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Su madre se puso de pie y la miró.

– Aurelia, no te eduqué para esto. Soy la única madre que tendrás nunca. Cuando esté muerta, tu egoísmo te perseguirá y te atormentará para siempre.

Aurelia la vio alejarse. Sabía que su madre se esperaría que saliera corriendo detrás de ella, pero no podía hacerlo. La relación que habían tenido antes había sido retorcida y complicada. Si quería que algo cambiara, tendría que ser fuerte.

Stephen se acercó a ella y la rodeó con su brazo.

– ¿Cómo estás?

– Tengo náuseas -se llevó la mano al estómago-. Esto no acaba aquí. Volverá. Pero al menos siento que he dado el primer paso y eso ya es algo.

– Es genial.

Ella lo miró y sonrió.

– Lo único que he hecho ha sido enfrentarme a mi madre, no es para tanto.

– ¿Y cuándo fue la última vez que lo hiciste?

– Tendría unos cinco años.

– Pues entonces, sí que es para tanto.

– Eres demasiado bueno conmigo.

– Eso es imposible.

Caminaron por el parque, alejándose del camino que había seguido su madre. Aurelia se dijo que ignorara el sentimiento de culpa y que, con el tiempo, se desvanecería.

La realidad era que su madre era más que capaz de mantenerse sin ayuda de nadie, pero por alguna razón, quería que su hija se ocupara de ella.

– A lo mejor piensa que el hecho de que le pague todas sus cosas demuestra que la quiero -dijo pensando en voz alta.

– O que quiere poder decírselo a todas sus amigas para destacar por encima de ellas.

– No había pensado en eso. En mis días buenos, me digo que tengo que compadecerme de ella más que estar enfadada o resentida.

– ¿Y te funciona?

– A veces.

Pararon junto al lago Ciara. El sol se había puesto y el cielo había oscurecido. Podían ver las primeras estrellas saliendo. De pequeña, había pedido deseos a las estrellas y por aquel entonces la mayoría de sus sueños habían estado protagonizados por un guapo príncipe que la rescataba.

Ahora, echando la vista atrás, se daba cuenta de que ese rescate equivalía a huir de su madre. Era una relación con demasiadas reglas y ataduras e incluso de niña había sentido la necesidad de verse querida, querida por ser ella misma.

Ese deseo seguía vivo, pero sabía que no podía pedírselo a las estrellas. Más bien, tendría que crecer como persona para poder aceptar esa clase de amor. Esa noche había dado el primer paso. Si su madre regresaba e intentaba arrastrarla hasta su antigua relación, haría todo lo posible por mantenerse firme.

– Te veo muy seria.

– Estoy recordándome que debo mantenerme firme.

Él la miró a los ojos.

– Te admiro muchísimo.

– ¿Cómo dices?

– Has tenido que enfrentarte a muchas cosas y ahora estás enfrentándote a la única familia que tienes.

– Tengo casi treinta años y debía haberme enfrentado a mi madre hace mucho tiempo. Además, tú también te has enfrentado a tu hermano. Creo que me has inspirado.

– Pero vosotras dos estabais solas y cambiar vuestra relación no es fácil. Lo cierto es que yo no le planté cara a mi hermano; más bien, hui.

– Eso es diferente.

Sin previo aviso, él se acercó y la besó. Sentir su boca contra la suya hizo que cada parte de su cuerpo se debilitara invadida por el deseo. Se entregó a una fuerza mayor que todas sus dudas. Él era alto y fuerte y la hacía sentirse segura. Stephen siempre le hacía pensar que, si estaba a su lado, nada malo podía sucederle.

Cuando su lengua le rozó el labio inferior, ella la recibió con otra caricia. Stephen deslizaba las manos por su espalda, de arriba abajo, hasta que llegó a sus caderas. Aurelia se acercó y pudo sentir su erección contra su vientre.

Se quedó impactada. Dio un paso atrás, con la respiración entrecortada, y lo miró.

– Para -dijo-. Tienes que parar. Tenemos que parar. Esto es una locura.

Los ojos azules de Stephen brillaban de pasión mientras se acercaba de nuevo a ella, pero Aurelia dio otro paso atrás.

– Lo digo en serio -dijo con tanta fuerza como pudo. Era difícil hacerse la dura cuando lo único que quería era echarse a sus brazos, dejarse abrazar, hacer el amor con él.

– No lo entiendo. Creía que… -miró a otro lado-. Es culpa mía.

– No -lo agarró de un brazo-. Lo siento. Todo esto está mal. Stephen, no es por ti. Es por mí, por nosotros, y por el punto en que se encuentran nuestras vidas -lo miró esperando que la entendiera-. Tienes veintiún años. Tienes que terminar los estudios y vivir tu vida. Te esperan muchas experiencias, muchas primeras veces, y yo no quiero interponerme en tu camino.

Él no parecía estar ni entendiendo ni agradeciendo ese intento de autosacrificio por parte de ella.

– ¿De qué demonios estás hablando? Estás actuando como si me sacaras cien años. Sí, vale, eres unos años mayor que yo, pero ¿qué más da? Me gusta estar contigo y creía que tú sentías lo mismo.

¿Le gustaba estar con ella? Después de oír eso, costaba centrarse en lo que era importante. En cuanto a lo de las primeras veces…

– ¿Qué me dices de enamorarte por primera vez? Tiene que casarte con alguien de tu edad.

Él la miró fijamente y en ese momento no hubo nueve años entre ellos. Eran iguales, o tal vez incluso él parecía más maduro.

– ¿De quién has estado enamorada tú?

– Eh… bueno… técnicamente no he estado enamorada, pero no estamos hablando de mí.

– Tu argumento es que hay todo un mundo ante mí que no he experimentado, pero eso no es verdad. Me has dicho que mientras estabas en la universidad, volvías a casa todos los fines de semana, así que no puede decirse que tuvieras una gran aventura amorosa. Y desde entonces, has estado dividida entre el trabajo y tu madre.

Aurelia comenzó a lamentar todo lo que le había dicho a Stephen. No había caído en la cuenta de que él podría utilizarlo para ganarse un argumento.

– No eres virgen, ¿verdad?

Ella se sonrojó, pero logró seguir mirándolo.

– No. Claro que no -había tenido sexo… una vez. En la universidad. La noche había sido un desastre; fue la única vez que no volvió a casa a pasar el fin de semana. Se había quedado en el campus y había ido a una fiesta donde se había emborrachado por primera y última vez en su vida.

Recordaba haber ido a la fiesta y haber conocido a un chico. Había sido simpático y divertido y se habían pasado horas hablando. Después, la había besado y… Nunca llegó a estar segura de lo que había pasado después. Todo estaba muy borroso en su cabeza. Recordaba que la había tocado por todas partes, que había estado desnuda y que el sexo le había dolido mucho más de lo que podría haberse imaginado nunca. Pero no había detalles, solo imágenes difusas.

Se había pasado las siguientes tres semanas sufriendo por si estaba o no embarazada, y los siguientes meses esperando a ver si había algo más de lo que tuviera que preocuparse. Había logrado escapar de aquella experiencia relativamente ilesa, pero no había habido nada en ese encuentro que le hubiera dado ganas de repetirlo. Hasta ahora. Hasta que un chico de veintiún años la había abrazado y la había besado.

La vida era de lo más inesperada, pensó con tristeza. Por fin había encontrado a alguien, pero todo estaba mal. Aunque suponía que podía haber sido peor; podría haber estado casado o ser gay.

– Sé lo que quiero hacer con el resto de mi vida -dijo ella. Tenía que hacer lo correcto-. Tengo un trabajo estable y algo que se parece a una vida. Sí, tengo problemas con mi madre, pero estoy trabajando en ello. Y voy a seguir haciéndolo. Tú tienes que terminar la universidad y ver qué quieres hacer con el resto de tu vida. Tienes que encontrar una chica de tu edad, enamorarte y casarte y tener unos bebés preciosos.

Hablar resultaba difícil. Tenía un nudo en la garganta y le ardían los ojos.

– Eres muy especial, Stephen. Quiero lo mejor para ti.