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– Es él. No me avergüences.

Montana le soltó el brazo.

– ¿Cuándo he hecho yo eso?

– No tenemos tiempo suficiente para que empiece a hacer la lista.

Su hermana empezó a decir algo, pero por suerte se calló antes de que Finn estuviera lo suficientemente cerca.

– ¿De quién ha sido la idea? -preguntó él-. Hace demasiado frío para que estén en el lago. ¿Quién planea estas cosas?

Dakota hizo lo que pudo por no sonreír.

– Finn, te presento a mi hermana Montana. Montana, él es Finn. Sus dos hermanos están en el programa.

Finn las miró a las dos.

– Lo siento, estaba distraído. Encantado de conocerte -le dijo a Montana y le estrechó la mano.

– Lo mismo digo. No parece que lo estés pasando bien.

– ¿Tan obvio es? Bueno, qué más da. No creo que quiera que respondas -las miró de nuevo-. Sois idénticas, ¿verdad? Mis hermanos son gemelos idénticos y siempre han dicho que tienen una relación que yo no puedo entender. ¿Es verdad?

– Lo siento -contestó Montana-, pero sí. Es algo extraño ser idéntico a otra persona. Siempre sabes qué está pensando y no me puedo imaginar la vida de otro modo.

– Imaginaba que dirías eso. Dakota me dijo lo mismo.

– ¿Pero no querías creerme? -preguntó Dakota, no segura de sí debería enfadarse o no.

Finn la miró.

– Te creí, pero quería que estuvieras equivocada.

– Por lo menos es sincero -dijo Montana-. El último hombre sincero del mundo.

– No digas eso. No podría soportar tanta presión -miró a Dakota-. He oído que mañana vamos a Las Vegas.

– ¿Has estado allí alguna vez? -no le parecía que fuera una ciudad que pudiera gustarle a Finn.

– No. No me va, aunque seguro que a Stephen le encantará -suspiró-. ¡Maldito programa!

– Todo se solucionará -le dijo.

– ¿Puedes decirme cuándo para poder estar deseando que llegue ese momento?

– Ojalá lo supiera.

Se giró hacia Montana.

– Ha sido un placer conocerte.

– Lo mismo digo.

Finn se despidió y se marchó.

Dakota lo vio alejarse. Le gustaba cómo se movía y esa sencilla seguridad en sí mismo que tenía. Y aunque se sentía mal porque estuviera tan preocupado por sus hermanos, había una parte de ella que estaba deseando estar con él en Las Vegas. Había estado allí con sus amigas un par de veces y había sido divertido, así que podía imaginarse cómo sería esa ciudad con un hombre como Finn.

– Interesante -dijo Montana-. Muy, muy interesante. ¿Qué tal el sexo?

Dakota casi se atragantó.

– ¿Cómo dices? ¿Qué clase de pregunta es ésa?

– Una muy obvia. No intentes fingir que no ha pasado nada. Te conozco. Finn y tú os habéis acostado. No voy a preguntarte por los detalles, solo quiero saber cómo estuvo.

– Yo… eh… -Dakota tragó saliva. Sabía muy bien que no debía fingir para librarse de decir la verdad, no con una de sus hermanas.

– Bien. Sí, he estado con Finn. Fue genial -sonrió-. Mejor que genial.

– ¿Vas a repetirlo? -preguntó Montana.

– La posibilidad está sobre la mesa. Me gustaría.

Montana la observó.

– ¿Va en serio?

– No. Por muy tentada que me viera, no puede ser. Finn no va a quedarse aquí, prácticamente vive en otro planeta y mi vida está aquí. Además, ninguno de los dos está buscando nada importante ni duradero. Así que estaremos bien.

– Espero que tengas razón, porque a veces cuando las cosas van muy bien encontramos lo único que fingimos no estar buscando.

– ¿Qué quieres decir con que la mercancía ha llegado antes? ¿Trescientas ochenta cajas? ¿Estás diciéndome que hay trescientas ochenta cajas en nuestro almacén? -preguntó Finn.

– No son cajas -contestó su socio-. Son cajones de madera. ¡Malditos cajones de madera! ¿Qué va a construir? ¿Un arca?

Eso no podía estar pasando, pensó Finn. No podía ser. Ahora no. No, mientras estuviera allí.

