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Se sintió halagada y reprendida al mismo tiempo.

– No estoy siendo pasiva. Solo estoy dándole tiempo a Finn para que decida lo que quiere hacer.

– ¿Y qué pasa con lo que quieres tú? ¿Eso no es importante?

– Claro, pero…

– Nada de peros. Recuerda lo que dijo el maestro Yoda: «No existe el intentar, existe el hacer».

– Puedes quedarte ahí sentada y esperar a que se decida -dijo Nevada-, o puedes tomar las riendas de tu destino. Sé que estás asustada.

– No estoy asustada.

Sus hermanas la miraron enarcando las cejas.

– De acuerdo, un poco asustada -admitió.

No pensaba que Finn fuera a alejarse de su hijo, sabía que con el tiempo aparecería y querría formar parte de su vida. Sería un gran padre, pero ¿le interesaría ser un marido?

– La gente del programa me parecía estúpida, desesperada y sentía lástima por ellos. Pero solo estaban buscando el amor, y eso es algo que quiere casi todo el mundo. Por lo menos, ellos hicieron algo. ¿Qué he hecho yo?

Medio se esperaba que sus hermanas la defendieran, pero se quedaron en silencio. ¡Eso sí que era comunicación!, pensó algo dolida. Y entonces se recordó que no importaba lo que la gente pensara de Finn y de ella. Ellos eran los únicos que importaban.

Sabía lo que quería, quería un final feliz con el hombre al que amaba. Quería casarse con él y criar a sus hijos a su lado. Quería una casa llena de niños y perros, con un gato o dos y un pequeño campo de fútbol. Quería un poco de lo que habían tenido sus padres.

Pero, ¿qué quería Finn? Sabía que acabaría diciéndoselo, pero darle ese tiempo que necesitaba ¿era ser madura o tener miedo?

Le había dicho que lo amaba y que estaba embarazada, pero no había tenido oportunidad de contarle el resto. De decirle cómo veía su futuro juntos y que ser responsable no era algo tan malo. Había muchas recompensas maravillosas.

– No voy a esperar -dijo y se levantó-. Me voy a South Salmon a hablar con él.

– Sale un avión con destino a Alaska a las seis de la mañana desde Sacramento -le dijo Nevada-. Hace escala en Seattle -se sacó un papel del bolsillo y se lo entregó-. He hecho una reserva antes. Puedes pagarlo al llegar al aeropuerto.

Dakota no podía creérselo.

– ¿Habíais planeado esto?

– Y también hemos discutido con mamá sobre quién se quedará con Hannah mañana por la noche.

Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero por primera vez en días, no fueron lágrimas de tristeza. Abrazó a sus hermanas.

– Os quiero.

– Y nosotras a ti. Dile a Finn que si es un idiota, enviaremos a nuestros tres hermanos a buscarlo. Podrá correr, pero no podrá esconderse para siempre.

Dakota se rio.

Montana la besó en la mejilla.

– Nos ocuparemos de todo aquí. No te preocupes. Tú ve y encuentra a Finn y tráelo hasta aquí.

– ¿Lo echamos a suertes? -preguntó Bill.

Finn estaba mirando por la ventana del despacho. La primera tormenta ya había pasado, pero venía una segunda, más grande y dirigiéndose a South Salmon.

Las tormentas allí no eran como en los otros estados.

Eran mucho menos educadas y mucho más destructivas. Por lo general, todos los vuelos quedaban cancelados, pero habían recibido una llamada de un padre desesperado diciendo que su hijo estaba enfermo y que necesitaba un avión inmediatamente. Los aviones médicos estaban atendiendo otras llamadas y nadie más podía llegar hasta allí.

Ahora había unas enormes nubes negras surcando el cielo, junto con un fuerte viento y relámpagos. Volar con ese tiempo era como desafiar a Dios.

– Iré yo -dijo Finn dirigiéndose ya hacia uno de los aviones-. Avisa a la familia por radio y di que estaré allí en unas tres horas. Un poco más, tal vez.

– No puedes rodear la tormenta -era demasiado grande como para rodearla.

– Lo sé.

Bill lo agarró del brazo.

– Finn, espera. Vamos a esperar unas horas.

– ¿Ese niño tiene unas horas?

– No, pero…

– Ese niño no va a morir mientras yo esté de guardia.

– No les debes nada.

Pero tenía que intentarlo. Eso era lo que ese trabajo significaba para éclass="underline" a veces tenías que correr un riesgo.

Fue hasta el avión y realizó la rutina de comprobación con más cautela y detenimiento que nunca. Lo último que necesitaba era un problema mecánico que complicara una situación ya de por sí difícil.

Cuando estuvo listo para despegar, el viento bramaba y empezaron a caer las primeras gotas.

El problema no era salir de allí porque se alejaría de la tormenta, sino llegar a Anchorage.

Seis horas después, sabía que moriría. Los padres y el niño estaban en el avión; el hombre sentado a su lado y la mujer junto a su hijo. Los vientos eran tan fuertes que el avión parecía estar quieto en lugar de avanzando. Se sacudían y en alguna ocasión una ráfaga de viento los hizo descender bastantes metros.

– Voy a vomitar -gritó la madre.

– Las bolsas están junto al asiento.

No podía parar a mostrárselo. No, cuando todas sus vidas dependían de que los sacara de allí a salvo.

Aunque era por la tarde, el cielo estaba negro como la noche y la única iluminación provenía de los relámpagos. El viento rugía como un monstruo que quería atraparlos y Finn tenía la sensación de que en esa ocasión la tormenta ganaría.

Sin quererlo, se vio arrastrado mentalmente a otro vuelo muy parecido a ése. Un vuelo que había cambiado su vida.

Había habido una tormenta, oscura y poderosa. Los truenos los habían asaltado y uno se había acercado tanto a ellos que Finn recordaba haber sentido su calor. Él pilotaba y su padre iba de copiloto. El viento había bramado y los había lanzado como si fueran una pelota de béisbol.

Y entonces un trueno había caído en el motor y el avión había caído desde el cielo como si fuera una piedra.

No había podido controlar el descenso; todo había estado demasiado oscuro como para saber dónde aterrizar, suponiendo que hubiera habido algún punto más seguro que el bosque donde se habían estrellado. Finn no recordaba mucho del impacto. Se había despertado y se había encontrado tendido en el suelo, bajo la lluvia.

Sus padres estaban inconscientes y los había atendido lo mejor que pudo antes de salir a buscar ayuda. Para cuando habían regresado, ya habían muerto.

Un trueno cayó junto al avión devolviendo a Finn al presente. La madre gritó. El niño seguro que estaba aterrorizado, aunque demasiado enfermo como para emitir ningún sonido. Junto a Finn, el padre se aferraba al asiento.

Nadie preguntó si iban a morir, aunque él estaba seguro de que lo estaban pensando. Y probablemente estarían rezando. Finn esperaba oír una voz que le dijera que debería haber esperado, que no había merecido la pena… y entonces lo sintió. Fue como si sus padres estuvieran allí con él, ayudándolo. Como si alguien estuviera tomando el control del avión, guiando sus manos.

Sin saber qué otra cosa hacer, escuchó al silencio, giró a la izquierda, después a la derecha, esquivando los truenos y al viento, encontrando la zona más calmada de la tormenta. Descendió un poco cuando esas fuerzas invisibles así se lo indicaron, viró a la izquierda y volvió a subir.

Durante la siguiente hora pilotó como nunca antes lo había hecho y poco a poco el poder de la tormenta fue desvaneciéndose. A ochenta kilómetros de Anchorage vio el primer rayo de luz y oyó una voz desde la torre de control.

Aterrizaron menos de treinta minutos después. Una ambulancia estaba esperándolos para llevarse al niño al hospital. En el último segundo, el padre se volvió hacia él.