– Pues a la horca contigo.
– Primero tendrás que atraparme.
– Eso será pan comido. Vas vestida de chica -Hizo un gesto desdeñoso con los ojos señalándole la ropa.
Ella soltó una carcajada.
– Vencida por mis propios argumentos.
Sus hermosos ojos brillaban divertidos y el corazón se le disparó inundado de placer por el mero hecho de estar cerca de ella. Diez años desaparecieron y Ethan volvía a tener veinte años, cuando disfrutaba simplemente por estar en compañía de la muchacha que amaba.
Respiró hondo y percibió un sutil aroma de rosas. Y apenas pudo reprimir un gemido. No importaba en que sucia aventura se metieran, que podía implicar barro o arena, o el mar o el agua del lago, ella siempre olía como si acabara de pasear por un jardín de flores.
Malditos infiernos, ¿cuántas veces en las últimas horas de las noches de verano había estado sentado en la rosaleda de Gateshead Manor, con los ojos cerrados, aspirando el perfume que hasta hoy mismo le recordaba a ella? Tejiendo sueños inútiles, imaginando fantasías donde un mozo de cuadra se convertía en príncipe por arte de magia para cortejar a la hija de un vizconde.
La risa fue desapareciendo poco a poco de los ojos de Cassandra que recorrieron su rostro para detenerse en la cicatriz, un recordatorio contundente de lo que había logrado olvidar por un momento, que su aspecto era muy diferente ahora. Y no para mejor.
Ella extendió la mano y con las puntas de los dedos recorrió la piel devastada. Y todos y cada uno de los músculos de él se tensaron, preparándose para soportar la compasión que sabía que vería en sus ojos.
– ¿Te duele? -preguntó ella con suavidad.
No confiando en su voz, negó con la cabeza.
– Debes de haber sufrido mucho -Le miró a los ojos-. Lo siento tanto, Ethan.
Yo también. Por tantas cosas…
Incapaz de hablar, se quedó allí quieto mientras los dedos de Cassandra continuaban acariciándole suavemente la mejilla. Tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no girar la cara y besarle la palma de la mano. Para no abrazarla y besarla hasta que ya no pudiera pensar. No era capaz de recordar todos los motivos por los que no debería hacerlo.
– ¿Cómo pasó?
– Me hirieron -dijo él en tono brusco. Se alejó de ella y empezó a caminar a lo largo de la orilla. Cassandra le alcanzó y caminó a su lado con C.C. correteando entre ellos. Intentando que no hiciera más preguntas sobre su cara dijo:
– Tengo otras.
– ¿Otras qué?
– Cicatrices.
– ¿Cómo te las hiciste?
Aunque prefería no tener esta conversación, ella le había dicho que quería saber que había sido de su vida, así que sería mejor que se lo contara y acabar con el tema.
– Después de irme de Gateshead Manor, ingresé en el ejército. Me hirieron en Waterloo. En un incendio.
Los recuerdos que había cerrado bajo llave le asaltaron. Los gritos de los hombres y los caballos. Las armas disparando. El fuego, hombres atrapados. El intento de rescatar a uno… pero las llamas quemaban demasiado, el humo era demasiado denso. El abrigo prendiéndose fuego. El dolor terrible, el calor abrasador.
La miró y vio que le observaba con una combinación de espanto y compasión.
– Dios santo, qué horror -Se quedó callada unos instantes y luego dijo-: Nunca mencionaste que quisieras ingresar en el ejército.
Porque nunca había querido. Cuando dejó Gateshead Manor le daba igual vivir que morir, así que decidió que bien podía morir haciendo algo útil, y el ejército le pareció el modo más rápido de conseguirlo. Y por Dios que había llevado a cabo los actos más temerarios que se le ocurrieron para que le mataran y se ofreció voluntario para todas la misiones peligrosas, pero en vez de morir, había sobrevivido y había recibido malditas medallas y alabanzas.
– Llegué a la conclusión que alguien tenía que poner a ese bastardo de Napoleón en su lugar.
– Y lo lograsteis
– Al final. Pero el precio fue… -Hizo un gesto de pesar con la cabeza y apartó los recuerdos que le asaltaban-. Muchos buenos hombres murieron. Demasiados.
