Marsha asintió como si comprendiera a ese hombre. Dakota sabía que la única hija de la alcaldesa había sido una rebelde que se había quedado embarazada y se había escapado de casa. No podía ser fácil criar a un hijo o, en el caso de Finn, a dos hermanos. Aunque ella no sabía nada sobre ser madre.
– Podemos ayudar -dijo Marsha-. Busca a los chicos y avísame si los eligen para el programa. No tiene por qué gustarnos que Geoff nos haya traído todo este jaleo, pero podemos asegurarnos de que lo mantenemos controlado.
– Seguro que el hermano de los gemelos te lo agradece -murmuró Dakota.
– Estás haciendo lo correcto -le dijo Marsha-. Ten el programa vigilado.
– No me has dado mucha elección.
La alcaldesa sonrió.
– Ése es el secreto de mi éxito. Arrincono a alguien y le obligo a acceder a hacer lo que yo quiera.
– Pues se te da muy bien -Dakota le dio un trago a su refresco light-. Lo peor es que me gustan estos programas de televisión… O me gustaban hasta que conocí a Geoff. Ojalá hiciera algo ilegal para que la jefa Barns pudiera detenerlo.
– La esperanza es lo último que se pierde -suspiró Marsha-. Has renunciado a mucho, Dakota, y quiero darte las gracias por hacerte cargo del programa y cuidar del pueblo.
– Yo no he hecho todo eso. Simplemente estoy presente y me aseguro de que no cometen ninguna locura.
– Me siento mejor sabiendo que estás cerca.
Y eso era positivo, pensó Dakota mientras miraba a la mujer. Años de experiencia. Marsha era el alcalde que más tiempo llevaba en su cargo de todo el estado. Más de treinta años. Pensó en todo el dinero que se había ahorrado el pueblo en membretes: ¡nunca tenían que cambiarlos!
Mientras que se alejaba mucho del trabajo de los sueños de Dakota, trabajar para Geoff tenía el potencial de ser interesante. No sabía nada sobre hacer un programa de televisión y se dijo que aprovecharía la oportunidad de aprender algo sobre ese negocio. Por lo menos, era una distracción y eso era algo que últimamente necesitaba… Lo que fuera para evitar sentirse tan… rota.
Se recordó que no debía adentrarse en ese terreno. No todo tenía solución y cuanto antes lo aceptara, mejor. Aún podía disfrutar de una buena vida y la aceptación sería el primer paso para seguir adelante. Era una profesional cualificada, después de todo. Una psicóloga que comprendía cómo funcionaba la mente humana.
– ¡Esto va a ser genial! -dijo Sasha Andersson apoyado contra el destartalado cabecero mientras hojeaba el ejemplar de Variety que había comprado en la librería de Logan. Algún día estaría ganando miles, millones de dólares, y se suscribiría y haría que se lo enviaran a su teléfono, como hacían las estrellas de verdad. Hasta entonces, compraba un ejemplar cada ciertos días para no gastar mucho.
Stephen, su hermano gemelo, estaba tumbado en la otra cama del pequeño hotel. Una desgastada revista Coche y Conductor estaba abierta sobre el suelo. Stephen tenía la cabeza y los brazos colgando fuera de la cama y hojeaba un artículo que probablemente habría leído cincuenta veces.
– ¿Me has oído? -le preguntó Sasha impaciente.
Stephen alzó la mirada y su oscuro cabello le cayó sobre los ojos.
– ¿Qué?
– El programa. Va a ser genial.
Stephen se encogió de hombros.
– Eso, contando con que nos elijan.
Sasha tiró el periódico a los pies de la cama y sonrió.
– ¡Ey! Somos nosotros. ¿Cómo podrían resistirse?
– He oído que hay unos quinientos aspirantes.
– Han reducido esa cifra a sesenta y vamos a llegar a la final. ¡Venga! Somos gemelos y eso le encanta al público. Deberíamos fingir que no nos llevamos bien, peleamos y esas cosas. Así tendremos más minutos de cámara.
Stephen se movió en la cama y se tumbó boca arriba.
– Yo no quiero más minutos de cámara.
Lo cual era cierto e irritante a la vez, pensó Sasha. A Stephen no le interesaba ese negocio.
