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– Soy el comandante Dalgliesh. Y es hora de que regreses a casa, Darren. Tu madre estará preocupada.

Y, seguramente, el niño debería estar en la escuela. El curso debía de haber empezado ya. Pero eso, gracias a Dios, era un problema que no le incumbía a él.

Darren, pequeño y con un aspecto extremadamente desaliñado, se había acomodado en la parte izquierda del asiento delantero. Era un niño de aspecto extraño, con una carita de mono, pálida bajo un sembrado de pecas, con nariz chata y ojos vivarachos detrás de unas pestañas rizadas y casi incoloras. Era evidente que él y el sargento Robins se habían estado midiendo su mutua paciencia casi más allá de todo límite, pero se animó al ver a Dalgliesh y preguntó con una infantil beligerancia:

– ¿Es usted el jefe aquí?

Un tanto desconcertado, Dalgliesh contestó con cautela.

– Más o menos, así es.

Darren miró a su alrededor con ojos brillantes y suspicaces, y después manifestó:

– Ella no ha sido. Quiero decir la señorita Wharton. Ella es inocente.

Muy serio, Dalgliesh repuso:

– No, no creemos que haya sido ella. Como tú sabes, se necesitó más fuerza de la que pudieran tener una señora de cierta edad y un niño. Tú y ella estáis fuera de toda sospecha.

– Vale, entonces todo va bien.

Dalgliesh le preguntó:

– ¿Te cae bien?

– Es una buena mujer. Pero necesita que se ocupen de ella. Es bastante boba. No sabe valerse por sí misma. De todas maneras, yo me ocupo de ella.

– Creo que ella confía en ti. Ha sido una suerte que estuvierais juntos los dos cuando habéis encontrado los cadáveres. Para ella, debe de haber sido espantoso.

– Le ha dado un soponcio. No puede soportar ver la sangre, ¿comprende? Por eso no tiene televisión en color. Dice que no puede pagárselo, pero eso es una tontería. Al fin y al cabo, siempre está comprando flores para BVM.

– ¿BVM? -repitió Dalgliesh, mientras su mente buscaba una marca de coche desconocida.

– Esa estatua en la iglesia. Esa señora vestida de azul, con cirios delante. La llaman BVM. Ella siempre está poniendo flores allí, y encendiendo velas. Valen diez peniques cada una. Cinco peniques las pequeñas.

Sus ojos se desviaron como si se encontrara en un terreno peligroso y se apresuró a añadir:

– Creo que no quiere tener televisión en color porque no le gusta el color de la sangre.

Dalgliesh contestó:

– Creo que, probablemente, tienes razón. Nos has sido muy útil, Darren. ¿Verdad que estás seguro de que ninguno de los dos ha entrado en ese cuarto?

– No, ya lo he dicho. Siempre he estado detrás de ella.

Sin embargo, aquella pregunta no le había resultado grata y por primera vez pareció como si le abandonara una parte de su desparpajo. Se arrellanó en su asiento y, con una expresión enfurruñada, miró a través del parabrisas.

Dalgliesh regresó a la iglesia y buscó a Massingham.

– Quiero que acompañe a Darren a su casa. Tengo la sensación de que nos oculta algo. Tal vez no sea importante, pero será útil que se encuentre usted allí cuando él hable con sus padres. Usted ha tenido hermanos, y conoce a estos niños pequeños.

– ¿Quiere que vaya ahora, señor? -preguntó Massingham.

– Desde luego.

Dalgliesh sabía que esta orden no era grata. Massingham odiaba tener que abandonar el escenario de un crimen, aunque fuese temporalmente, mientras la víctima siguiera en él, y esta vez se alejaría todavía de peor gana porque Kate Miskin, que había regresado ya de Campden Hill Square, iba a quedarse allí. Pero si había de marcharse, lo haría solo. Ordenó al chófer que abandonara el coche, con una sequedad poco usual en él, y partió a una velocidad que sugería que Darren iba a disfrutar de un viaje especialmente emocionante.

Dalgliesh atravesó la puerta de la reja para adentrarse en la iglesia, pero se volvió para cerrarla suavemente tras de sí. A pesar de sus precauciones, el metal resonó intensamente en el silencio reinante y suscitó ecos a su alrededor, mientras caminaba ya por la nave. Detrás de él, fuera del alcance de su vista pero siempre presente en su mente, estaba todo el aparato propio de su oficio: luces, cámaras, equipos, y un silencio truncado por voces susurrantes y tranquilas en presencia de la muerte. Sin embargo, ahí, protegido por elegantes rejas de hierro forjado, había otro mundo todavía no contaminado. El aroma del incienso se intensificó y vio ante sí un resplandor dorado, allí donde el reluciente mosaico del ábside dominaba la atmósfera y la gran figura de un Cristo Glorioso, con sus manos perforadas extendidas, contemplaba toda la nave con ojos cavernosos. Se habían encendido otras dos luces en el templo, pero la iglesia todavía seguía oscurecida, comparada con el duro fulgor de los arcos voltaicos instalados en el escenario, y necesitó todo un minuto para localizar al padre Barnes, una silueta oscura en el extremo de la primera hilera de sillas bajo el púlpito. Avanzó hacia él, oyendo sus propias pisadas sobre el suelo de mosaico, y preguntándose si al sacerdote le parecerían tan impresionantes como se lo parecían a él.

El padre Barnes estaba sentado muy erguido, con los ojos fijos en la resplandeciente curva del ábside, su cuerpo tenso y contraído, como el de un paciente que esperase sentir dolor y se dispusiera a resistirlo. No volvió la cabeza al aproximarse Dalgliesh. Evidentemente, acababan de convocarle. Iba sin afeitar y las manos, rígidamente unidas sobre su regazo, parecían sucias, como si se hubiera acostado sin lavárselas. La sotana, cuyo largo y negro perfil realzaba todavía más su magro cuerpo, era vieja y estaba llena de manchas de lo que parecía ser alguna salsa. Una de ellas parecía haber sido limpiada sin grandes resultados. Sus zapatos negros carecían de lustre y el cuero se resquebrajaba en los lados, mientras que la parte delantera tenía una tonalidad grisácea. Despedía un olor, en parte rancio y en parte desagradablemente dulzón, a ropas viejas e incienso, mezclado con un tufo de sudor acumulado, un olor que era una penosa amalgama de fracaso y temor. Cuando Dalgliesh descansó sus largas piernas al ocupar una silla contigua y apoyó un brazo en el respaldo, le pareció como si su cuerpo acompañara y, con su tranquila presencia, aliviara discretamente un cúmulo de miedo y tensión en su vecino, tan intenso que casi resultaba palpable. Sintió un repentino remordimiento. Desde luego, aquel hombre se había presentado en ayunas para la primera misa del día. Debía de estar anhelando café caliente y algún alimento. En otras circunstancias, alguien hubiera estado preparando té allí cerca, pero Dalgliesh no tenía la menor intención de utilizar la cocina, ni siquiera para poner una tetera a hervir, hasta que el especialista hubiera realizado su tarea.

– No le entretendré mucho tiempo, padre -dijo-. Se trata tan sólo de unas pocas preguntas y después le acompañaremos a la vicaría. Todo esto debe de haber sido un golpe muy duro para usted.

El padre Barnes seguía sin mirarle, pero contestó en voz baja:

– ¿Un golpe? Sí, ha sido un golpe. Nunca hubiera debido permitirle tener la llave. En realidad, no sé por qué lo hice. No es fácil explicarlo.