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Dalgliesh fijó la mirada en el púlpito. La figura pintada de un ángel prerrafaelita portador de un lirio, con sus rubios cabellos rizados bajo un amplio halo, le devolvió la mirada con suave indiferencia. Después preguntó:

– ¿En las palmas?

– No. En las muñecas. Llevaba una camisa y un jersey. Los puños le venían un poco anchos. Se deslizaron hacia atrás, y entonces fue cuando vi aquello.

– ¿Ha hablado con alguien más sobre ello?

– No, sólo con usted.

Durante todo un minuto ninguno de los dos habló. En toda su carrera como detective, Dalgliesh no podía recordar una información procedente de un testigo que resultara más ingrata y -no había otra palabra- más impresionante. Su mente se llenó de imágenes de lo que semejante noticia pudiera representar para su investigación si alguna vez llegaba a hacerse pública: los titulares de los periódicos, las especulaciones divertidas de los cínicos, las multitudes de mirones, los supersticiosos, los crédulos, los auténticos creyentes, llenando aquella iglesia en busca de… ¿qué? ¿Una emoción, un nuevo culto, una esperanza, certidumbre? Pero su disgusto caló más hondo que la irritación ante esta indeseable complicación de su investigación, ante la extraña intrusión de la irracionalidad en una tarea tan arraigada en la búsqueda de pruebas que pudieran presentarse en un tribunal, pruebas documentadas, demostrables, reales. Le estremeció, casi físicamente, una emoción mucho más intensa que la del disgusto, y una emoción de la que se sintió casi avergonzado, pues le pareció a la vez innoble y en sí misma poco más racional que el hecho en sí. Lo que sentía en aquel momento era una revulsión casi lindante con el ultraje. Dijo:

– Creo que debe seguir guardando silencio. Esto no es importante por lo que se refiere a la muerte de sir Paul. Ni siquiera es necesario incluirlo en su declaración. Si siente la necesidad de confiar en alguien, hable con su obispo.

El padre Barnes se limitó a contestar:

– No hablaré de esto con nadie más. Creo que necesitaba hablar de ello, compartirlo, pero ahora ya se lo he dicho a usted.

Dalgliesh repuso:

– La iglesia estaba escasamente iluminada. Usted ha dicho que no se habían encendido las luces. Estaba en ayunas. Pudo haberlo imaginado, y también pudo haber sido una ilusión debida a la escasa luz. Por otra parte, vio las marcas tan sólo durante un par de segundos, cuando él alzó las palmas de sus manos para recibir la hostia. Pudo usted haberse equivocado.

Pensó: «¿A quién estoy tratando de tranquilizar, a él o a mí?». Y después vino la pregunta que, contra toda razón, había de formular:

– ¿Qué aspecto tenía? ¿Diferente? ¿Cambiado?

El sacerdote meneó la cabeza y seguidamente contestó, con una inmensa tristeza:

– Usted no lo entiende. Yo no hubiera reconocido una diferencia, incluso en el caso de haberla. -Después, pareció recuperar fuerzas y prosiguió más resueltamente-: Fuera lo que fuese lo que vi, estaba allí. Y no duró mucho tiempo. Y no es un hecho tan inusual. Se han dado otros casos antes. La mente actúa sobre el cuerpo de una manera muy extraña: una experiencia intensa, un sueño poderoso. Y, como dice usted, la luz era muy débil.

Por consiguiente, tampoco el padre Barnes quería creerlo. Buscaba argumentos para rechazarlo. Bien, pensó Dalgliesh, eso siempre era mejor que una nota en la revista parroquial, una llamada telefónica a los diarios o un sermón el domingo siguiente sobre el fenómeno de los estigmas y la sabiduría inescrutable de la providencia. Le interesó descubrir que compartían la misma desconfianza, acaso la misma revulsión. Más tarde, habría un tiempo y un lugar para considerar por qué había ocurrido eso, pero de momento había otras preocupaciones de carácter más inmediato. Cualquiera que fuese la causa que había llevado a Berowne de nuevo a aquella sacristía, había sido una mano humana, la suya o la de otro, la que había empuñado aquella navaja. Dijo:

– ¿Y ayer por la noche? ¿Cuándo le preguntó si podía volver?

