No había nada de aparente interés en el retrete y se dirigieron hacia la sacristía. Era obvio que allí era donde Harry Mack se había acomodado para pasar la noche. Lo que parecía una vieja manta del ejército, deshilachada en los bordes y más que mugrienta, había sido extendida de cualquier manera en una esquina, y su tufillo se mezclaba con el olor del incienso, produciendo una amalgama incongruente de piedad y pobreza. Junto a ella había una botella, un trozo de cuerda sucia y una hoja de periódico sobre la que se encontraba una rebanada de pan moreno, el corazón de una manzana y unas cuantas migas de queso. Massingham las recogió, las frotó entre sus palmas y sus pulgares, y las olió. Después, anunció:
– Roquefort, señor. No creo que Harry se procurase esta clase de queso.
No había señales de que Berowne hubiera comenzado su cena -esto podría servir de ayuda para decidir la hora aproximada de la muerte-, pero, al parecer, o bien había inducido a Harry a entrar en la iglesia con la promesa de darle de comer, o, lo que era más probable, había contribuido a satisfacer una necesidad obvia e inmediata, antes de disponerse a consumir su parte de aquella cena.
La sacristía le resultaba tan familiar, a partir de sus recuerdos de infancia, que Dalgliesh hubiera podido echarle un rápido vistazo, cerrar los ojos y enunciar en voz alta un inventario de objetos eclesiales: los paquetes de incienso en el estante superior del armario; el incensario y el receptáculo del incienso; el crucifijo y, detrás de la rajada cortina de sarga roja, las casullas bordadas y los roquetes cortos y almidonados de los niños del coro. Pero ahora su mente estaba fija en Harry Mack. ¿Qué le había despertado en su sopor de borrachera: un grito, el fragor de una pelea, el ruido de un cuerpo que se desplomaba? Sin embargo, ¿pudo haberlo oído desde esa habitación? Como si se hiciera eco de sus pensamientos, Massingham dijo:
– Pudo haberle despertado la sed, cosa que tal vez le llevó a la cocina en busca de un trago de agua, y de esta manera presenció el crimen. Parecía como si aquel tazón de porcelana fuese el suyo. El padre Barnes sabrá si pertenece a la iglesia, y, con un poco de suerte, tal vez haya huellas en él. También cabe que fuese al retrete, pero dudo que desde allí hubiera podido oír algo.
Y, pensó por su parte Dalgliesh, era improbable que después del retrete hubiera ido a la cocina para lavarse las manos. Probablemente, Massingham tenía razón. Harry se había instalado para pasar la noche allí y, en un momento dado, necesitó tomar unos sorbos de agua. A no ser por aquella sed fatal, todavía podría estar durmiendo apaciblemente.
En el pasillo, Ferris seguía caminando suavemente sobre las puntas de los pies, como el corredor que se prepara para emprender una carrera.
Massingham dijo:
– El secante, esa taza de loza esmaltada, la servilleta de té y el dietario son cosas que tienen todas ellas su importancia, y hay también, en la reja de la chimenea, lo que parece una cerilla encendida recientemente. Necesitamos todo eso. Pero necesitamos también todo lo que se encuentre en la chimenea y en los recodos de las tuberías del fregadero. Lo más probable es que el asesino se lavara en la cocina.
En realidad, nada de esto necesitaba ser expuesto, y menos para Charlie Ferris. Éste era el hombre más experto de la policía metropolitana, y el que Dalgliesh siempre esperaba que estuviera disponible cuando empezaba un caso nuevo. Era inevitable, dado su apellido, que se le apodara «Ferret»[1], aunque rara vez cuando la palabra podía llegar a sus oídos. Era bajito, con los cabellos de un color pajizo, facciones pronunciadas y un sentido del olfato tan bien desarrollado que, según se rumoreaba, había olfateado un suicidio en el bosque de Eppin, antes incluso de que los animales predadores llegaran al lugar del hecho. En sus momentos libres, cantaba en uno de los coros de aficionados más famosos de Londres. Dalgliesh, que le había oído cantar en un concierto organizado por la policía, nunca dejaba de sorprenderse ante la realidad de que un pecho tan estrecho y una estructura física tan frágil pudieran producir una voz de bajo tan profunda. El hombre era un fanático en su tarea e incluso se había procurado la indumentaria más apropiada para sus investigaciones: unos pantalones cortos blancos con una camiseta, un gorro de natación en tela plástica, perfectamente ajustado para impedir que los cabellos pudieran interferir en su búsqueda, guantes de goma tan finos como los de un cirujano, y zapatillas de baño, también de goma, en sus pies desnudos. Su dogma era el de que ningún asesino abandonaba nunca el escenario de un crimen sin dejar detrás de él alguna prueba de su delito. Y si la había, Ferris la encontraba.