– Doy gracias de que tú no fueras uno de ellos.
– Yo no -Las palabras se le escaparon antes de poder detenerlas. E igual que siempre, terminó confiándole cosas que nunca había compartido con nadie más-. Estaba exhausto, cansado hasta la médula, entre eso y el dolor de mis heridas, recé más de una vez para quedarme dormido y no despertar.
Un largo silencio siguió a estas palabras. Ella lo rompió preguntando:
– ¿Como lograste seguir?
Ethan dudó en decirle la verdad, luego se encogió de hombros. No había ninguna razón para no decírselo, Cassie se iría a la mañana siguiente. Sí, llevándose con ella otro pedazo de tu alma, se burló una vocecita en su cabeza.
– Pensé en ti. En todas las veces en que me convenciste de que podía hacer las cosas que yo estaba seguro de que no podría. Como cuando me enseñaste a sumar. Y a bailar el vals. Y a coser un botón en el abrigo. Y a aprenderme el nombre de todas las flores del jardín.
Él se detuvo para coger una piedrecita y lanzarla al agua, luego continuó:
– Recuerdo lo que dijiste, lo que hiciste, cuándo murió mi padre. Cómo cogiste mi mano diciéndome, “No estás solo, Ethan. Tu padre siempre vivirá en tu corazón. Y siempre seré tu amiga. Y tanto él como yo sabemos que eres el mejor de los hombres” -La miró. Ella le miraba con los ojos muy abiertos-. Esas palabras me han ayudado en algunas ocasiones muy duras a lo largo de estos años.
– Yo… me alegro. Y estoy sorprendida. Y me conmueve que las recuerdes.
– Lo recuerdo todo, Cassie -Cada roce. Cada sonrisa, Cada lágrima. Cada desengaño.
La mirada de ella no vaciló.
– Yo también.
Se obligó a apartar los ojos y se concentró en la arena que había delante de ellos. Caminaron en silencio durante varios minutos, sin detenerse hasta que Cassandra vio una concha que le gustó.
– ¿Cómo llegaste a ser propietario de la posada Blue Seas? -preguntó después de quitar la arena del tesoro color rosa pálido.
– Cuando estuve en el ejército, le eché una mano a un amigo, otro soldado. En su testamento me dejó un poco de dinero y lo usé para comprar la posada. El edificio necesitaba algunas reparaciones, y cuando las hice, puse en marcha el negocio. Las cosas fueron bien, así que hace dos años añadí las caballerizas.
– ¿Cómo ayudaste a tu amigo?
Otra imagen, de una batalla anterior, pasó como un relámpago por su mente.
– Billy, se llamaba Billy Styles. Quedó atrapado bajo su caballo que estaba herido. Le saqué -Y luego usó la última bala de plomo para acabar con el sufrimiento del animal. Y no se dio cuenta que las lágrimas le surcaban el rostro hasta que Billy se lo señaló.
– Le salvaste la vida.
– Era un buen hombre. Tenía la pierna rota. Fue una mala fractura que le obligó a dejar el ejército. Volvió a su casa en Londres, pero murió dos años más tarde de unas fiebres, más o menos en la misma época en que me hirieron. Un abogado me localizó y me dijo lo del dinero. Después de curarme, empecé a buscar un lugar en el que pudiera sentirme en casa.
– Y encontraste la Posada Blue Seas.
– Sí. Y ahora te toca a ti -Haciendo todo lo posible para borrar cualquier huella de amargura en su voz, dijo-: Háblame de tu maravillosa vida como condesa de Westmore.
Pasaron varios segundos interminables. Luego ella dijo muy quedo.
– Si lo que deseas oír es algo maravilloso, me temo que no tengo nada que decir.
Capítulo 5
Cassandra miró a Ethan y vio como el desconcierto nublaba sus ojos oscuros al tiempo que fruncía el ceño.
– ¿Me estás diciendo que no has sido feliz? -Preguntó lentamente con la voz llena de confusión e incredulidad.
Ella apartó los ojos y miró al frente.