Su voz resultaba inesperada. Era una voz baja, un tanto ronca y con indicios de una energía mayor de lo que pudiera sugerir aquel cuerpo tan frágil; no era una voz educada, sino una voz en la que la educación había impuesto una disciplina que no había borrado del todo el acento provinciano, probablemente de East Anglia, de la infancia. Finalmente se volvió hacia Dalgliesh y dijo:
– Dirán que yo soy el responsable. No hubiera debido permitir que tuviese la llave. Soy culpable de ello.
Dalgliesh repuso:
– No es usted responsable de ello. Usted lo sabe perfectamente y también lo saben ellos.
Aquellos «ellos», ubicuos, atemorizadores y capaces de juzgar. Pensó, aunque no lo dijera, que un asesinato representaba una intensa emoción para aquellos que no tenían que llevar luto por nadie y ni siquiera se veían implicados directamente, y que en general la gente solía mostrarse indulgente con aquellos que facilitaban esta nueva emoción. El padre Barnes quedaría sorprendido -agradablemente o tal vez no- por el número de asistentes a su misa el domingo siguiente.
– ¿Podemos empezar desde el principio? -dijo-. ¿Cuándo vio por primera vez a sir Paul Berowne?
– El lunes pasado, hace poco más de una semana. Vino a la vicaría a eso de las dos y media, y preguntó si podía visitar la iglesia. Había venido primero aquí y había descubierto que no podía entrar. Nos gustaría tener la iglesia abierta en todo momento, pero ya sabe usted lo que ocurre hoy. Hay toda clase de vándalos, personas que tratan de abrir la caja de las limosnas, que roban los cirios. En el pórtico norte hay una nota en la que se dice que la llave se encuentra en la vicaría.
– ¿Supongo que no dijo qué estaba haciendo en Paddington?
– Sí, en realidad lo dijo. Dijo que un viejo amigo suyo se encontraba en el Hospital Saint Mary, y que deseaba visitarlo. Sin embargo, el paciente estaba sometido a un tratamiento y no se admitían visitantes, por lo que disponía de una hora libre Dijo que siempre había deseado visitar la iglesia de Saint Matthew.
Por lo tanto, así había empezado la cosa. La vida de Berowne, como la de todos los hombres ocupados, estaba dominada por el reloj. Se había reservado una hora para visitar a un viejo amigo, y, de una manera inesperada esta, hora le había quedado disponible. Se sabía que le interesaba la arquitectura victoriana. Por fantástico que fuese el laberinto en el que ese impulso le hubiera introducido, al menos su primera visita a Saint Matthew ostentaba el sello confortable de la normalidad y la razón.
– ¿Se ofreció usted para acompañarlo? -preguntó Dalgliesh.
– Sí, me ofrecí, pero me dijo que no me molestara. Yo no insistí. Pensé que a lo mejor quería ir él solo.
Así que el padre Barnes no carecía de sensibilidad.
– Por lo tanto, le dio usted la llave -dijo Dalgliesh-. ¿Qué llave?
– La de reserva. Sólo hay tres para el pórtico sur. La señorita Wharton tiene una y yo guardo las otras dos en la vicaría. Hay dos llaves en cada llavero, una para la puerta sur y otra, más pequeña, que abre la puerta de la reja. Si el señor Capstick o el señor Pool quieren una llave -se trata de nuestros dos sacristanes-, vienen a pedirla a la vicaría. Como puede ver, ésta queda muy cerca. Sólo hay una llave para la puerta principal del norte, que siempre guardo en mi estudio. No la dejo nunca a nadie, para que no se pierda. Por otra parte, es demasiado pesada para que se le dé un uso general. Le expliqué a sir Paul que encontraría un folleto que describe la iglesia en el rincón destinado a las publicaciones. Lo escribió el padre Collins y siempre hemos tenido la intención de ponerlo al día. Los guardamos en la mesa que hay en el pórtico norte, y sólo cobramos por cada uno tres peniques.
Volvió la cabeza con un gesto doloroso, como el de un enfermo de artritis, y casi como si invitara a Dalgliesh a comprar un ejemplar. Fue un gesto patético y más bien suplicante. Después prosiguió:
– Creo que debió de coger uno, porque dos días después encontré un billete de cinco libras en la hucha. La mayoría meten allí tan sólo los tres peniques.
