– No emplees la lógica conmigo. ¿De verdad quieres que me ponga histérica? Porque puedo hacerlo.
– No lo dudo. Dakota, vas a tener que confiar en ti misma. Y en cuanto a lo de la leche y las tomas, quien haya cuidado de Hannah te dará esa información. ¿Qué te dijeron cuando te llamaron?
– No mucho. Oíste casi toda la conversación.
– ¿No te habían hecho otras entrevistas antes?
– Sí. Unas cuantas. Rellené formularios y charlamos y vinieron a Fool’s Gold para conocer mi modo de vida. El proceso fue muy largo.
– Entonces te han investigado a fondo. Si confían en ti, deberías intentar confiar tú también.
– De acuerdo -respiró hondo-. Podría funcionar.
– Recuerda, tu madre te ayudará. Y también tus hermanas y tus amigos. Puedes pedirme lo que quieras.
Ella agarró el libro contra su pecho.
– ¿Podrías dar la vuelta, por favor?
– Todo menos eso. Sabes que quieres a este bebé.
Tenía razón. Seguro que sería duro al principio, pero aprendería. Las madres habían aprendido durante miles de años y ella tenía una inteligencia que estaba por encima de la media. Eso tendría que ayudarla de algún modo.
Abrió el libro e intentó leer, pero las palabras estaban borrosas. Las ilustraciones la asustaban y las listas hacían que quisiera ponerse a gritar.
– Necesito más tiempo. ¿No puedo tener más tiempo?
– Aterrizaremos en unos cuarenta minutos. ¿Es suficiente?
Ella lo miró.
– No tiene gracia.
– No intentaba ser gracioso -conectó el micrófono y estableció comunicación con la torre de control.
Dakota no sabía mucho sobre aviación, pero comprobó que Finn le había dicho la verdad porque, al mirar por la ventanilla, vio Los Ángeles extendiéndose ante ellos.
Podía hacerlo, se dijo. Quería hacerlo. Miró las notas que su madre le había dado. Sabía que tenía lo necesario, aunque no supiera para qué servía todo. Estaba preparada a que Hannah estuviera cansada y de mal humor. Tenía mantas y pañales y animales de peluche en la bolsita. También, varias mudas de ropa de distintas tallas, por si la niña se mojaba la ropa.
Finn le había prometido ayudarla con los primeros cambios de pañales y en la terminal habría un aseo familiar donde podrían cambiar a la niña. Todo saldría bien. Lo único que tenía que hacer era no dejar de repetírselo.
Según lo prometido, cuarenta minutos después, el avión se detuvo. Finn agarró la bolsa de los pañales y salió del avión. Dakota lo siguió. Se sentía algo mareada y si el corazón le latía con más fuerza, se le saldría del pecho y eso no sería nada agradable.
Finn explicó a los encargados que solo estarían allí alrededor de una hora mientras Dakota comprobaba el estado del vuelo procedente de Europa. Hannah y su cuidadora ya estarían recogiendo el equipaje.
Tomaron el autobús que los transportó hasta la terminal internacional del aeropuerto de Los Ángeles. Finn llevaba la bolsa de la bebé colgada de un hombro y a Dakota agarrada de la mano. Ella se aferró a él con fuerza, consciente de que probablemente resultaba patética, pero sin importarle lo más mínimo.
La planta principal de la terminal estaba abarrotada de gente esperando a sus familiares y amigos. Gente de distintos países hablando en distintos idiomas. No estaba segura de cómo encontrar a la mujer con la que debían reunirse.
– Ojalá me hubieran enviado una fotografía de ella. Eso habría simplificado las cosas.
– ¿Dakota Hendrix?
Dakota se giró y vio a una monja con el pelo canoso y sosteniendo a una bebé llorando. La niña era la misma de las fotografías. Tenía el rostro colorado y era mucho más pequeña de lo que Dakota se había imaginado.
– Soy Dakota -susurró.
– Soy la hermana Mary y ésta es tu niña.
Instintivamente, Dakota extendió los brazos y tomó a la pequeña. Hannah no protestó. Por el contrario, se acurrucó en sus brazos y la miró con unos oscuros ojos marrones.
Llevaba una chaquetita rosa con una camiseta debajo, ambas arrugadas y con algunas manchas. No le sorprendía, dado el largo viaje que había hecho. Tenía su pelo oscuro cortado con un estilo tazón nada favorecedor, pero era una preciosidad.
Sus mejillas eran sonrojadas y su boca se movía como si estuviera tomando energía para echarse a llorar. Incluso a través de la ropa, pudo sentir su calidez.
Finn las llevó hasta un rincón relativamente tranquilo de la terminal y mientras el gentío bullía a su alrededor, la hermana Mary comprobaba la identificación de Dakota. Ambas firmaron un documento y ahí terminó todo.
– Alguien de la agencia te llamará en unos días para concertar una cita contigo -dijo la hermana Mary-. ¿Ya le has puesto un nombre?
– Hannah.
– Un nombre precioso -respondió la monja-. Ha tenido un viaje difícil. Tiene algunas décimas de fiebre y habrá que mirarle los oídos. Creo que tiene infección -le dio un bote de Tylenol infantil-. Es todo lo que tenemos. El dinero está muy limitado. Hay muchos niños y muy pocos recursos. Tiene que tomar otra dosis dentro de una hora.
Hannah había cerrado los ojos. Dakota la miró, dividida entre la belleza de su hija y el miedo a que estuviera enferma.
– ¿Es pequeña para su edad?
– No, comparada con algunos de los otros niños. He traído un bote de la leche que toma, unos cuantos pañales y su ropa -la monja miró el reloj-. Lo lamento, pero tengo que tomar un avión.
– Sí, por supuesto -dijo Dakota-. Por favor, márchese tranquila. Llevaré a Hannah al médico lo antes posible.
– Tienes todos los números de la agencia -le dijo la hermana Mary mientras le daba una pequeña maleta a Finn-. Llama a cualquier hora, ya sea del día o de la noche.
– Gracias.
Finn le estrechó la mano y, cuando la monja se había ido, se giró hacia Dakota.
– ¿Estás bien?
– No. ¿Has oído lo que ha dicho? Hannah podría estar enferma -la bebé tenía los ojos cerrados; su respiración era constante, pero estaba muy colorada. A Dakota le ardieron los dedos cuando le acarició las mejillas-. Tengo que llevarla a un médico.
– ¿Quieres hacerlo aquí o prefieres volver a casa?
– Llevémosla a casa -miró el reloj.
De todos modos, había pedido cita con el pediatra para esa misma tarde a última hora. Mejor ocuparse de todo allí, en casa.
Volvieron por donde habían ido y Finn solo tardó unos minutos en hablar con la torre de control y recibir permiso para despegar. Menos de una hora después de haber aterrizado, ya estaban de nuevo en el aire.
En esa ocasión, ella se sentó detrás del asiento del copiloto con Hannah a su lado, sentada en una sillita de coche y con el cinturón abrochado. Dakota la observaba nerviosa, contando cada bocanada de aire que la niña tomaba.
– ¿Estás bien? -le preguntó Finn.
– Intento no ponerme histérica.
– Se pondrá bien.
– Eso espero -no apartaba la mirada de su hija-. Es tan pequeña… -demasiado pequeña-. Sé que viene de una parte muy pobre del mundo, que el orfanato no tiene ni dinero ni recursos. Sabía que podría haber problemas, ya me habían advertido de ello.
Cuando había enviado la solicitud, había acudido a varias reuniones en las que le habían mostrado vídeos de los distintos orfanatos con los que trabajaba la agencia. Además, había hablado con otros padres. Le habían hablando de los niños que eran pequeños para su edad, pero que después crecían a su ritmo normal. Habían despejado cualquier dificultad inicial.
Ahora, mientras palpaba la ardiente mejilla de su niña, tenía los ojos llenos de lágrimas.
– No quiero que le pase nada.
– La llevarás al médico. Solo serán unas horas.
Ella asintió porque le era imposible hablar. Su hija podía estar muy enferma y no tenía forma de hacerla sentir mejor. Ni medicinas ni experiencia sobre cómo hacer un cataplasma.
– ¿Sabes lo que es un cataplasma? -le preguntó a Finn.