Como siempre, Aurelia no podía seguir la línea argumental. Sabía que lo había estropeado todo, siempre lo hacía. Hiciera lo que hiciera, siempre era una decepción constante. Igual que su padre, que las había abandonado.
Aurelia no sabía si su madre había sido también una víctima profesional antes de que él se marchara, pero sin duda después de aquello sí que había sido única a la hora de compadecerse de sí misma.
– Mírate -siguió su madre, señalando su larga melena-. Estás hecha un desastre. ¿Crees que así encontrarás un hombre? Ni siquiera te miran. Estamos en Fool’s Gold, no hay muchos hombres. Aquí hay que esforzarse más para conseguir uno.
Unas duras palabras que, por otro lado, eran ciertas. Se movía por el mundo metida en una burbuja. Hacía su trabajo, salía a almorzar con sus compañeras y era invisible para todos los hombres, incluso para el presidente de la compañía. Llevaba casi dos años trabajando para esa empresa y a él aún le costaba recordar su nombre.
– Quiero nietos -dijo su madre-. Pido muy poco, pero ¿me lo das?
– Lo intento, mamá.
– No lo suficiente. Te pasas todo el día con ejecutivos, así que sonríeles, flirtea con ellos. ¿Acaso sabes cómo hacerlo? Viste mejor y podrías perder un poco de peso. No te llevé a la universidad para que te pasaras sola el resto de tu vida.
Aurelia cerró el lavavajillas y secó la encimera. Técnicamente, su madre no le había pagado la universidad. Ella había recibido unas cuantas becas y había trabajado para pagar el resto. Sin embargo, había vivido en casa durante ese tiempo y eso había supuesto una gran ayuda, de modo que su madre tenía razón: debería estarle más agradecida.
– Pronto cumplirás los treinta -siguió diciendo su madre-. Treinta. Ya eres muy mayor. Cuando yo tenía tu edad, tú tenías cinco años y hacía cuatro que tu padre se había ido. ¿Tuve tiempo para ser joven? No. Tenía responsabilidades. Tenía dos trabajos. ¿Y me quejaba? Jamás. No te faltó nada.
– Fuiste muy buena conmigo, mamá. Y lo sigues siendo.
– Claro que lo soy. Soy tu madre. Tienes que cuidar de mí.
Y eso había pasado hacía unos años. Aurelia acababa de graduarse, había conseguido su primer trabajo y se había mudado. Un año después, aproximadamente, su madre le había dicho que andaba mal de dinero y que necesitaba ayuda. Unos cuantos dólares por aquí y por allá y había terminado manteniendo a su madre.
Aunque tenía un buen sueldo como contable, pagar dos alquileres, además de comida, luz y demás servicios, no le dejaba mucho de sobra.
Otros padres se enorgullecían del éxito de sus hijos, pero no su madre. Se quejaba y decía que Aurelia no se ocupaba de ella. En esa casa haber sido una niña pequeña era como una deuda eterna que iba aumentando con el tiempo.
Aurelia miró por la ventana y, en lugar de un jardín cuidado, vio cuentas bancarias en números rojos.
No tenía que haber sido así, pensó con tristeza. Siempre había soñado con encontrar a alguien especial y enamorarse. Solo quería ser feliz sin tener la sensación de tener que pagar a cambio.
Una fantasía imposible, se recordó. Era una contable que adoraba su trabajo; no salía a ningún sitio y si algún hombre le hablaba alguna vez, nunca sabía qué decir.
– Si te eligen para ese programa -le advirtió su madre-, no me avergüences diciendo o cometiendo alguna estupidez. Compórtate lo mejor posible.
– Lo intentaré.
– ¿Intentarlo? -su madre, una mujer bajita con mirada penetrante, alzó los brazos al aire-. ¡Tú siempre intentas y nunca haces nada! Intentas y fracasas.
No era exactamente una charla para hacerla sentir mejor, pensó Aurelia mientras salía de la cocina en dirección al pequeño salón. Ella no había querido presentarse a los castings para el programa que se grabaría en el pueblo, pero su madre había estado molestándola e insistiendo hasta que había aceptado. Ahora solo podía esperar que no la seleccionaran.
Incluso había intentado librarse diciendo que tenía que trabajar, pero cuando se lo había comentado a su jefe, ésa había sido una de las pocas veces que el hombre había mostrado interés por ella. Le había dicho que podía tomarse el tiempo que quisiera durante el día siempre que hiciera su trabajo después.
– Tengo que irme a casa -dijo-. Nos vemos dentro de unos días.
– Tu propio piso -dijo su madre con un resoplido-. ¡Qué egoísta! Deberías volver aquí. Piensa en el dinero que te ahorrarías. Pero no. Tú siempre has pensado en tu propio beneficio mientras que yo no tengo nada.
Aurelia pensó en señalar el cheque que había dejado sobre la mesa, el mismo que cubriría el alquiler y los demás gastos mensuales. Su madre seguía trabajando y cobrando lo que siempre había cobrado, así que, ¿dónde acababa ese dinero? Tal vez en cosas como el coche nuevo que había en el garaje y la ropa que tanto le gustaba.
Sacudió la cabeza. De nada serviría discutir. Después de todo, una vez que le daba el dinero a su madre, no era asunto suyo cómo lo gastara. Los obsequios tenían que darse así, libremente.
Aunque los cheques nunca parecían un obsequio, sino más bien un deber.
Agarró su bolso, le dijo adiós a su madre y salió al pequeño porche. Su piso se encontraba a pocas calles y había ido caminando.
– Hasta pronto -gritó.
– Deberías volver aquí -gritó su madre.
Aurelia siguió caminando. Tal vez no era capaz de enfrentarse a su madre, pero sí que estaba decidida a no volver a vivir con ella nunca más. No le importaba si tenía que tener cinco trabajos o vender su sangre. Mudarse con ella acabaría con su vida.
Mientras caminaba por la calle flanqueada por árboles se preguntó qué había hecho mal. ¿Cuándo había decidido que estaba bien que su madre la tratara tan mal y cómo podría enfrentarse a ella sin dejar que la culpabilidad se metiera por medio?
Finn nunca había estado en un plato de grabación, así que no podía decir cómo funcionaban las cosas allí, pero por lo que veía, lo más importante era la iluminación.
Hasta el momento los empleados habían pasado casi una hora ajustando los focos y unos grandes reflectores instalados en el plato construido en un extremo del pueblo. Hileras de sillas se habían colocado para el público que se esperaba y estaban haciendo pruebas de micrófonos y de la música enlatada, pero eran las luces lo que parecía tener a todo el mundo histérico.
Se mantuvo a un lado, observándolo todo desde una esquina. Nada de aquello le interesaba. Preferiría estar en South Salmon, preparándose para transportar cargamentos al norte del Círculo Ártico, pero, por desgracia, volver a su vida normal no era una opción; no hasta que pudiera llevarse a sus hermanos con él.
Unas cuantas personas se acercaron al escenario. Le pareció reconocer al hombre alto vestido con un traje y ligeramente maquillado. El presentador, pensó Finn mientras se preguntaba qué tendría de atrayente trabajar en televisión. Claro que pagarían muy bien, pero al fin y al cabo, ¿qué te daba?
El presentador y Geoff tuvieron una larga conversación mientras sacudían mucho los brazos, y unos minutos después, todos los futuros participantes subieron al escenario. La cortina tenía un logotipo de la cadena de televisión, aunque a Finn no le resultaba familiar. Rara vez veía la televisión.
Vio a varias personas que pasaban de los cuarenta, a muchos veinteañeros guapos, a algunos tipos corrientes que parecían estar fuera de lugar allí y a los gemelos.
Habría subido corriendo al escenario, y agarrado a cada uno de un brazo para ponerse rumbo al aeropuerto, pero dos cosas lo detuvieron. Primero, el hecho de que no podría forcejear con los dos a la vez. Eran tan altos como él y aunque él tenía más músculos y más experiencia, sus hermanos le importaban demasiado como para hacerles daño. Segundo, tenía la sensación de que alguien de la productora llamaría a la policía y todo se vendría abajo.