Aurelia miró a Stephen, que se encogió de hombros.
– Supongo que podremos comer algo en el aeropuerto.
– Deprisa. Tenemos que llegar al aeropuerto. Geoff está furioso porque no ha habido una cita.
Aurelia y Stephen salieron del restaurante y, mientras seguían a la asistente de producción, él se acercó para decirle a ella:
– Geoff se equivoca -le susurró-. Sí que ha habido una cita y lo he pasado genial.
En su interior, Aurelia sintió cómo el corazón le dio un vuelco.
– Yo también.
Stephen le sonrió y le agarró la mano.
Capítulo 7
Dakota abrió la puerta principal y se encontró allí a Finn, de pie en el porche. Eran poco más de las siete de la tarde. Finn y ella habían logrado subir al avión de las cuatro treinta y eso significaba que no llevaba en casa más de una hora.
– Lo sé, lo sé -dijo él-. Tienes cosas que hacer. No debería molestarte.
– Pero aun así estás aquí -respondió ella con una sonrisa-. No pasa nada. No tenía planes.
No se lamentaba de verlo allí. Y en cuanto a si tenía o no otros planes, con él le bastaba.
Finn entró y le dio una botella de vino.
– Te traigo un obsequio, por si eso ayuda.
– Sí que ayuda.
– Estoy pasando tanto tiempo en la bodega que el tipo de allí quiere saber si los dos vamos a planear fugarnos juntos.
Ella se rio.
– Sabes que está de broma, ¿verdad?
– Espero que sí. La gente no bromea de ese modo en South Salmon.
– Pues entonces la gente de South Salmon tiene que trabajar para mejorar su sentido del humor -fue a la cocina y dejó el vino sobre la encimera-. ¿Es suficiente con el vino o también quieres algo de comer?
– No tienes que alimentarme -dijo él.
– Ésa no es la cuestión -fue a la nevera y la abrió. Tenía ingredientes para preparar ensaladas, yogur y unas cuantas almendras crudas en un cuenco. No era exactamente comida para hombres.
Se giró hacia él.
– No tengo nada que pueda gustarte. ¿Quieres que pidamos pizza?
Finn ya había abierto el cajón donde guardaba el sacacorchos.
– La pizza me parece genial. Incluso te dejaré poner algo saludable en tu mitad.
– ¿Me dejarás? Qué generoso.
Él se encogió de hombros.
– Yo soy así.
– Qué suerte tengo.
Pidieron pizza y llevaron el vino al salón. Mientras, ella intentaba ignorar el hecho de que le gustaba tener a Finn en su casa. Era como un recorrido sin un destino feliz. Y para no pensar en ello decidió preguntarse cuál sería la razón de su visita.
– No ha habido cita, así que Aurelia y Stephen corren el peligro de que los echen. ¿No estás contento?
– Sí, siempre que vuelva a la facultad.
– No puedes seguirlo por todas partes el resto de su vida. En algún momento tendrás que dejar que sea un adulto.
– Cuando actúe como un adulto, lo trataré como tal. Hasta entonces, no es más que un crío.
Dakota se recostó en su sillón y lo miró por encima del borde de la copa. Seguía sin entenderlo. El modo en que actuaban sus hermanos tenía mucho que ver con el modo en que los había criado y nada que ver con su presencia en el pueblo. Tanto si se quedaba como si se marchaba, los gemelos no cambiarían de opinión. Pero, ¿cómo conseguir que lo entendiera?
– Aparte de que vuelvan a la facultad sin que los lleves a rastras, ¿qué consigues con esto?
– No lo sé. Supongo que algo. ¿Y si nunca vuelven a la universidad? Tengo que saber que están bien y que nadie se aprovecha de ellos -levantó su vaso-. Es algo en lo que no quiero pensar. Cambiemos de tema. ¿Te da pena que hayamos tenido que marchamos de Las Vegas tan pronto?
– No lloraré hasta quedarme dormida esta noche, si eso es lo que me estás preguntando. Pero habría sido divertido estar allí. He oído que en ese hotel había muchas tiendas estupendas.
– ¿Te gusta ir de compras?
Ella se rio.
– Soy una chica. Es prácticamente genético. Tú, en cambio, compras la misma camisa una y otra vez y tus calcetines vienen en paquetes de diez o doce.
– Así es más sencillo. ¿Y qué tienes en contra de mis camisas? Esta vez no llevo cuadros, es azul claro. Deberías haberte fijado.
– Ah, sí, ya lo veo. No tengo nada en contra de tu camisa. Creo que estás guapo.
Él suspiró dramáticamente.
– Lo dices por decir. Has herido mis sentimientos. No creo que pueda seguir hablando de esto. Es muy duro cuando un hombre intenta estar especial y nadie se da cuenta.
Ella dejó la copa en la mesa para no derramar el vino porque, aunque intentó no reírse, no lo logró. Ese lado bromista de Finn era muy atractivo.
– ¿Quieres que diga que eres guapo?
– Si lo piensas de verdad… De lo contrario, estarás jugando con mis sentimientos.
Dakota se levantó y rodeó la mesa de café. Después de quitarle la copa de vino y dejarla sobre la mesa, lo puso de pie. Le agarró las manos y lo miró a los ojos.
– Me gusta mucho tu camisa.
– Seguro que eso se lo dices a todos.
– Solo a ti.
Esperaba que Finn siguiera con el juego, pero por el contrario, él la acercó a sí y la besó.
El beso tuvo una intensidad que la dejó sin aliento; en sus caricias había deseo, un deseo que se igualaba a la poderosa pasión que sentía ella. Lo rodeó con sus brazos y se dejó llevar por el placer de sentir su cuerpo contra el suyo.
Él era fuerte y todo lo que ella deseaba en un hombre. Separó los labios y recibió su boca.
Se vio invadida por el deseo, sus pechos se inflamaron a la espera de sus caricias y su vientre palpitaba y la instaba a acercarse más a él. Cuando Finn comenzó a llevarla hacia el sofá, ella no se resistió.
Pero entonces oyó algo. Una insistente llamada a la puerta.
– El repartidor de pizza -murmuró contra la boca de Finn.
– Que se busque a su propia chica.
Ella se rio.
– Tengo que ir a pagarle.
– Ya voy yo.
La soltó y fue hacia la puerta.
Cuando se dio la vuelta, ella salió corriendo del salón y recorrió el pequeño pasillo hasta su dormitorio. Unos segundos después, estaba descalza y con la lamparita encendida. Finn apareció enseguida en la puerta de su habitación.
– ¿Es ésta tu manera de decirme que no tienes hambre?
Ella ladeó la cabeza.
– Sí que tengo hambre, pero no de pizza.
La sexy sonrisa de Finn hizo que se le encogieran los dedos de los pies.
– Eres la clase de chica que me gusta -le dijo él mientras se acercaba.
– Seguro que eso se lo dices a todas.
– Solo a ti -le susurró antes de volver a besarla.
– Charlie es un chico encantador, pero me preocupa que no sea lo suficientemente inteligente como para entrar en el programa -dijo Montana.
– ¿Cuándo lo sabrás con seguridad? -le preguntó Dakota.
– Max podrá hacerse una idea cuando Charlie tenga seis meses. Hasta entonces, le enseñaré lo básico y veremos cómo va -se giró y frotó la barriga de Charlie-. Pero tú quieres a todo el mundo, ¿verdad, chico grande?
El «chico grande» en cuestión era un cachorro de labrador de tres meses con unas pezuñas del tamaño de pelotas de béisbol. No sería pequeño en absoluto.
– ¿Qué le pasará si no entra en el programa? -preguntó Nevada.
– Se le entregará en adopción. Los perros de Max son criados y educados para ser unos perros cariñosos y amigables, así que siempre hay lista de espera. Charlie encontrará un hogar, aunque odiaría verlo marcharse. Es el primer perro que entreno desde su nacimiento. Bueno, desde que tenía seis semanas. No se puede hacer mucho con ellos cuando aún tienen los ojos cerrados.
Las tres hermanas estaban tumbadas en mantas en el jardín de Montana. Era sábado y las temperaturas habían vuelto a recuperarse. Otros dos perros jugaban por allí: una caniche color melocotón llamada Cece y una labrador llamada Buddy olfateaban la hierba y perseguían mariposas.