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– ¿Has elegido un nombre?

Ella sonrió.

– Estaba pensando en Hannah. Es el nombre que se me vino a la cabeza en cuanto vi su foto.

– Hannah Hendrix. Me gusta.

– A mí también. Todo es muy surrealista. Ni siquiera sé qué pensar.

– Todo saldrá bien, lo harás muy bien.

– Eso no puedes saberlo.

– Claro que sí. Eres de esas personas que se preocupan por los demás y, ¿no me dices siempre que los niños necesitan saber que están protegidos, que estás a su lado? -le sonrió-. Me alegro mucho por ti, Dakota.

Su apoyo fue algo inesperado, pero agradable. Tanto que pudo haber llorado de no ser porque estaba decidida a no perder el control.

– Para ser alguien que no quiere tener familia, eres muy sensible y comprensivo.

– Que no se corra la voz. Tengo una reputación que mantener. ¿Cómo vas a ir a Los Ángeles?

– ¿Para recoger a Hannah? Aún no lo he decidido. Por eso quería hablar con mi madre. Volar es más rápido, pero me da miedo ir en avión con un bebé al que no conozco. Según eso, ir en coche tiene más sentido, pero es demasiado largo. Podría asustarse.

– Vamos en avión. Alquilaré uno. Llega a la terminal internacional, ¿verdad?

– Sí, pero no puedes llevarme hasta Los Ángeles.

– ¿Por qué no? ¿Es que no te fías de mí?

Su preocupación no era su habilidad para volar, estaba segura de que era muy bueno.

– ¿No es muy caro alquilar un avión?

– No es para tanto. Costará más que un vuelo comercial, pero voy a alquilar uno de cuatro plazas. Será más rápido que un coche y más que un vuelo comercial porque te evitas tener que estar en el aeropuerto dos horas antes y pasar por los controles de seguridad. Aterrizaremos en un aeropuerto para aviones privados que hay al este del aeropuerto de Los Ángeles y desde ahí tomaremos el autobús de enlace con la terminal internacional.

– Me parece perfecto -dijo ella aliviada por tener el problema resuelto-. Gracias. ¿Cómo pago el avión? ¿Quieres mi número de tarjeta?

– Ya nos ocuparemos de eso más tarde. Deja que vaya a preparar el alquiler.

Decidieron a qué hora saldrían y Finn la besó suavemente.

– Felicidades.

– Gracias por todo.

– Me alegra poder ayudar.

Cuando se marchó, Dakota se quedó en mitad de la habitación con su café en la mano. Seguía sorprendida por su oferta, aunque muy agradecida. No entendía por qué Finn quería involucrarse de ese modo, pero sabía que era mejor no preguntar.

Miró el reloj y supo que había llegado el momento de llamar a su madre. Solo tenía un día para reorganizar su vida porque en menos de cuarenta y ocho horas, sería madre.

Al mediodía, su casa estaba llena de buenos deseos. Dakota había llamado a su madre y Denise había llamado a sus otras hijas, además de a la mayoría de la gente que conocía en Fool’s Gold.

Nevada y Montana habían sido las primeras en aparecer por allí. Después había llegado su madre, seguida de Liz, Jo y Charity con su bebé recién nacido. Marsha, la alcaldesa, llegó con Alice, la jefa de policía. Amigos y vecinos abarrotaban la casa de Dakota.

Ya había impreso las fotografías de Hannah que le había enviado la agencia y estaban pasando de mano en mano.

– ¿Estás nerviosa? -le preguntó Montana-. Yo estaría aterrorizada. Los perros se llevan lo mejor de mis habilidades maternales. No estoy segura de que pudiera hacer más.

– Estoy aterrorizada -admitió Dakota-. ¿Y si lo estropeo todo? ¿Y si no le gusto a la niña? ¿Y si quiere volver a Kazajistán?

– La buena noticia es que no sabe hablar -le dijo Nevada-. Así que no puede decirte que se quiere marchar.

– Es un consuelo -murmuró Dakota.

Su madre se sentó con ella en el sofá y la rodeó con un brazo.

– Todo saldrá bien. Al principio será difícil, pero aprenderás rápido. Tu hija te adorará y tú la adorarás a ella.

– Eso no puedes saberlo -le dijo Dakota, sintiendo el pánico.

– Claro que sí. Te lo garantizo. Y lo mejor de todo es que por fin voy a tener una nieta.

Nevada sonrió.

– No es que no adore a mis nietos, pero me muero por comprar algo rosa y lleno de volantes. Por favor, no conviertas a mi única nieta en un chicazo, te lo suplico.

– Haré lo que pueda.

Miró a su alrededor. La mayoría de las mujeres habían llevado comida para la improvisada reunión y algunas incluso le habían preparado cacerolas para que tuviera comida para toda la semana. Así era la vida allí. Todo el mundo cuidaba de los demás.

Una Pia muy embarazada y su marido, Raúl, el jefe de Dakota, se acercaron a ella.

– Te me has adelantado. Aquí estoy, me faltan dos meses para dar a luz y tú vas a tener a tu bebé primero -le dijo bromeando mientras la abrazaba.

– Enhorabuena -añadió Raúl besándola en la mejilla-. ¿Cómo lo llevas?

– Estoy aterrorizada. Tengo que ir de compras, necesito pañales y una cuna y un cambiador -sabía que había más cosas, pero no se le ocurría qué. Uno de esos libros de bebés la ayudaría. ¿No tenían listas de las cosas necesarias?-. ¿Hay cosas que no se necesitan cuando el bebé tiene seis meses?

– No te preocupes -le dijo su madre-. Yo iré a comprar contigo. Me aseguraré de que tengas todo lo que necesitas para el vuelo. Dame la llave de casa y para cuando vuelvas mañana, lo tendrás todo aquí.

Si cualquier otra persona le hubiera dicho eso, no le habría creído. Pero se trataba de su madre y Denise sabía cómo hacer las cosas. No se podía ser madre de seis hijos y no ser una experta en organización.

– Gracias -le susurró y la abrazó-. No podría pasar por esto sin ti.

Las emociones amenazaban con abrumarla. Nada de aquello le parecía real, pero estaba sucediendo. ¡Iba a tener un bebé! Un hijo propio. A pesar de su cuerpo estropeado, tendría su propia familia.

Al mirar a su alrededor y ver a todos sus amigos y familia, que lo habían dejado todo para desearle lo mejor, se dio cuenta de que se equivocaba. No es que fuera a tener su propia familia; siempre había tenido una familia. Lo que tendría ahora sería una maravillosa e inesperada bendición.

Dakota nunca había viajado en un avión pequeño, pero volar en algo del tamaño de una lata de sardinas no era nada comparado con el hecho de ir a convertirse en madre de una niña de seis meses a la que no había visto en su vida.

Mientras Finn los llevaba al suroeste en dirección a Los Ángeles, hojeó desesperadamente el libro que se había comprado el día antes. Los autores de Qué esperar el primer año se merecían algún premio y tal vez una casa en la playa. Gracias a ellos, por lo menos sabía por dónde empezar.

– Pañales -murmuró.

– ¿Estás bien? -le preguntó Finn.

– No. Ayer Pia estuvo hablándome sobre las distintas clases de pañales. Creía que era una tontería y me burlé de ella, pero ¿qué sé yo sobre pañales? No puedo recordar la última vez que cambié a un bebé y cuando hice de canguro en el instituto siempre cuidé de niños mayores.

Lo miró, intentando respirar a pesar del pánico que la invadía.

– Esto es una locura. ¿Qué hace esa gente dejándome con una niña pequeña? ¿No deberían haberme investigado más? ¿No deberían haberme sometido a alguna especie de evaluación práctica? No sé qué leche darle ni cómo distribuir las tomas. Y las tomas son muy importantes, ¿sabes?

– Cálmate -le dijo Finn con voz suave-. Lo de los pañales no es tan difícil. Yo cambiaba a mis hermanos cuando eran pequeños. El hecho de que sean de usar y tirar lo hace muy sencillo.

– Claro. Hace veinte años eran sencillos, ahora las cosas podrían haber cambiado.

– ¿Crees que ahora es más difícil cambiar un pañal que hace veinte años? No me parece una buena estrategia de marketing.

Ella sintió presión en el pecho. Se dijo que no pasaba nada, pero le costaba más y más respirar.