– Tienes razón. Nadie te preguntó si querías aceptar esa responsabilidad, lo hiciste porque son tu familia y era lo correcto. Lo entendiste, igual que ahora entiendes y sabes que no quieres que Stephen entre en el negocio familiar si él de verdad no lo desea.
Finn se quedó mirándola un largo rato y extendió los brazos. Ella lo abrazó como si no fuera a soltarse jamás.
– Debería habérmelo dicho -susurró él-. Debería habérmelo dicho. Lo habría entendido.
Ella pensó en argumentar que Stephen aún era un crío, pero eso no habría tenido sentido cuando estaba diciéndole a Finn que dejara a sus hermanos ser independientes y vivir su propia vida. Además, comprendía su dolor. Él había entregado mucho y ahora se sentía traicionado.
La vida familiar era complicada. La familia era algo genial, pero complicado. O tal vez era el amar a otro lo que hacía que las cosas se volvieran complicadas.
Mientras seguía abrazada a él se dio cuenta de que su madre había tenido razón: enamorarse de Finn sería fácil. ¡Demasiado fácil! Y tendría que tener mucho, mucho, cuidado.
Dakota y sus hermanas estaban tumbadas en varias mantas en el jardín y Hannah estaba sentada entre ellas, riéndose con sus bromas. La temperatura era cálida, el cielo azul y Buddy, uno de los perros de Montana, un labrador color crema, las observaba.
– No puedo creerme que seas madre -dijo Nevada-. Todo ha pasado tan deprisa. El mes pasado eras soltera y ahora tienes un hijo.
– Y que lo digas -dijo Dakota girándose hacia su hija-. Pero, claro, sigo siendo soltera -sonrió.
Hannah intentaba alcanzar su elefante de peluche, pero estaba demasiado lejos y la pequeña se cayó de lado. Montana la levantó y la alzó en el aire. La bebé se reía mientras Buddy gimoteaba nervioso.
– No pasa nada -le dijo Montana al perro-. La pequeña está bien.
Volvió a dejarla en la manta y el perro se acercó a ella ladeando su cuerpo como para protegerla.
– Es muy bueno con ella.
Montana asintió.
– Se comporta de maravilla con los niños pequeños, aunque se preocupa demasiado. Se vuelve loco cuando se caen, pero es muy paciente. No le importa que los niños se le suban encima ni que le tiren del pelo ni del rabo. En parte se debe a su entrenamiento, pero también a su personalidad. Es un perro niñera -acarició la cabeza de Buddy-. ¿Verdad que sí, chico grande?
El perro no dejaba de prestarle atención a la niña y gimoteó un poco, como preocupado porque no estuvieran demasiado pendientes de ella.
– Quiero un bebé -murmuró Nevada-. O por lo menos creo que lo quiero, aunque no así.
– ¿Nunca te plantearías la adopción? -le preguntó Dakota, un poco sorprendida por la reacción de su hermana.
– Claro que sí, pero no tan rápido. Sí, ha sido un acto deliberado que venías pensando desde hace mucho tiempo, pero la decisión tuviste que tomarla rápidamente. ¿No te asustó?
– Me aterrorizó, aunque eso forma parte del proceso. No tuve tiempo para hacerme a la idea, pero… -acarició el cabello negro de su hija- no cambiaría esto por nada del mundo.
– Eres más valiente que yo -admitió Montana-. Los perros son lo máximo de lo que me puedo ocupar. Además, no creo que pudiera ser una buena madre.
– ¿Por qué no? -Dakota creía que su hermana sería una madre genial-. Eres cariñosa y das todo lo que tienes. Solo hay que ver cómo te comportas con los perros.
– Eso es distinto.
– No lo creo -dijo Nevada-. No eres tan poco fiable como crees.
A Hannah se le cayó el elefante y se estiró para recogerlo. Buddy se lo acercó con el hocico, como si quisiera asegurarse de que la niña tenía cuidado.
– ¿Cómo lleva Finn todo esto? -le preguntó Montana en un intento no muy sutil de cambiar de tema-. Él te llevó a Los Ángeles a recogerla. Fue un gran gesto por su parte.
Había hecho muchas otras cosas, y no solo en lo referente al transporte.
