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Alguien llamó a la puerta.

Sasha se levantó y, cuando abrió, Finn estaba allí, tan furioso como aquella vez que ellos habían atrapado una mofeta y la habían metido en su cuarto.

– Hola, chicos -dijo entrando-. Vamos a hablar.

Capítulo 2

Finn se dijo que gritando no conseguiría nada. Sus hermanos eran técnicamente adultos, aunque lo cierto era que, por mucho que fueran mayores de edad, eran unos idiotas.

Entró en la diminuta habitación de motel compuesta por dos camas, una cómoda, una televisión destartalada y la puerta que daba a un baño igual de pequeño.

– Es bonita -dijo mirando a su alrededor-. Me gusta lo que habéis hecho con este sitio.

Sasha volteó los ojos y se dejó caer en la cama.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– He venido a buscaros.

Los gemelos intercambiaron miradas de sorpresa.

Finn sacudió la cabeza.

– ¿De verdad creíais que mandarme un e-mail diciéndome que habéis dejado los estudios para venir aquí es suficiente? ¿Creíais que yo diría: «No pasa nada, divertíos. ¡Qué más da si abandonáis la facultad en el último semestre!»?

– Te dijimos que estábamos bien -le recordó Sasha.

– Sí, lo hicisteis y os lo agradezco.

Al no haber demasiados moteles en Fool’s Gold, localizar a los gemelos había sido relativamente sencillo. Finn sabía que andarían cortos de dinero y eso había eliminado los mejores sitios. El gerente del motel los había reconocido inmediatamente y no le había importado darle a Finn su número de habitación.

Stephen lo miraba con cautela, pero no dijo nada. Siempre había sido el más callado de los gemelos. A pesar de que eran casi exactamente iguales, tenían personalidades muy distintas. Sasha era extrovertido, impulsivo y distraído. Stephen era más callado y, por lo general, pensaba antes de actuar. Finn podía entender que Sasha quisiera irse a California, ¿pero Stephen?

«Cálmate», se recordó. Conversar con ellos le llevaría más lejos que ponerse a gritar. Sin embargo, cuando abrió la boca, se vio gritando desde la primera palabra.

– ¿En qué demonios estabais pensando? -dijo cerrando la puerta de un golpe y plantando las manos sobre sus caderas-. Os faltaba un semestre para terminar. ¡Solo uno! Podríais haber terminado las clases y haberos graduado para después obtener una licenciatura, algo que nadie podría haberos arrebatado. Pero, ¿pensasteis en eso? ¡Claro que no! En lugar de eso, os largasteis, os marchasteis antes de terminar. ¿Y para qué? ¿Para participar en un ridículo programa?

Los gemelos se miraron.

– El programa no es ridículo. No, para nosotros.

– ¿Porque sois profesionales? ¿Sabéis lo que estáis haciendo? -los miró a los dos-. Quiero encerraros en esta maldita habitación hasta que os deis cuenta de lo estúpidos que estáis siendo.

Stephen asintió lentamente.

– Por eso no te dijimos nada hasta después de llegar aquí, Finn. No queríamos hacerte daño ni asustarte, pero estás atándonos demasiado.

Ésas fueron unas palabras que Finn no quería oír.

– ¿Por qué no podíais terminar la facultad? Eso era lo único que quería. Hacer que terminarais vuestros estudios.

– ¿Habría terminado todo ahí? -le preguntó Sasha-. Eso ya lo has dicho antes. Que lo único que teníamos que hacer era terminar el instituto y que entonces nos dejarías tranquilos. Pero no lo hiciste. Ahí estabas, presionándonos para que fuéramos a la universidad, controlando nuestras notas y nuestras clases.

Finn sintió su ira aumentar.

– ¿Y qué tiene eso de malo? ¿Es malo que quiera que tengáis una buena vida?

– Quieres que tengamos tu vida -dijo Sasha mirándolo-. Te agradecemos todo lo que has hecho, nos importas, pero ya no podemos hacer lo que tú quieras.

– Tenéis veintiún años. Sois unos críos.

– No es verdad -dijo Stephen-, pero tú no dejas de decirlo.

– Tal vez mi actitud tenga algo que ver con vuestros actos.

– O tal vez se trate de ti -le contestó Stephen-. Nunca has confiado en nosotros. Nunca nos has dado una oportunidad de demostrar lo que podíamos hacer solos.

Finn quería soltar un puñetazo contra una pared.

– Quizá porque sabía que haríais algo así. ¿En qué estabais pensando?

– Tenemos que tomar nuestras propias decisiones -dijo Stephen testarudamente.

– No, cuando son así de malas.

Finn notaba cómo se le escapaba el control de la conversación, y la sensación fue a peor cuando los gemelos intercambiaron una mirada, la misma mirada que decía que se estaban comunicando en silencio, de un modo que él jamás entendería.

– No puedes hacemos volver -dijo Stephen en voz baja-. Nos quedamos. Vamos a salir en el programa.

– ¿Y después qué? -preguntó Finn.

– Yo me iré a Hollywood para trabajar en la televisión y en el cine -dijo Sasha.

Eso no era nuevo. Sasha llevaba años soñando con la fama.

– ¿Y tú? -le preguntó a Stephen-. ¿Quieres ser modelo publicitario?

– No.

– Pues entonces, vuelve a casa.

– No vamos a volver a casa -le contestó Stephen, sonando extrañamente decidido y maduro-. Déjalo ya, Finn. Hemos hecho todo lo que querías y ya estamos preparados para continuar solos.

Pero no era así y eso mataba a Finn. Eran demasiado jóvenes. Si no estaba cerca, ¿cómo podría mantenerlos a salvo? Haría lo que fuera para protegerlos. Por un momento se le pasó por la cabeza emplear la fuerza física para que lo obedecieran, pero ¿qué? No podría mantenerlos atados todo el viaje de vuelta. La idea de secuestrarlos no era nada agradable, y sospechaba que lo acusarían de delito mayor en cuanto cruzara la frontera del estado.

Además, llevarlos de vuelta a Alaska no serviría de nada si no querían quedarse allí ni terminar los estudios.

– ¿No podéis hacerlo en junio? ¿Después de graduaros?

Los gemelos sacudieron la cabeza.

– No queremos hacerte daño -le dijo Stephen-. De verdad que te agradecemos lo que has hecho, pero ya es hora de que nos dejes movemos solos. Estaremos bien.

¡Sí, claro! No eran más que unos niños jugando a ser adultos. Creían que lo sabían todo. Creían que el mundo era justo y que la vida era fácil. Y él, lo único que quería era protegerlos de sí mismos. ¿Por qué tenía que ser tan difícil?

Tenía que haber otro modo, pensó al salir de la habitación del motel dando un portazo. Tenía que encontrar a alguien con quien pudiera razonar o, por lo menos, a quien pudiera amenazar.

– Geoff Spielberg, no hay parentesco -dijo el desaliñado hombre de pelo largo cuando Finn se acercó-. ¿Vienes de parte del pueblo, verdad? Es por la energía de más. La luz es como las exmujeres. Te secan hasta que les dejas. Necesitamos más potencia.

Finn miró al delgado hombre que tenía delante. Geoff apenas llegaría a los treinta, llevaba una camiseta que debería haber tirado dos años atrás y unos vaqueros totalmente deshilachados. No se ajustaba exactamente a la imagen que tenía de un ejecutivo de televisión.

Estaban en mitad de la plaza del pueblo, rodeados por cuerdas y cables. Se habían colgado los focos en los árboles y sobre plataformas y había unas pequeñas caravanas alineadas en la calle. Los camiones cargaban suficientes baños portátiles como para una feria estatal y había mesas y sillas junto a una gran carpa con un bufé.

– ¿Eres el productor del programa?

– Sí. ¿Qué tiene que ver eso con la corriente? ¿Pueden devolvérmela hoy? La necesito hoy.

– No vengo en representación del pueblo.

Geoff gruñó.

– Pues lárgate y deja de molestarme.

Sin levantar la mirada de su teléfono móvil de última generación, el productor se dirigió hacia una de las caravanas aparcadas en la calle.

Finn lo siguió.

– Quiero hablar sobre mis hermanos. Intentan entrar en el programa.