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– No lo creo. ¿Nada más, John?

– Sí, señor. No hay vino. No sé qué podía estar haciendo aquí, pero no parece que fuese a acudir a una cita, al menos con una mujer. ¿Y por qué elegir este lugar con todo Londres a su disposición? La cama es demasiado estrecha. No ofrece ninguna comodidad.

– Buscara lo que buscase aquí, no creo que fuese comodidad.

Dalgliesh se había aproximado a la chimenea, una sencilla repisa de madera y una reja de hierro con dibujos de racimos y convólvulos, enclavada en medio de la pared de la derecha. Pensó que debía de hacer décadas que no se había encendido en ella un fuego. Frente al hogar había una gran estufa eléctrica con brasas artificiales, la parte posterior alta y curvada y triple quemador. Avanzó un poco más y observó que, en realidad, la parrilla del hogar había sido utilizada recientemente, ya que alguien había tratado de quemar un dietario. Yacía abierto en la parrilla, con las hojas dobladas y ennegrecidas. Al parecer, algunas páginas habían sido arrancadas y quemadas por separado, y los frágiles fragmentos de negra ceniza habían flotado hasta depositarse sobre los desechos que había debajo de la parrilla: cerillas usadas, polvillo de carbón, borra de la alfombra y la porquería de años acumulada. La cubierta azul del dietario, con el año claramente impreso, había ofrecido más resistencia a las llamas, y una esquina sólo estaba ligeramente chamuscada. Era evidente que quien lo hubiese quemado había procedido con apresuramiento, a no ser, desde luego, que sólo le hubiera preocupado destruir ciertas páginas. Dalgliesh ni siquiera lo tocó. Era una tarea para Ferris, el oficial a cargo del escenario del crimen, que ya esperaba con impaciencia en el pasillo. Era un hurón al que nunca le agradaba que otro que no fuese él examinara el lugar de un crimen, y a Dalgliesh le pareció como si su impaciencia para proceder a su trabajo penetrase a través de la pared como una fuerza palpable. Se agachó y examinó los desechos que había debajo de la parrilla. Entre los fragmentos de papel quemado vio una cerilla usada, cuya mitad aparecía tan limpia y blanca como si acabaran de encenderla. Dijo:

– Pudo haberla utilizado para quemar el dietario. Pero, en ese caso, ¿dónde está la caja? Eche un vistazo a los bolsillos de la americana, John.

Massingham se dirigió hacia la americana de Berowne, colgada de un gancho detrás de la puerta, y palpó los dos bolsillos exteriores y uno interior.

– Una cartera, señor, una estilográfica Parker y unas llaves con su llavero -dijo-. No hay encendedor ni cerillas.

Y tampoco las había en la habitación, al menos a la vista.

Con una excitación que iba en aumento pero que ninguno de los dos mostraba, se trasladaron a la mesa y examinaron atentamente el secante. También aquello debía de haber estado allí durante años. El rosado papel secante, ya desgastado en sus bordes, estaba marcado por una maraña de diferentes tintas y con borrones ya difuminados. Ello no era sorprendente, pensó Dalgliesh, ya que hoy en día eran mayoría los que utilizaban bolígrafos en vez de tinta. Sin embargo, al examinarlo con mayor atención, pudo ver que alguien había estado escribiendo recientemente con una pluma estilográfica. Sobre las señales más antiguas había trazos más recientes, una serie de líneas interrumpidas y semicurvas, en tinta negra, que cubrían una longitud de unos doce centímetros en el papel secante. Su carácter reciente era obvio. Se acercó a la chaqueta de Berowne y sacó la pluma estilográfica. Era un modelo estilizado y elegante, uno de los más recientes, y vio que estaba cargada con tinta negra. El laboratorio podría identificar la tinta, aunque las letras no pudieran ser descifradas. Sin embargo, si Berowne había estado escribiendo y había secado el papel en el escritorio, ¿dónde estaba ahora ese papel? ¿Se habría deshecho de él, lo habría roto, lo habría arrojado al retrete, o tal vez quemado entre los restos de las páginas del dietario? ¿O tal vez lo había encontrado otra persona, que acaso hubiera venido incluso con el único propósito de encontrarlo, y que después lo había destruido o se lo había llevado consigo?

