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– Ya hemos cerrado el casting. Todo se anunciará mañana. Seguro que tus hermanos son geniales y, si no salen en este programa, saldrán en otro -sonó aburrido, como si esas palabras las hubiera dicho miles de veces.

– No quiero que salgan en el programa -dijo Finn.

Geoff alzó la vista del teléfono.

– ¿Qué? Todo el mundo quiere salir en la tele.

– Yo, no. Y ellos, no.

– Entonces, ¿por qué han participado en las audiciones?

– Quieren estar en el programa, pero yo no quiero.

La expresión de Geoff volvió a mostrar desinterés.

– ¿Son mayores de dieciocho?

– Sí.

– Entonces no es mi problema. Lo siento -hizo ademán de abrir la puerta de la caravana, pero Finn le bloqueó el paso.

– No quiero que salgan en el programa -repitió.

Geoff suspiró.

– ¿Cómo se llaman?

Finn se lo dijo.

Geoff ojeó los archivos que llevaba en el teléfono y sacudió la cabeza.

– ¿Estarás de broma, verdad? ¿Los gemelos? Van a entrar. Solo serían mejor para nuestra audiencia si fueran chicas con las tetas grandes. A los telespectadores les van a encantar.

La noticia fue decepcionante, pero no le supuso ninguna sorpresa.

– Dime qué puedo hacer para hacerte cambiar de opinión. Te pagaré.

Geoff se rio.

– No es suficiente. Mira, lamento que no estés contento, pero lo superarás. Además, podrían hacerse famosos. ¿No sería divertido?

– Tendrían que volver a estudiar.

El teléfono volvió a captar la atención de Geoff.

– ¡Ajá! -murmuró mientras leía un email-. Sí… eh… puedes concertar una cita con mi secretaria.

– O podría convencerte aquí mismo. ¿Te gusta pasear, Geoff? ¿Quieres poder seguir haciéndolo?

Geoff apenas lo miró.

– Seguro que podrías darme una buena paliza, pero mis abogados son mucho más duros que tus músculos. No te gustará la cárcel.

– Y a ti no te gustará la cama de un hospital.

Geoff lo miró.

– ¿Lo dices en serio?

– ¿A ti qué te parece? Estamos hablando de mis hermanos y no pienso dejar que estropeen sus vidas por el programa.

A Finn no le gustaba amenazar a nadie, pero lo más importante era asegurarse de que Stephen y Sasha terminaban sus estudios. Haría lo que tenía que hacer y, si eso implicaba aplastar físicamente a Geoff, lo haría.

Geoff se metió el teléfono en el bolsillo.

– Mira, entiendo tu postura, pero tienes que entender la mía. Ya están dentro del programa. Tengo casi cuarenta personas trabajando para mí aquí, y un contrato con cada uno de ellos. Tengo una responsabilidad para con ellos y para con mi jefe. Aquí hay mucho dinero en juego.

– No me importa el dinero.

– A ti no, hombre de la montaña -gruñó Geoff-. Son adultos, pueden hacer lo que quieran. No puedes evitar que lo hagan. Supongamos que los echo del programa, ¿después qué? ¿Van a Los Ángeles? Por lo menos, mientras estén aquí, sabrás dónde están y qué están haciendo, ¿no?

A Finn no le gustó la lógica de su argumento, pero la agradeció.

– Puede que sí.

Geoff asintió varias veces.

– Es mejor que estén aquí donde puedes tenerlos vigilados.

– No vivo aquí.

– ¿Dónde vives?

– En Alaska.

Geoff arrugó la nariz, como si acabara de oler excremento de perro.

– ¿Pescas o algo así?

– Piloto aviones.

Inmediatamente, al rezongón productor se le iluminó la cara.

– ¿Aviones que llevan gente? ¿Aviones de verdad?

– Sí.

– ¡Genial! Necesito un piloto. Estamos planeando un viaje a Las Vegas y empleamos vuelos comerciales para abaratar costes, pero hay otros lugares, tal vez Tahoe y San Francisco. Si alquilara un avión, ¿podrías pilotarlo?

– Puede.

– Eso te daría una razón para seguir aquí y vigilar a tus chicos.

– Hermanos.