– ¿Le dijo quién era?
– Me dijo que se llamaba Paul Berowne. Siento decir que en aquel momento esto no significó nada para mí. No me dijo que fuese un diputado ni un baronet, ni nada por el estilo. Desde luego, después de su dimisión, supe quién era. Salió en los periódicos y en la televisión.
Hubo una nueva pausa y Dalgliesh esperó. Al cabo de unos segundos, la voz empezó a sonar de nuevo, ahora más vigorosa y más resuelta.
– Creo que estuvo allí una hora, tal vez menos. Después me devolvió la llave. Me dijo que le gustaría dormir aquella noche en la sacristía pequeña. Desde luego, él no sabía que la llamamos así. Él me habló de la pequeña habitación con la cama. La cama ha estado allí desde los tiempos del padre Collins, durante la guerra. Él solía dormir en la iglesia durante la época de los bombardeos, para poder apagar las bombas incendiarias. Nunca la hemos sacado de allí. Tiene su utilidad cuando alguien se encuentra mal durante los servicios religiosos, o cuando yo quiero descansar antes de una misa de medianoche. No ocupa mucho sitio, ya que sólo se trata de una cama estrecha y plegable. Bueno, usted ya la ha visto…
– Sí. ¿Le dio alguna razón para ello?
– No. Me pareció una petición corriente y no me atreví a preguntar el motivo. No era hombre al que uno pudiera hacer demasiadas preguntas. Le hablé de las sábanas y de la funda de la almohada, pero me dijo que él traería todo lo necesario.
Y había traído una sábana doble y había dormido en ella, debidamente doblada. Además, había utilizado la vieja manta militar ya existente, doblada debajo de él, y encima aquella otra manta a cuadros multicolores. La funda de lo que era, obviamente, un cojín de sillón también cabía suponer que fuera suya.
Dalgliesh preguntó:
– ¿Se llevó la llave consigo o volvió a pedirla por la noche?
– Volvió a pedirla. Debían de ser más o menos las ocho, tal vez algo antes. Se presentó ante la puerta de la vicaría, con una bolsa. No creo que viniera en coche, pues no vi ninguno. Yo le di la llave. No volví a verlo hasta la mañana siguiente.
– Hábleme de esa mañana siguiente.
– Como de costumbre, me dirigí a la puerta sur. Estaba cerrada. La puerta de la sacristía pequeña estaba abierta y vi que él no se encontraba allí. La cama estaba hecha, pulcramente. Todo estaba muy ordenado. Había sobre ella una sábana y una funda de almohada dobladas. A través de la reja, miré hacia la iglesia. Las luces no estaban encendidas, pero pude verlo. Estaba sentado en esta fila, algo más allá. Yo fui a la sacristía y me vestí para la misa, y después entré en la iglesia por la puerta de la verja. Cuando vio que la misa iba a celebrarse en la capilla de Nuestra Señora, se trasladó y se sentó en la última fila. No habló en ningún momento. Allí no había nadie más. Aquella mañana no le tocaba venir a la señorita Wharton, y el señor Capstick, que suele venir para asistir a la misa de nueve y media, estaba en cama con gripe. Estábamos solos los dos. Cuando terminé la primera plegaria y me volví hacia él, vi que estaba arrodillado. Comulgó. Después, nos dirigimos juntos a la sacristía pequeña. Me devolvió la llave, me dio las gracias, cogió la bolsa y se marchó.
– ¿Y eso fue todo en aquella primera ocasión?
El padre Barnes se volvió y le miró fijamente. En la penumbra de la iglesia, su cara parecía exangüe. Dalgliesh vio en sus ojos una mezcla de súplica, resolución y pena. Había algo que temía decir, pero que al mismo tiempo necesitaba explicar. Dalgliesh esperó. Estaba acostumbrado a esperar. Finalmente, el padre Barnes habló.
– No, hay algo más. Cuando levantó las manos y yo deposité la hostia en sus palmas, creí ver… -hizo una pausa y después prosiguió- que había en ellas marcas, heridas. Creí ver estigmas.