– Por la mañana. Me llamó poco después de las nueve. Me dijo que llegaría después de las seis de la tarde, y, precisamente a esa hora, vino a buscar la llave.

– ¿Está usted seguro de la hora, padre?

– ¡Ya lo creo! Estaba viendo las noticias de las seis. Acababan de empezar cuando llamó a la puerta.

– ¿Y tampoco le dio ninguna explicación?

– No. Llevaba la misma bolsa. Creo que vino en autobús o en metro, o tal vez andando. No vi ningún coche. Le entregué la llave en la misma puerta, la misma llave. Me dio las gracias y se fue. Por la noche, no fui a la iglesia, ya que no tenía ninguna razón para hacerlo. No me enteré de nada hasta que el niño vino a buscarme y me dijo que había dos muertos en la sacristía pequeña. Usted ya conoce lo demás.

– Hábleme de Harry Mack -dijo Dalgliesh.

Era evidente que el cambio de tema resultaba grato y el padre Barnes fue locuaz hablando de Harry. El pobre Harry era un problema para la parroquia de Saint Matthew. Por alguna razón, que nadie conocía, durante los últimos cuatro meses se había acostumbrado a dormir en el pórtico sur. Solía acostarse sobre una capa de periódicos y taparse con una vieja manta que a veces dejaba en el pórtico, preparada para la noche siguiente, y que otras veces se llevaba, enrollada y atada alrededor de su cintura con un cordel. Cuando el padre Barnes encontraba la manta, no se atrevía a retirarla de aquel lugar. Después de todo, era el único cobijo que tenía Harry, sin embargo, en realidad no era apropiado dejar que el pórtico se utilizara como refugio o como almacén para las pertenencias de Harry, de aspecto poco grato y más bien maloliente. En realidad, se había comentado en el Consejo Parroquial si convenía instalar una verja con una puerta, pero esto se juzgó poco caritativo y había cosas más importantes en las que invertir el dinero. De hecho, ya resultaba bastante difícil reunir la aportación que se esperaba de los feligreses. Todos habían intentado ayudar a Harry, pero la cosa no era fácil. Éste era bien conocido en el Refugio del Viajero de Cosway Street, en Saint Marylebone, un excelente lugar donde solía tomar su comida del mediodía y recibir, cuando la necesitaba, atención médica para dolencias leves. Era un tanto inclinado a la bebida y, de vez en cuando, intervenía en reyertas. Saint Matthew había hablado con el Refugio acerca de Harry, pero nadie sabía qué podía sugerirse. Habían tratado de persuadir a Harry para que tuviese una cama en su dormitorio común, pero él no lo admitía. No podía soportar el contacto íntimo con otras personas, y ni siquiera tomaba su comida en el albergue. La metía entre rebanadas de pan y se la llevaba, para comer en plena calle. El pórtico era su lugar, recóndito y orientado hacia el sur, fuera de la vista de los demás.

Dalgliesh dijo:

– Por lo tanto, no es probable que llamara a la puerta ayer por la noche, para pedir a sir Paul que le dejara entrar.

– ¡Oh, no! Harry nunca hubiera hecho tal cosa.

Pero de algún modo había entrado. Tal vez se había instalado ya bajo su manta cuando llegó Berowne. Berowne, inesperadamente, le había invitado a compartir su cena. Pero ¿cómo pudo persuadir a Harry? Preguntó al padre Barnes lo que pensaba él al respecto.

– Supongo que debió de ocurrir así. Es posible que Harry ya estuviera en el pórtico. Generalmente se acostaba bastante temprano. Y era una noche inusualmente fría para el mes de septiembre. Sin embargo, es muy extraño. Debió de ver en sir Paul algo que le dio confianza. No era una cosa que acostumbrara hacer. Incluso los empleados del Refugio, tan experimentados con los vagabundos de la ciudad, no lograban persuadir a Harry para que pasara la noche allí. Sin embargo, claro está que ellos sólo se ocupan de un dormitorio. Era dormir o comer con otras personas lo que Harry no podía soportar.

«Y aquí -pensó Dalgliesh- tenía la sacristía principal para él solo. Pudo haber sido esta seguridad y, tal vez, la promesa de una cena lo que le persuadiera para entrar.» Preguntó: