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Nunca se le había dado bien hablar con los hombres, y mucho menos flirtear, pero Stephen se lo ponía muy fácil. Tal vez porque sabía que estaba a salvo a su lado. Era… agradable, un buen chico. Quizá no eran unos adjetivos que a él le gustaran mucho, pero para ella era suficiente.

Salieron del aeropuerto y se dirigieron hacia la Strip, la calle principal de la ciudad. Podía ver todos los hoteles alzándose al cielo, con sus distintas alturas y formas perfilándose contra las rojizas montañas. Según se acercaban, fue distinguiendo las distintas estructuras: la gran pirámide del Luxor, la Torre Eiffel delante del Hotel París y la vasta extensión que ocupaba el César Palace.

– ¿Sabes dónde nos alojamos? -preguntó ella.

– Ahí.

Stephen señaló a la derecha. Según doblaban una curva, Aurelia vio las altas torres del Hotel Venecia. La limusina se detuvo junto a la entrada cubierta y les abrieron la puerta.

Apenas fue consciente de que las cámaras estaban filmándolo todo, pero aun así no podía prestarles atención. No, cuando había tanto que ver.

Entraron en un impresionante vestíbulo con un techo pintado. Cada centímetro de aquel lugar era una belleza, desde los enormes ramos de flores hasta las columnas doradas. Incluso las alfombras.

Había gente por todas partes. Podía oír distintos idiomas a su alrededor y en el ambiente flotaba un aroma con una suave fragancia cítrica.

– Ya estáis registrados -le dijo Geoff y le dio las llaves-. Tenéis habitaciones contiguas. Si decidís hacer algo interesante, llamadnos a alguno. Querremos estar presentes.

Aurelia sintió cómo se le salieron los ojos de las órbitas. ¿Que lo llamaran? ¿Si alguno de los concursantes quería tener sexo, él quería grabarlo?

– No creo que eso vaya a pasar -murmuró ella.

Geoff suspiró.

– Yo tampoco. Aun así, si os emborracháis demasiado, puede que tengamos suerte.

Y con eso, se marchó.

Aurelia estaba en el centro del vestíbulo. La multitud se movía a su alrededor, como si ella no estuviera allí… Nada extraño… Se había pasado gran parte de su vida siendo invisible.

– ¿Preparada para ir a las habitaciones? -le preguntó Stephen-. Geoff ha dicho que ya estamos registrados.

Ella alzó su llave.

Él miró el número.

– Estamos el uno al lado del otro. Genial. Podemos enviamos mensajes cifrados por la pared.

Ella lo miró a los ojos y se dijo que era una suerte que Stephen fuera tan buen chico. ¡Habría sido insoportable vivir todo eso al lado de un cretino!

– ¿Conoces algún código? -preguntó ella.

– No, pero podríamos aprender uno. O inventarnos uno. Se te dan bien los números, ¿verdad?

Ella sonrió.

– Pensaré en ello.

Fueron hacia los ascensores y el cámara se subió a uno distinto, dejándolos a los dos solos unos minutos.

Cuando llegaron a su planta, fueron a las habitaciones. Más que una al lado de la otra, estaban una frente a la otra, pero aun así bastante cerca. Allí los esperaba otro cámara.

– ¿Con quién quieres entrar? -le preguntó ella.

Él se encogió de hombros.

– Vamos a tu habitación. Stephen, ve con ella.

¡Como si fueran a compartir habitación! Se sonrojó ante la idea y abrió la puerta.

Aurelia no había viajado mucho y rara vez se había alojado en un hotel; no obstante, sabía cómo era una habitación normal y aquélla, desde luego, no lo era.

A su derecha tenía un precioso baño hecho de mármol y cristal equipado con una ducha y una gran bañera, dos lavabos, un armario y muchos espejos. Era como el plato de una película o algo sacado de un cuento de hadas. Después del baño estaba la zona del dormitorio, con la diferencia de que era más que un dormitorio. Tenía una cama gigante con preciosas sábanas y grandes mesillas de noche. Detrás, tres escalones conducían a un salón situado en un nivel inferior. Unos ventanales que iban de suelo a techo ofrecían una vista de un barco pirata flotando frente a la Isla del Tesoro.

Dio una vuelta sobre sí misma para ver toda la habitación y miró a Stephen.

– No lo entiendo. Ésta no puede ser mi habitación. ¡Es preciosa! -se rio-. Dime que nunca tenemos que irnos.

– Si ganamos mucho dinero abajo, podremos quedarnos todo el tiempo que quieras.

Aurelia sonrió.

– Me gustaría.

Quedaron en verse en media hora y bajar al casino. Aurelia se puso los rulos y rezó por que le quedara bien el peinado. Se enfundó unos vaqueros blancos y una blusa de seda color turquesa que se había comprado de rebajas hacía un año.

Normalmente no se gastaba mucho dinero en ropa informal, casi todo su presupuesto para vestuario lo invertía en trajes para trabajar, y lo que no se gastaba iba a parar a la cuenta de ahorro de su madre. Pero la camisa era tan preciosa que no había podido resistirse.

Después de colocar sus nuevos cosméticos sobre la encimera de mármol, se aplicó cuidadosamente la hidratante y después el corrector. El fondo de maquillaje se deslizó sobre su piel con tanta suavidad como le había prometido la dependienta. En los ojos se aplicó una discreta sombra color topo y después de la máscara de pestañas, les llegó el tumo al colorete y al brillo de labios. El último paso fue quitarse los rulos y peinarse con los dedos. Se echó el pelo hacia delante y se roció laca. Después, echó la cabeza hacia atrás y comprobó el aspecto que tenía.

En un cuarto de baño lleno de espejos, no había forma de escapar a la realidad, pero en esa ocasión la realidad no fue tan mala. Se miró desde distintos ángulos.

Jamás sería una mujer impactante, pero por una vez en su vida se vio guapa. Por lo menos, se sintió guapa, y con eso le bastaba.

Apenas se había calzado cuando Stephen llamó a la puerta. Recogió su bolso y fue a recibirlo.

– Hola -le dijo.

– Hola -él se detuvo en seco antes de añadir-: ¡Vaya! Estás genial.

– Gracias.

Era consciente del cámara que Stephen tenía detrás del hombro y por un momento deseó que pudieran estar los dos solos, que una pequeña parte del tiempo que pasaban juntos fuera real. Pero no lo era. Eso no podía dejar de recordárselo.

– ¿Qué quieres hacer primero? -le preguntó Stephen-. ¿Máquinas tragaperras, blackjack o prefieres la ruleta?

– Nunca he jugado. ¿Qué sugieres?

Mientras hablaban iban hacia los ascensores. Stephen pulsó el botón y las puertas se abrieron inmediatamente. Al entrar, ella sintió su mano en la parte baja de su espalda.

No es nada, se dijo. Los hombres hacían eso todo el tiempo; precisamente acababa de ver a Finn hacerlo con Dakota. Pero no pudo evitar sentir esa caricia y la seda de su blusa pareció intensificar el calor de la mano de él. Cuando el ascensor comenzó a descender, se sintió un poco mareada y se dijo que era por el movimiento vertical, no por nada más.

Salieron del ascensor y se adentraron en la locura. Allí todo era diversión, ruido y color. Aurelia no sabía dónde mirar primero.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó Stephen señalando al Grand Lux Café.

– Tal vez luego -respondió. Ahora mismo estaba demasiado emocionada como para comer. ¡Había mucho que ver!

Una pareja mayor pasó por delante de ellos.

– ¿No te encanta ver a una familia viajando junta, George? -le preguntó la mujer al marido-. Mira, se ha traído a su hermano pequeño a Las Vegas. ¿No es una cosa muy bonita?

Aurelia se apartó de Stephen. No sabía si él habría oído o no el comentario. El cámara estaba enfocando a los ancianos, así que sabía que ese momento saldría en el programa.

Comenzó a caminar sin saber dónde ir. La humillación hacía que le ardieran las mejillas y le robó el placer que le suponía estar allí. Pensó en correr detrás de la pareja y contarles qué estaba pasando, pero ¿de qué serviría?

Stephen la siguió.

– ¿Estás bien?

Obviamente, él no había oído nada, aún no. Y recordarse que solo eran amigos no la hacía sentir mejor.