– Entonces, ¿por qué estás aquí?
Stephen respiró hondo.
– No me apetece volver a casa.
Y eso era algo en lo que coincidían. Su casa era un diminuto pueblo de ochenta personas. South Salmon, Alaska. En verano, los invadían turistas que querían ver la «verdadera» Alaska y durante casi cinco meses, cada momento que se estaba despierto se pasaba trabajando a unas horas imposibles. En invierno, había oscuridad, nieve y un aplastante aburrimiento.
Los otros residentes de South Salmon decían amar sus vidas, pero a pesar de ser descendientes directos de inmigrantes rusos, suecos e irlandeses que se habían establecido en Alaska hacía casi cien años, Sasha y Stephen querían estar en cualquier parte menos allí. Cosa que su hermano mayor, Finn, jamás había comprendido.
– Esta es mi oportunidad -dijo Sasha con firmeza-. Y voy a hacer todo lo que haga falta para que se fijen en mí.
Sin ni siquiera cerrar los ojos, pudo verse siendo entrevistado en un programa de televisión hablando del éxito de taquilla que protagonizaba. En su mente, había recorrido un millón de alfombras rojas, había acudido a fiestas de Hollywood, se le habían presentado mujeres desnudas en su habitación del hotel suplicándole que se acostara con ellas… Y él, pensó con una sonrisa, había accedido con mucho gusto. Porque así era él.
Durante los últimos ocho años, había querido salir en la tele y en películas, pero la industria no había llegado a South Salmon y Finn siempre le había dicho que cuando creciera olvidaría esos sueños.
Cuando, por fin, había llegado a ser lo suficientemente mayor como para hacer lo que quería sin el permiso de su hermano, Sasha había visto su oportunidad en el anuncio del casting para Amor verdadero o Fool’s Gold. La única sorpresa había sido que Stephen había querido ir con él a la entrevista.
– Cuando llegue a Hollywood, voy a comprarme una casa en las colinas. O en la playa.
– En Malibú -dijo Stephen tumbándose boca arriba-. Chicas en bikinis.
– Eso es. Malibú. Y me reuniré con productores, iré a fiestas y ganaré millones de dólares -miró a su hermano-. ¿Qué vas a hacer tú?
Stephen se quedó callado un momento antes de responder:
– No lo sé. No ir a Hollywood.
– Te gustaría.
Stephen sacudió la cabeza.
– No. Yo quiero algo distinto. Algo…
No completó la frase, aunque tampoco hacía falta. Sasha ya lo sabía. Tal vez su gemelo y él no compartieran el mismo sueño, pero lo sabían todo el uno del otro. Stephen quería encontrar su sitio, fuera lo que fuera que eso significaba.
– Es culpa de Finn que no estés emocionado por esto -refunfuñó Sasha.
Stephen lo miró y sonrió.
– ¿Te refieres a que insiste demasiado en que terminemos la facultad y tengamos una buena vida? ¡Qué estúpido!
Sasha se rio.
– Sí. ¿A qué viene que nos exija que tengamos éxito en los estudios? -dejó de reírse-. A menos que no se trate de nosotros, sino de él. Quiere poder decir que ha hecho un buen trabajo.
Sasha sabía que era más que eso, pero no estaba dispuesto a admitirlo. Al menos, no en voz alta.
– No te preocupes por él -dijo Stephen agarrando la revista-. Está a miles de kilómetros.
– Es verdad -respondió Sasha-. ¿Por qué dejar que nos arruine este buen momento? Vamos a salir en la tele.
– Finn nunca irá el programa.
Y era cierto. Finn no hacía nada divertido. Ya no. Antes había sido un salvaje, un rebelde; antes de…
Antes de que sus padres murieran. Así era cómo los chicos Andersson medían el tiempo. Todo lo que sucedía era o antes o después de la muerte de sus padres. Pero su hermano había cambiado después del accidente hasta tal punto que ahora Finn no podría reconocer un momento divertido ni aunque lo tuviera delante de las narices.
– Que Finn sepa dónde estamos no significa que vaya a venir a buscamos -dijo Sasha-. Sabe cuándo lo han vencido.