y estaban escrupulosamente limpias. Y no es que esperase otra cosa de Ethan. Siempre había estado orgulloso de su trabajo, y ella nunca había conocido a un hombre con mayor afinidad con los caballos. Era bien cierto que él amaba a todos los animales.

Como si le hubiera invocado pensando en él, Ethan apareció por una puerta que había a un lado, que ella supuso que conducía al cuarto de los arreos. Un enorme perro negro iba a su lado. Al verla, Ethan se detuvo, pero el perro continuó hacia ella, agitando la cola y con la lengua colgando.

Se obligó a apartar los ojos de Ethan, que la miraba con una intensidad inquietante, y observó al perro. Vio que la punta de la cola del animal era blanca y abrió mucho los ojos al reconocerlo.

Poniéndose en cuclillas, le rascó detrás de las orejas, luego alzó la vista hacia Ethan que todavía no se había movido.

– Es… ¿puede ser que sea C.C?

El perro, que obviamente conocía su nombre, contestó emitiendo un profundo ladrido, luego corrió en círculo persiguiéndose la cola, su broma favorita, que le había ganado el nombre de Cazador de Colas.

La risa surgió de ella por las travesuras del perro, sorprendiéndola, y comprendió que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había reído, desde que había tenido una razón para reír. Después de haber capturado con éxito la punta blanca de la cola con los dientes, C.C. liberó el ofensivo trozo de pelo blanco, luego se puso de espaldas, presentando el vientre para que se lo rascara -su segunda broma favorita.

– Oh, eras apenas un cachorrito la última vez que te vi -dijo Cassandra con una sonrisita, rascando la el grueso pelaje del perro que se retorcía de placer-. Que muchacho tan grande y tan guapo eres ahora.

Oyó el ruido de las botas de Ethan sobre el suelo de madera, y segundos más tarde estaba a su lado. El fresco aroma del jabón llegó hasta ella y alzó la mirada, deteniéndose en unas usadas botas negras -debían de ser sus favoritas-, y en unos pantalones de montar beige muy limpios que abrazaban unas piernas largas y poderosas de una manera de lo más perturbadora. Se obligó a seguir subiendo la mirada hacia una camisa blanquísima, abierta en el cuello y con las mangas arremangadas que revelaban unos antebrazos fuertes y bronceados cubiertos de vello oscuro.

Luego se perdió en unos ojos negros que la tenían clavada en el sitio con una expresión inescrutable. Ojos insondables que eran tan familiares como desconocidos. Desde ese ángulo le pareció imposiblemente alto. Y ridículamente masculino.

El calor la recorrió, y estaba a punto de levantarse cuando de repente él se puso en cuclillas. El alivio que sintió al no verle cerniéndose sobre ella quedó mitigado por la inquietante sensación de que él estaba tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su enorme cuerpo. La cara, a menos de cincuenta centímetros de la suya, permanecía en sombras, la cicatriz era apenas visible.

Después de varios segundos mirándose el uno al otro, dejó de mover los dedos por el cálido pelaje de C.C. Era como si todo el aire del recinto hubiera desaparecido. Intentó pensar en algo que decir, cualquier cosa, pero al parecer se había olvidado de cómo hablar. Cómo respirar.

– Está visto que C.C. la recuerda -dijo él por fin.

Ella tuvo que carraspear para encontrar la voz.

– Lo dudo -contestó ella, contenta de no sonar tan jadeante como se sentía-. Apostaría a que se pone de espaldas ante cualquiera que dé la impresión de que está dispuesto a mimarle.

– Es obvio que usted también le recuerda -indicó él con sequedad. Desvió la mirada hacia el perro y acarició el robusto costado del animal-. ¿Recuerdas a Cassie, muchacho? Es la dueña del pañuelo que robaste. La que tiraste al lago.

Cassie. El nombre hizo eco en su mente, abrumándola con los recuerdos. Y con el alivio de que Ethan también recordara aquellos tiempos, algo que hizo que pareciera menos adusto.

– C.C. no me tiró al lago. Yo tenía la intención de meterme en el agua -le informó, adoptando un tono burlón y arrogante.

– ¿Con los zapatos puestos? No lo creo. Según recuerdo, él agarró el dobladillo de tu vestido con los dientes y te tiró al agua.

– Hmmm. Sin duda porque tú estabas sentado en el bote de remos en medio del lago gritando, “¡Vamos, muchacho! ¡Tráela aquí!”

Él la recorrió con la mirada, y por un instante fue el joven travieso que recordaba.