– Bueno, yo… -se detuvo, no sabía qué decir.
Finn sacudió la cabeza.
– Está claro que no tengo práctica. Estaba invitándote a cenar, Dakota.
– Oh -ahora fue ella la que sonrió-. Me gustaría -y entonces, antes de poder evitarlo, añadió-: ¿Y si cocino yo? Quiero decir, podrías venir a mi casa. No es que sea una cocinera gourmet ni nada parecido, pero conozco unas cuantas buenas recetas.
– Me parece perfecto. Tan solo dime cuándo y allí estaré.
– ¿Qué te parece mañana?
– A mí me va bien.
Fijaron una hora y ella le dio la dirección. Cuando se marchó, Dakota se vio sonriendo un poco más al levantar el teléfono para llamar a otro hotel de San Diego.
Aurelia estaba frente a la mesa de Geoff haciendo todo lo posible por parecer más segura de sí misma que aterrada. A pesar de sus vaqueros y de su camiseta desgastada, ese productor de Hollywood la intimidaba. Y no era de extrañar: la mayoría de la gente la intimidaba. El único lugar en el que se sentía segura era en el trabajo, en su despacho, con su ordenador y sus cuentas. Fuera de allí, solo le faltaba pedir disculpas por respirar.
– Ha habido un error -dijo obligándose a mirarlo a los ojos-. Agradezco que me hayáis elegido para el programa, no me lo esperaba, pero…
¿Cómo decirlo? ¿Cómo explicar la verdad sin confesar sus más profundos y oscuros secretos?
– No soy una devora jóvenes -dijo hablando muy deprisa y sonrojándose-. Y no soy un imán para los hombres -¡qué comentario tan ridículo!
El productor levantó la mirada de su portátil y frunció el ceño, como si no se hubiera dado cuenta de que estaba allí.
– ¿Quién eres?
– Aurelia. Soy la pareja de Stephen, uno de los gemelos. Tienen veintiún años. Puede que sea un error, o tal vez podamos hacer algún cambio. ¿Y si me pusierais con alguien más mayor? ¿Qué tal un viudo con un hijo? Eso me iría mejor.
Geoff volvió a centrar su atención en el portátil.
– Eso no va a pasar. Necesitamos audiencia. No hay audiencia con un viudo con un hijo. Ahora lo que se llevan son las mujeres mayores que salen con jovencitos. Será divertido.
Normalmente, ella aceptaba las circunstancias sin más, pero en esa ocasión no podía hacerlo. En esa ocasión tenía que luchar.
Se puso recta y miró al hombre que tenía su destino en sus manos.
– No -le dijo con firmeza-. No soy una de esas mujeres. Mírame -y cuando él no levantó la mirada del ordenador, le gritó-: ¡Mírame!
A regañadientes, Geoff apartó la mirada de la pantalla.
– No tengo tiempo para esto.
– Pues tendrás que sacarlo de algún lado -le contestó Aurelia-. Solo estoy en el programa porque mi madre insistió. Hace que mi vida sea un infierno y tú no vas a hacerlo también. Está claro que quiero conocer a alguien, que quiero casarme y tener hijos. Quiero una vida normal, pero nunca la tendré con ella hundiéndome. Pensé que si hacía esto, tal vez podría tener un descanso.
Sintió cómo le ardían los ojos por las lágrimas e hizo lo que pudo por reprimirlas.
– Y mira lo que ha pasado. ¡Me habéis emparejado con un crío!
Cuando terminó, se esperaba que Geoff le dijera que se largara, pero él se recostó en su silla, se colocó las manos detrás de la cabeza y la observó.
Sintió su lenta mirada deslizándose por su melena castaña y bajar hasta sus rodillas.
Había ido directa del trabajo y por eso llevaba uno de sus conservadores trajes azules. Eran como un uniforme. Tenía cinco, junto con dos trajes negros y uno gris para los días de excesivo calor.
Junto a ellos en su armario tenía toda una variedad de camisas y, debajo, varios pares de zapatos de tacón bajo. El suyo no era el armario de una devora jóvenes.
– Tienes razón, no eres una de esas mujeres. Pero el sexo vende y a los telespectadores les gusta ver a una mujer al acecho.
– No cuando esa mujer soy yo. Yo nunca he ido al acecho de ningún hombre.
– Nunca se sabe. La gente podría sentir lástima por ti.
¡Qué bien! Votos por pena.
– No puedo hacerlo.
Geoff sacudió la cabeza.
– Odio tener que ser un fastidio, Aurelia, pero o estás con Stephen o estás fuera.
Aunque esas palabras no fueron una sorpresa, había estado esperando un milagro.
– Tengo que hacer esto -dijo con empeño. A los concursantes se les pagaba veinte mil dólares. No era una cantidad enorme, pero sí suficiente, y si la añadía a la pequeña cantidad que había logrado ahorrar, por fin podría comprarse un piso. Tendría su propia casa.
El sueño era aún mejor con un marido y un hijo, pero ahora mismo estaba dispuesta a conformarse con eso.
– Pues hazlo -le dijo él-. Si tienes que salir en el programa para que tu madre te deje tranquila, tienes que correr el riesgo. ¿Qué es lo peor que te podría pasar?
Las humillantes posibilidades eran infinitas, pero ésa no era la cuestión. Geoff tenía razón. Si creía que el programa era su válvula de escape, entonces tenía que estar dispuesta a hacerlo.
– Stephen no es un mal tipo -añadió Geoff.
– ¿Me puedes poner eso por escrito?
Él se rio.
– En absoluto. Y ahora, márchate.
Aurelia se sintió un poco mejor al salir del despacho de Geoff. Podía hacerlo, se dijo. Podía ser fuerte, e incluso podía fingir ser una…
En ese mismo momento se topó contra alguien alto y fuerte.
– Oh, lo siento -dijo y se vio frente a los ojos azules de Stephen Andersson.
Solo lo había visto otra vez y en aquellos minutos apenas lo había mirado porque solo había podido pensar en la humillación que estaba sufriendo, en el hecho de que ése era el último hombre con el que se había imaginado salir.
– ¿De verdad crees que va a ser tan malo? -le preguntó él-. ¿Estar conmigo?
La pregunta era horrible, pero más aún lo era saber que él había oído parte de la conversación que había tenido con Geoff. Sintió cómo se sonrojaba.
– No es por ti. Es por mí. Seguro que eres un buen chico.
– No digas «buen chico». No hace más que empeorar las cosas.
– De acuerdo. Seguro que no eres un buen chico. ¿Mejor así?
La sorprendió al sonreír. Fue una sonrisa natural y afable; una que hizo que se le olvidara respirar.
– No mucho -la agarró del codo y la llevó a una sala de reuniones vacía-. Bueno, ¿qué pasa? ¿Por qué no quieres estar en el programa conmigo?
Era difícil pensar cuando él estaba agarrándola así. En su mundo, los hombres no la tocaban. Apenas sabían que estaba viva.
Estaba demasiado cerca. ¿Cómo podía pensar cuando él le estaba arrebatando el aire?
– Mírate. Eres un chico guapísimo. Podrías tener a cualquiera. Jamás te interesaría nadie como yo. Incluso obviando la diferencia de edad, no soy tu tipo. ¿Sabes a qué me dedico? Soy contable. Busca la palabra «aburrida» en el diccionario, y verás mi foto al lado.
Sabiendo que si seguía hablando se adentraría en un hoyo más profundo, Aurelia se soltó y dio un paso atrás.
Pero Stephen parecía estar divirtiéndose. Sus ojos lo reflejaban y también su sonrisa.
– Es una lista bastante larga. ¿Por dónde empiezo?
– No -dijo ella con un suspiro-. Sé que es culpa mía. Jamás debería haberme apuntado como concursante. Lo cierto es que no quería, pero… Aun corriendo el riesgo de que suene como un cliché, mi madre me obligó. Pensé que si… encontraba a alguien… me sería más fácil enfrentarme a ella -resopló-. Todo esto me hace parecer patética.
– Ey, lo entiendo. Sé lo que es que alguien de tu familia piense que puede dirigir tu vida. No querer hacer lo que ellos dicen no significa que no los quieras.