Finalmente, él y Massingham atravesaron la puerta abierta, a la derecha de la chimenea, procurando no rozar el cadáver de Harry, y exploraron la cocina. Había un fogón de gas, relativamente moderno, montado sobre un fregadero de porcelana profundo y cuadrado, muy manchado, y con una servilleta de té, limpia pero arrugada, colgada de un gancho junto a él. Dalgliesh se quitó los guantes y tocó la servilleta. Estaba ligeramente húmeda, pero lo estaba toda ella, como si la hubieran empapado en agua, escurrido después y dejado que se secara durante la noche. La entregó a Massingham, que se quitó a su vez los guantes y la tocó. Dijo:

– Aunque el asesino estuviera desnudo, o semidesnudo, necesitó lavarse las manos y los brazos. Tal vez utilizó esto. La toalla de Berowne es, presumiblemente, la colgada en la silla, y me parece totalmente seca.

Salió para comprobarlo, mientras Dalgliesh proseguía su exploración. A la derecha había una alacena con la superficie de formica, llena de manchas de té, y sobre la cual se encontraban una tetera de gran tamaño, otra más pequeña y más moderna, y dos latas de té. Había también una taza de porcelana desportillada, con su interior manchado hasta el punto de parecer negro, y que olía a alcohol. Al abrir la alacena, vio que contenía una serie de tazas y platos de loza, ninguno de los cuales hacía juego, y dos servilletas de té limpias y dobladas, ambas secas; en el estante inferior encontró un surtido de jarrones para flores, así como un maltrecho cesto de mimbre que contenía trapos para el polvo y botes de productos de limpieza para metales y muebles. Al parecer, era allí donde la señorita Wharton y sus ayudantes arreglaban las flores, lavaban sus trapos y se reconfortaban con un té.

Unida a la tubería del fogón de gas por una cadenilla de latón había una caja de cerillas con un soporte metálico, similar a la encadenada al candelabro, y el soporte tenía una bisagra en la parte superior para permitir la inserción de una nueva caja. Había visto un dispositivo similar, con cadena, en el despacho parroquial de la iglesia de su padre en Norfolk, pero desde entonces no recordaba haber encontrado otro. Su uso era complicado y la superficie para raspar la cerilla apenas resultaba adecuada. Era difícil creer que las cajas hubieran sido extraídas y después colocadas de nuevo y todavía más difícil pensar que una cerilla de una de aquellas cajas encadenadas hubiera sido encendida y seguidamente trasladada, sin que se apagara, hasta la sacristía pequeña, para utilizarla en la incineración del dietario.

Massingham volvía a estar detrás de él y dijo:

– La toalla del otro cuarto está perfectamente seca y apenas sucia. Parece como si Berowne se hubiera lavado las manos al llegar y esto es todo. Es extraño que no la dejara aquí, excepto que no veo nada adecuado para colgarla. Sin embargo, todavía es más extraño que el asesino, suponiendo que hubiera un asesino, no la emplease para secarse, en vez de usar aquella servilleta pequeña.

Dalgliesh repuso:

– Tal vez no pensó en llevarla consigo a la cocina. Y si no lo hizo, difícilmente podía volver para buscarla. Demasiada sangre, demasiado riesgo de dejar una pista. Era mejor utilizar lo que encontrase más a mano.

Era evidente que la cocina era la única habitación con agua y un fregadero; lavarse las manos, así como lavarse en general, debía de hacerse allí, cuando se hacía. Sobre el fregadero había un espejo formado por piezas de cristal fijadas a la pared, y debajo de él un sencillo estante de vidrio. Sobre él, había una bolsa de goma espuma, con la cremallera abierta, que contenía un cepillo de dientes y un tubo de pasta, una toallita seca para la cara y una pastilla de jabón ya usada. Debajo, apareció un hallazgo más interesante: un estrecho estuche de cuero con las iniciales PSB grabadas en oro mate. Con las manos enguantadas, Dalgliesh levantó la tapa y encontró lo que ya esperaba: la gemela de la navaja asesina que se encontraba tan incriminadoramente cercana a la mano derecha de Berowne. En el forro de satén de la tapa había un adhesivo con el nombre del fabricante impreso con un tipo de letra anticuado, P. J. Bellingham, y su dirección en Jermyn Street. Bellingham, el barbero más caro y prestigioso de Londres, y todavía el suministrador de navajas a aquellos clientes que nunca se habían acomodado a los hábitos del siglo XX en cuestión de afeitado.