V
Antes de concentrarse en el escenario del crimen, a Dalgliesh siempre le agradaba efectuar una breve exploración del entorno, para orientarse y, en cierto modo, para situar la escena del asesinato. Este ejercicio tenía su valor práctico, pero reconocía que, de una manera un tanto misteriosa, satisfacía una necesidad psicológica, tal como en su infancia le agradaba explorar una iglesia rural, caminando primero, lentamente, alrededor de ella, con una sensación de pasmo y emoción, antes de abrir la puerta y comenzar su ya planeada exploración hasta llegar al misterio central. Y ahora, aprovechando los pocos minutos de que disponía, antes de que el fotógrafo, los expertos en huellas y los biólogos forenses llegaran allí, tenía todo el lugar casi para él solo. Al salir al pasillo, se preguntó si aquella atmósfera tranquila, matizada por el aroma del incienso y los cirios y el olor, más sólidamente anglicano, de los mohosos libros de plegarias, el líquido de pulir metales y las flores, había ofrecido también a Berowne la promesa del descubrimiento, de un escenario ya preparado, una tarea inevitable e insoslayable.
El pasillo brillantemente iluminado, con su suelo de mosaico pulimentado con cera encáustica, y sus paredes pintadas de blanco, recorría toda el ala oeste de la iglesia. La sacristía pequeña era la primera habitación a la izquierda. Junto a ella y con una puerta de comunicación, había una cocinilla de unos tres metros por dos y medio. Había después un estrecho retrete con una taza anticuada de porcelana decorada y un asiento de madera de caoba, sobre el que había una cadena que colgaba bajo una única y alta ventana. Finalmente, una puerta abierta le llevó a una habitación cuadrada y de techo alto, casi con certeza situada debajo del campanario, y que era, obviamente, la sacristía propiamente dicha. Frente a ella, el pasillo quedaba separado de la nave de la iglesia por una reja de tres metros de longitud y delgados barrotes de hierro forjado, que permitía una visión, a lo largo de la nave, del cavernoso ábside y la capilla de Nuestra Señora a la derecha. Una puerta central en la reja, rematada con las figuras de dos ángeles trompeteros, permitía la entrada a la iglesia al sacerdote seguido por sus monaguillos. A la derecha, había una puerta de madera cerrada con un candado y también fijada en la reja. Detrás de ella, pero al alcance de la mano extendida, vio un candelabro de varios brazos, también de hierro forjado, con una caja de cerillas en un soporte de bronce sujetado con una cadena, y una bandeja que contenía unas cuantas velillas. Al parecer, ello había de permitir a la gente que tenía algo que hacer en la sacristía encender una vela cuando la puerta enrejada de la iglesia estaba cerrada. A juzgar por la limpieza de los portavelas, era ésta una medida que rara vez, o casi nunca, se tomaba. Había un solo cirio en su lugar, erguido como un pálido dedo de cera, y nunca había sido encendido. Dos de los candeleros de bronce suspendidos sobre la nave proporcionaban una luz suavemente difusa, pero la iglesia tenía un aire misterioso comparado con el resplandor del pasillo y las figuras de Massingham y el sargento de detectives que hablaban en voz baja, así como las de la señorita Wharton y el niño pacientemente sentados, como enanos deformes, en unas sillas bajas en lo que debía de ser el rincón destinado a la infancia, parecían tan distantes e insustanciales como si existieran en una dimensión diferente del tiempo. Mientras los observaba, Massingham levantó la mirada, le vio y atravesó la nave en dirección hacia él.
Regresó a la sacristía pequeña y, ante el umbral de la puerta, se puso sus guantes de goma. Como siempre, le sorprendió ligeramente el hecho de que fuese posible fijar la atención en el cuarto en sí, en su mobiliario y sus objetos, antes incluso de que los cadáveres hubieran sido retirados, como si en su fija y silenciosa decrepitud hubieran pasado a formar parte, por un momento, de los artefactos de la habitación, tan significativos, ni más ni menos, como cualquier otra pista física. Al avanzar dentro de la habitación, supo que Massingham se encontraba detrás de él, alerta y sacando también sus guantes, pero extrañamente sumiso, caminando con discreción detrás de su jefe, como un criado recién contratado que mostrara su deferencia al médico de la casa. Dalgliesh pensó: «¿Por qué se comportan como si yo necesitara ser tratado con tacto, como si sufriera alguna pena privada? Ésta es una tarea como cualquier otra. Promete ser lo bastante difícil sin que John y Kate deban tratarme como si yo fuera un convaleciente excesivamente sensible».
Recordó que Henry James había dicho sobre su muerte inminente: «¡Veo que llega, por fin, aquella cosa tan distinguida!». Si Berowne había pensado en tales términos, el lugar era de lo más incongruente para recibir tan honrosa visita. El cuarto tenía poco más de cuatro metros cuadrados y lo iluminaba un tubo fluorescente que cubría casi toda la longitud del techo. La única luz natural procedía de dos ventanas altas y curvadas. Las cubría por la parte exterior una tela metálica protectora, que parecía la de un gallinero y en la que se había acumulado el polvo de décadas enteras, de suerte que los cristales eran unos alvéolos cubiertos de mugre verdosa. Por su parte, el mobiliario parecía haber sido adquirido gradualmente a lo largo de los años, a base de donativos, de trastos desechados, y restos sin valor de antiguas ventas de objetos de ocasión. Frente a la puerta y debajo de las ventanas, había una antigua mesa de roble, con tres cajones a la derecha, uno de ellos sin asa. Sobre ella descansaba una sencilla cruz de roble, un secante muy usado sobre un vade de cuero, y un teléfono negro de modelo anticuado, cuyo auricular, descolgado, yacía a su lado.
Massingham comentó:
– Parece como si lo hubiera descolgado. ¿A quién se le ocurre llamar por teléfono precisamente cuando se está concentrando para cortarse la yugular?
– O bien su ejecutor no quiso correr el riesgo de que los cadáveres fuesen descubiertos demasiado temprano. Si al padre Barnes se le ocurría telefonear y no recibía contestación, lo más probable era que viniese aquí para comprobar si Berowne estaba bien. Si seguía oyendo la señal de comunicar, probablemente supondría que Berowne estaba haciendo una serie de llamadas, y dejarla de preocuparse.
– Tal vez consigamos una huella de palma de mano, señor.
– No lo creo, John. Si esto es asesinato, no nos las vemos con un necio.
Continuó su exploración. Con las manos enguantadas, abrió el cajón superior y encontró un bloque de papel blanco de cartas, barato, con el nombre de la iglesia como membrete, y una caja de sobres. Aparte de esto, el cajón no contenía nada interesante. Apoyadas en la pared de la izquierda había varias sillas de lona y metal bien apiladas, al parecer para ser utilizadas ocasionalmente por los miembros del consejo parroquial. Detrás de ellas había un archivador metálico de cinco cajones, y junto a él una pequeña librería con puertas de vidrio. La abrió y vio que contenía un surtido de viejos libros de oraciones, misales, folletos religiosos, y un montón de libritos con la historia de aquella iglesia. Había tan sólo dos sillones, uno a cada lado de la chimenea; uno era un mueble compacto y de color oscuro, tapizado con cuero ya deteriorado y provisto de un cojín hecho con labor de punto, y el otro era un sillón mugriento pero más moderno, con cojines fijos al armazón. Una de las sillas apiladas había sido sacada del montón. Colgaba de su respaldo una toalla blanca y sobre su asiento reposaba una bolsa de lona marrón, con la cremallera abierta. Massingham investigó cuidadosamente el contenido y dijo:
– Un par de pijamas, unos calcetines de repuesto y una servilleta que envolvía media hogaza de pan integral y un trozo de queso. Roquefort, a juzgar por su aspecto. Y también hay una manzana. Una Cox, si sirve de algo.