Se oyeron voces en el pasillo. Habían llegado el fotógrafo y los expertos en huellas. Dalgliesh oyó la retumbante voz de George Matthew que maldecía el tráfico de la carretera de Harrow, y también la respuesta, más apacible, del sargento Robins. Alguien se rió. No se mostraban insensibles ni particularmente cínicos, pero tampoco eran sepultureros a los que se exigiera una reverencia profesional frente a la muerte. El biólogo forense todavía no había llegado. Algunos de los científicos más distinguidos del Laboratorio Metropolitano eran mujeres, y Dalgliesh, que se reconocía una sensibilidad anticuada que de ningún modo les hubiera confesado, siempre se alegraba cuando resultaba posible retirar los cadáveres más horripilantes antes de que ellas llegaran para investigar y fotografiar las manchas de sangre, y analizar la colección de muestras obtenidas. Puso en manos de Massingham la tarea de saludar a los recién llegados y comunicarles los detalles. Había llegado el momento de hablar con el padre Barnes, pero primero deseaba cambiar unas palabras con Darren antes de que se lo llevaran a su casa.
VI
Dijo el sargento Robins:
– Se ha marchado ya, señor, pero ese diablillo nos ha estado tomando el pelo. No conseguimos arrancarle la dirección de su casa, y cuando finalmente nos dio una, era falsa, ya que se trataba de una calle que no existe. Nos hizo perder miserablemente el tiempo. Creo que ahora nos dice la verdad, pero para conseguirlo tuve que amenazarlo con el Departamento de Menores, la Asistencia Social y Dios sabe cuántas cosas, antes de que hablase. E incluso entonces, trató de burlarnos y evadirse. Tuve la suerte de poder alcanzarlo.
La señorita Wharton había sido conducida ya a Crowhurst Gardens por una agente de la policía, sin duda para verse rodeada allí por un ambiente de conmiseración y reconfortada con una taza de té. Había realizado meritorios esfuerzos para recuperar su integridad, pero, a pesar de todo, se mostró confusa acerca de la secuencia exacta de los acontecimientos antes de llegar a la iglesia y hasta el momento en que había abierto la puerta de la sacristía pequeña. Lo importante para la policía era si ella o Darren habían entrado en aquella habitación, lo que suponía el riesgo de que el escenario hubiese sido alterado. Ambos aseguraron que no había sido así. Aparte de esto, poco era lo que pudiera decir la buena mujer, por lo que Dalgliesh había escuchado brevemente su historia y había permitido que se marchara.
Sin embargo, no dejaba de resultar irritante que Darren se encontrase todavía allí. Si era necesario proceder a un nuevo interrogatorio, lo correcto era que el niño estuviera en su casa y con sus padres presentes. Dalgliesh sabía que la aparente indiferencia en la expresión del niño no garantizaba que aquel horror no le hubiese afectado. No siempre era un trauma evidente lo que más trastornaba a un niño, y no dejaba de ser curioso que éste se mostrara tan poco dispuesto a permitir que se le devolviera a su casa. Normalmente, un trayecto en coche, aunque fuera un coche de la policía, tenía su emoción para un niño, sobre todo en unos momentos en que empezaba a reunirse cierto gentío capaz de atestiguar su notorio papel en el asunto, un gentío atraído por los metros de cinta blanca que sellaban toda la parte sur de la iglesia, por los coches policiales y por el inconfundible furgón mortuorio, negro y siniestro, aparcado entre el muro de la iglesia y el canal. Dalgliesh se encaminó hacia el coche de la policía y abrió la puerta; después dijo: