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El inesperado fallecimiento de Ralph había hundido a Denise, pero no había podido acabar con ella. Había salido adelante, sobre todo por el bien de sus hijos, y había seguido con su vida. Era guapa, una mujer llena de vida que no aparentaba ni cincuenta años.

Entraron en la cocina por la puerta de atrás. La habían remodelado hacía años y siempre había sido el centro de su hogar. Denise era una mujer de lo más tradicional.

– A lo mejor deberías contratar un jardinero -le dijo Dakota mientras sacaba dos vasos del armario.

Su madre sacó una jarra de té helado de la nevera y Dakota echó hielos en los vasos antes de abrir el tarro de las galletas. El olor a galletas de chocolate recién hechas la embriagó. Se sentaron en la mesa de la cocina.

– Jamás me fiaría de un jardinero -dijo Denise sentada frente a su hija-. Debería arrancarlo todo y cubrirlo de cemento. Sería lo más sencillo.

– A ti nunca te ha gustado lo sencillo. Te encantan las flores.

– No siempre -sirvió el té-. ¿Cómo va el programa?

– Mañana anunciarán los participantes.

Los oscuros ojos de su madre se iluminaron de diversión.

– ¿Estarás en la lista?

– Lo dudo. No tendría nada que ver con esto si la alcaldesa no me hubiera suplicado que colaborara.

– Todos tenemos una responsabilidad civil.

– Lo sé. Por eso estoy haciendo lo correcto. ¿No podrías habernos educado para que no nos importaran los demás? Me habría ido mejor así.

– Son diez semanas, Dakota. Sobrevivirás.

– Tal vez, pero no me gustará.

Su madre frunció los labios.

– Ah, ahí está esa madurez que siempre me hace sentir orgullosa.

Estaba bien bromear, pensó Dakota, porque las cosas estaban a punto de ponerse muy serias.

Había pospuesto esa conversación durante varios meses, pero sabía que había llegado el momento de aclararlo. No lo había hecho por mantener un secreto, sino por no preocupar a su madre, que ya había sufrido bastante.

Sin embargo, tenía que hacerlo. Había llegado el momento.

Tomó una galleta, pero no la probó.

– Mamá, tengo que decirte algo.

La expresión de Denise no cambió, pero Dakota notó cómo se tensó.

– ¿Qué?

– Ni estoy enferma ni me estoy muriendo ni me van a arrestar.

Dakota respiró hondo. Se fijó en las pepitas de chocolate y en los bordes desiguales de las galletas porque era más sencillo que mirar a la persona que más quería en el mundo.

– ¿Recuerdas que en Navidad te hablé de adoptar?

Su madre suspiró.

– Sí, y aunque me parece maravilloso, es un poco prematuro. ¿Cómo sabes que no vas a encontrar a un hombre fabuloso y casarte y tener hijos a la antigua?

Era algo sobre lo que habían hablado docenas de veces y, a pesar de la opinión de su madre, Dakota había seguido adelante con los trámites y la agencia con la que había contactado ya estaba estudiando su caso.

– Ya sabes que la menstruación siempre me ha resultado muy dolorosa -al contrario de lo que les sucedía a sus hermanas.

– Sí, y fuimos al médico varias veces para tratarlo.

Su médico siempre le había dicho que todo iba bien, pero se había equivocado.

– El otoño pasado la cosa empeoró. Fui a mi ginecóloga y me hizo unas pruebas -finalmente alzó la mirada y miró a su madre-. Tengo el síndrome de ovarios poliquísticos y endometriosis pélvica.

– ¿Qué? Sé lo que es la endometriosis, pero ¿y lo otro? -parecía muy preocupada.

Dakota sonrió.

– No te pongas así. No es para asustarse ni nada contagioso. Es un desequilibrio hormonal. Estoy mejorando bajando de peso y haciendo ejercicio. Además, tomo unas cuantas hormonas. Todo esto puede hacer que me resulte difícil quedarme embarazada.

Denise frunció el ceño.

– De acuerdo -dijo lentamente-. ¿Y la endometriosis pélvica? ¿Qué significa eso? ¿Quistes?

– Algo así. La doctora Galloway se ha sorprendido de que tenga las dos cosas, pero puede pasar. Lo ha solucionado para que no tenga más dolores.

Su madre se inclinó hacia ella.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Te han operado? ¿Has estado en el hospital?

– No. Fue un tratamiento ambulatorio. No pasó nada.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Porque no era importante.

Dakota tragó saliva. Había tenido la precaución de que nadie se enterara al no querer escuchar muestras de compasión, palabras que no hicieran más que empeorar las cosas.

Pero habían pasado semanas, meses, y ese viejo cliché sobre que el tiempo lo curaba todo era casi verdad. No estaba curada del todo, pero ya podía decir la verdad en alto… después de haber estado practicando en su pequeña casa alquilada durante varios días.

Se forzó a mirar a su madre a los ojos.

– El tema de los ovarios poliquísticos está bajo control. Voy a tener una vida larga y sana. Pero tener esos dos problemas a la vez hace que vaya a ser muy poco probable que me quede embarazada a la antigua, como tú dices. La doctora Galloway dice que la probabilidad es de un uno por ciento.

A Denise le temblaba la boca y las lágrimas se acumularon en sus ojos.

– No -susurró-. No, cielo, no.

Dakota casi se esperaba una recriminación, algún «¿por qué no me lo has dicho antes?». Pero, por el contrario, su madre se levantó y la abrazó como si no fuera a soltarla nunca.

La calidez de ese familiar abrazo llegó hasta lo más hondo de Dakota, hasta lugares que desconocía que tuviera.

– Lo siento -le dijo su madre besándole la mejilla-. ¿Has dicho que te enteraste el otoño pasado?

Dakota asintió.

– Tus hermanas me dijeron que te notaban inquieta, preocupada por algo. Creímos que era por un hombre, pero era esto, ¿verdad?

Dakota volvió a asentir. Se había ido directa al trabajo después de descubrir lo que le pasaba y se había echado a llorar delante de su jefe. Aunque no le había contado la razón, no se había mostrado exactamente sutil.

– No me sorprende que te lo hayas guardado. Siempre has sido de las que piensan mucho las cosas antes de hablarlas.

Volvieron a sentarse a la mesa.

– Ojalá pudiera solucionar esto -admitió Denise-. Ojalá hubiera hecho más cuando empezaste a tener estos problemas de adolescente. ¡Me siento tan culpable!

– No lo hagas. Es una de esas cosas que pasan.

Denise respiró hondo y Dakota pudo ver determinación en los ojos de su madre.

– Estás sana y fuerte y lo superarás. Como has dicho, se pueden hacer cosas. Cuando te cases, tu marido y tú podréis decidir qué hacer -se detuvo-. Por eso vas a adoptar. Quieres estar segura de que tendrás hijos.

– Sí. Cuando me enteré de todo esto, sentí como si estuviera rota por dentro.

– No estás rota.

– Mi cabeza lo sabe, pero mi corazón no está tan seguro de ello. ¿Y si no me caso nunca?

– Te casarás.

– Mamá, tengo veintiocho años y nunca he estado enamorada. ¿No te parece extraño?

– Has estado ocupada. Tenías un doctorado antes de cumplir los veinticinco. Te supuso un esfuerzo tremendo.

– Lo sé, pero… -siempre había querido tener un hombre en su vida, pero no había logrado encontrarlo. Ahora ya ni siquiera buscaba a un don Perfecto, se conformaba con un tipo que fuera razonablemente decente y que no saliera corriendo y gritando en mitad de la noche al verla-. No quiero esperar más. Puedo ser madre soltera perfectamente. Y no estaré sola… no aquí, en este pueblo, con mi familia.

– No, no estarías sola, pero tener hijos hará que te resulte complicado encontrar un buen hombre.

– Si conozco a alguien que no nos acepte ni a mí ni a mi hijo adoptado, entonces ese hombre no es el adecuado.

– He criado a unos hijos maravillosos.

Dakota se rio.

Denise se inclinó hacia ella y añadió:

– Pues vamos allá con la adopción. ¿Ya has empezado a mirar? ¿Necesitas ayuda?