Uno de sus mayores clientes había decidido construir un barco a mano. Lo había encargado de Dios sabía dónde y había hecho que le enviaran las piezas a South Salmon. Ahora tenían que llevarlos hasta su propiedad, a quinientos kilómetros al norte.

Cuando Finn se había enterado, había pensado que se trataría de una docena de cajas como mucho, pero al parecer, se había equivocado.

– El peso está anotado en el lateral de cada cajón -dijo Bill-. Estamos hablando de entre tres y cuatro cajones por viaje, en el mejor de los casos. ¿Quieres echar las cuentas?

Finn maldijo. ¿Cien viajes?

– No es posible. Tenemos más clientes.

– Está dispuesto a pagar. Finn, no podemos perder a este tipo. Hace que salgamos adelante durante el invierno.

Su socio tenía razón. La mayor parte de su trabajo llegaba entre abril y octubre, pero ¿cien viajes?

– Ya he corrido la voz y tenemos los aviones, pero lo que necesitamos son pilotos. Tienes que volver.

Finn miró el avión de Aerolíneas Suroeste; los pasajeros ya estaban embarcando. Stephen y la devora jóvenes iban a Las Vegas y él tenía que estar allí para asegurarse de que todo iba bien. No confiaba en esa mujer, ni en Geoff ni en nadie relacionado con el programa… a excepción de Dakota. Igual que él, ella solo hacía lo que tenía que hacer.

– No puedo. Sasha y Stephen me necesitan.

– Tonterías. Tienen veintiún años. Estarán bien solos. Tú tienes que estar aquí, Finn. Vuelve.

Había sido responsable de sus hermanos desde hacía ocho años y ahora no podía abandonarlos sin más.

– ¿A quién has llamado? ¿Has probado con Spencer? Es un buen piloto y suele estar disponible en esta época del año.

Hubo un largo silencio antes de que Bill volviera a hablar.

– Bueno, ¿ésa es tu respuesta? ¿Que contrate a otro?

Finn dio la espalda al resto de pasajeros y bajó la voz.

– ¿Cuántas veces has necesitado que te cubra? Antes de casarte, ¿cuántas veces tenías una cita ardiente en Anchorage o querías ir detrás de turistas solitarias en Juneau? Siempre accedí a todo lo que me pediste. Ahora yo estoy pidiéndote que me des un respiro. Volveré cuando pueda y, hasta entonces, tú tendrás que ocuparte.

– De acuerdo -respondió Bill enfadado-. Pero será mejor que vuelvas pronto o habrá problemas.

– Lo haré -contestó Finn preguntándose si estaría diciendo la verdad.

Cerró el teléfono y se lo metió en el bolsillo antes de unirse a la fila de pasajeros que esperaban a embarcar. La culpa batallaba con la furia en su interior. Y para empeorar las cosas, iba a viajar en un vuelo comercial. Odiaba volar cuando él no estaba al mando, pero en aquella ocasión, los billetes a Las Vegas habían sido más baratos que alquilar un avión y Geoff estaba intentando ahorrar dinero.

Finn subió al avión y metió su bolsa en el primer compartimento superior.

– Señor, tal vez quiera llevarla con usted -dijo la azafata-. Así estará más cerca de su asiento.

– De acuerdo -farfulló Finn.

Agarró la bolsa y siguió avanzando por el pasillo. Cuando vio a Dakota con un asiento vacío a su lado, se detuvo. Seguro que ahí ya no quedaba sitio para su bolsa. Maldiciendo, pasó por encima de los pies de Dakota, ocupó el asiento central y metió la bolsa en el hueco donde deberían ir sus pies.

– Dime que no es un vuelo de cinco horas -gruñó.

– Esta mañana no estás muy contento, ¿no? ¿Por qué estás tan gruñón?

Él se recostó en su asiento y cerró los ojos.

– ¿«Gruñón» es el término técnico? ¿Estás preguntándomelo como psicóloga?

– ¿Quieres que lo haga?

– A lo mejor podríamos saltamos la charla terapéutica y pasar directamente al tratamiento de electroshock -miles de voltios de electricidad recorriéndole el cuerpo lo pondrían todo en perspectiva, pensó.