– Bueno, qué más da. Serás personal de producción -Geoff se llevó una mano al pecho-. Tengo familia. Sé lo que es preocuparse por alguien.

Finn dudaba que a Geoff le preocupara algo o alguien más que él.

– ¿Estaría allí mientras grabáis?

– Siempre que no causes problemas. También tenemos a una chica del pueblo trabajando con nosotros -se encogió de hombros-. Denny, Darlene. Lo que sea.

– Dakota -dijo Finn secamente.

– Eso. Puedes ir con ella. Está aquí para asegurarse de que no le hacemos daño a su preciado pueblo -volteó los ojos-. Te juro que lo próximo que haga se grabará en una zona salvaje y silvestre. Los osos no van por ahí con exigencias, ¿sabes? Es mucho más sencillo que todo esto. Bueno, ¿qué me dices?

Lo que Finn quería decir era «no». No quería quedarse allí mientras filmaban su programa, quería que sus hermanos volvieran a clase y quería regresar a South Salmon para recuperar su vida, pero algo se interponía en su camino: el hecho de que sus hermanos no volverían a casa hasta que todo eso terminara. Podía elegir entre acceder o alejarse y, si se alejaba, ¿cómo podía asegurarse de que Geoff y todos los demás no engañarían a sus hermanos?

– Me quedaré. Volaré a donde quieras.

– Bien. Habla con esa tal Dakota. Ella se ocupará de ti.

Finn se preguntó qué pensaría la chica por el hecho de tener que trabajar con él.

– De todos modos, puede que a los gemelos se les expulse del programa pronto -dijo Geoff abriendo la puerta de la caravana.

– No tendré tanta suerte.

Dakota se dirigía a casa de su madre. La mañana aún era fría, con un brillante cielo azul y las montañas al este. La primavera había llegado justo a su tiempo, todos los árboles estaban cargados de hojas y narcisos, y azafranes y tulipanes flanqueaban casi todos los caminos. Aunque aún no eran las diez, había mucha gente por la calle, tanto residentes como turistas. Fool’s Gold era la clase de lugar donde era más fácil ir caminando ahí donde quisieras. Las aceras eran anchas y siempre se respetaba a los peatones.

Se giró hacia la calle en la que había crecido. Sus padres habían comprado esa casa poco después de casarse y en ella habían crecido sus seis hijos. Dakota había compartido habitación con sus dos hermanas incluso después de que sus hermanos mayores se mudaran de casa y quedaran habitaciones libres.

Habían cambiado las ventanas y el tejado hacía unos años. La pintura era color crema en lugar de verde y los árboles estaban más altos, pero aparte de eso, poco más había cambiado. Aun con sus seis hijos independizados, Denise seguía teniendo la casa.

Su madre le había dicho que pasaría gran parte de la semana trabajando en el jardín y, cómo no, al abrir el portón encontró a Denise Hendrix arrodillada sobre una alfombrilla amarilla excavando enérgicamente. Había restos de plantas esparcidas por el césped junto a las camas de flores. La mujer llevaba vaqueros, una chaqueta de capucha sobre una camiseta rosa y un gran sombrero de paja.

– Hola, mamá.

Denise alzó la mirada y sonrió.

– Hola, cariño. ¿Habíamos quedado?

– No. Pasaba por aquí.

– ¡Ah, bien! -su madre se levantó y se estiró-. No lo entiendo. El otoño pasado limpié el jardín. ¿Por qué tengo que limpiarlo otra vez en primavera? ¿Qué hacen mis plantas durante todo el invierno? ¿Cómo se puede estropear todo tan deprisa?

Dakota abrazó a su madre y le dio un beso en la mejilla.

– Estás hablando con la persona equivocada. No se me da bien la jardinería.

– A ninguno se os da bien. Está claro que he fracasado como madre -dijo suspirando con actitud teatrera.

Denise se había casado con Ralph Hendrix siendo muy joven; el suyo había sido un amor a primera vista, seguido por una rápida boda. Había tenido tres hijos en cinco años seguidos por las trillizas. Dakota recordaba una casa abarrotada y repleta de risas. Siempre habían estado muy unidos, y aún más tras la muerte de su padre hacía ya casi once años.