– Es un buen tipo y lo del bebé no lo hizo salir corriendo. Sus hermanos son bastante más pequeños que él y eso ha ayudado. Aún se acuerda de cuando eran bebés.
Pero además de todo eso, tenía mucho cuidado de no implicarse demasiado.
Mientras veía a su hija reír, se preguntó cómo sería todo si Finn no se marchara: tenerlo allí a su lado sería increíble, sobre todo, si decidiera quedarse a vivir con ella.
– ¿Dakota?
Alzó la mirada y vio a sus hermanas mirándola.
– ¿Estás bien?
– Sí, muy bien. Solo soñando despierta.
– ¿Con algún guapo piloto? -preguntó Montana con una sonrisa-. Tiene pinta de ser muy bueno besando.
– Lo es, pero solo somos amigos. Cualquier otra cosa sería una tontería.
– ¿Por tu parte o por la suya?
– Sabéis por qué está aquí -les recordó Dakota-. Cuando se asegure de que sus hermanos están bien solos, se marchará. Después de todo, en Alaska tiene todo lo que necesita.
– Pero tú no estás allí -dijo Montana-. Ni Hannah. Además, le gusta el pueblo. ¿Quién no querría vivir en Fool’s Gold?
– Seguro que cientos de personas -murmuró Nevada.
Dakota decidió que estaba cansada de hablar de sí misma.
– ¿Alguien sabe si mamá ha tenido una cita?
– No -respondió Nevada-. Hay un par de hombres que conozco, unos contratistas que son muy buenos tipos. Tienen su edad y supongo que si fuera una hija mejor, les habría preparado una cita, pero no podría hacer eso.
– ¿Crees que es algo malo? -preguntó Montana.
– No. Quiero que sea feliz y ya han pasado casi diez años de la muerte de papá, así que no es que me parezca demasiado pronto.
– ¿Entonces qué? -quiso saber Dakota.
Nevada sonrió.
– Creo que me da miedo que encuentre a alguien en treinta segundos. ¡Sería deprimente! No puedo recordar la última vez que tuve una cita.
– ¡Dímelo a mí! -dijo Montana con un suspiro.
– ¿Qué me dices de esos contratistas? -preguntó Dakota-. ¿Alguno es lo suficientemente joven como para resultar interesante?
– Trabajo con ellos y no es bueno salir con alguien con quien trabajas.
– ¿Por qué no? -preguntó Montana-. Si trabajas con ellos, entonces tienes la oportunidad de verlos en toda clase de circunstancias. Sabrás mucho sobre su carácter. ¿No es eso algo bueno?
Nevada se encogió de hombros y se giró hacia Dakota.
– Supongo que tú no estás interesada en salir con nadie.
– Tengo un bebé.
– Y un hombre. Admítelo. El sexo es fabuloso.
Dakota no se molestó en ocultar su sonrisa.
– Mejor aún de lo que os imagináis.
Finn hizo todo lo que pudo por evitar a su hermano.
No había nada de lo que pudiera decirle Stephen que quisiera oír. Pero dos días después de la emisión del programa, su hermano lo acorraló en el aeropuerto. Estaba cargando unas cajas en el avión y, al alzar la mirada, se encontró allí a Stephen.
– Estoy ocupado -le dijo con brusquedad.
– Algún día tendrás que hablarme.
– Hace una semana que no te veo. No hagas que parezca como si llevaras días yendo detrás de mí.
– Ya sabes lo que quiero decir -le dijo su hermano-. Estás cabreado.
Finn colocó la caja y se puso derecho.
– ¿Porque has salido en la televisión nacional diciéndole al mundo que soy un cretino? ¿Por qué iba a estar cabreado por eso?
– Yo no dije nada de eso. Dije que… -Stephen sacudió la cabeza-. Olvídalo -se dio la vuelta-. No importa. De todos modos no vas a escucharme. No sé ni por qué me molesto.
Stephen comenzó a alejarse. La primera intención de Finn fue dejarlo marchar; ese chico estaba actuando como un crío mimado. Había intentado dejar algo claro y había abandonado al primer intento. Y eso que Dakota decía que sus hermanos ya eran lo suficientemente maduros como para seguir su camino solos.