– ¿Cuándo estuvo usted en la iglesia por última vez, padre? Le hablo del día de ayer.
– Desde las cuatro y media hasta las cinco y cuarto, más o menos, cuando leí las vísperas en la capilla de Nuestra Señora.
– Y cuando la cerró al salir, ¿qué seguridad puede tener de que no hubiera alguien allí, tal vez escondido? Evidentemente, usted no registró la iglesia…, ¿por qué habría de hacerlo? Sin embargo, si alguien hubiera estado escondido en ella, ¿había alguna probabilidad de que usted lo hubiera visto?
– Creo que sí. Ya ve usted cómo es la iglesia. No tenemos bancos de respaldo alto, tan sólo las sillas. No hay ningún lugar en el que alguien hubiera podido esconderse.
Dalgliesh sugirió:
– ¿Tal vez debajo del altar, del altar principal o del de la capilla de Nuestra Señora? ¿O acaso en el púlpito?
– ¿Debajo del altar? Es un pensamiento terrible, un sacrilegio. Pero ¿cómo hubiera podido entrar? Cuando yo llegué, a las cuatro y media, encontré la iglesia cerrada.
– ¿Y nadie había cogido las llaves durante el día, ni siquiera los sacristanes?
– Nadie.
Y la señorita Wharton había asegurado a la policía que su llave no había abandonado su bolso.
– ¿Pudo haber entrado alguien durante las vísperas? -inquirió-. ¿Tal vez mientras usted estaba rezando? ¿Estaba usted solo en la capilla de Nuestra Señora?
– Sí. Entré, como de costumbre, por la puerta sur, y la cerré, así como la puerta de la verja. Después, abrí la puerta principal. Ésta representa la entrada natural para cualquiera que desee asistir a un servicio. Mi gente sabe que siempre abro la puerta principal para las vísperas, y es una puerta muy pesada y chirría atrozmente. Siempre estamos hablando de engrasarla. No creo que hubiera podido entrar nadie sin oírlo yo.
– ¿Dijo usted a alguien que sir Paul iba a pasar aquí la última noche?
– No, desde luego que no. No pude decírselo a nadie. Y, por otra parte, tampoco lo hubiera dicho. Él no me pidió que lo guardara en secreto; en realidad, no me pidió nada. Sin embargo, no creo que le hubiese gustado que lo supiesen otras personas. Nadie más supo nada acerca de él, al menos hasta esta noche.
Dalgliesh siguió interrogándole sobre el papel secante y la cerilla apagada. El padre Barnes explicó que la sacristía pequeña había sido utilizada dos días antes, el lunes día dieciséis, al reunirse allí, como de costumbre, el Consejo Parroquial a las cinco y media, inmediatamente después de las vísperas. Él había presidido, sentado ante la mesa, pero no había utilizado secante. Siempre escribía con un bolígrafo. No había advertido ninguna marca reciente, pero, por otra parte, no era muy perspicaz para fijarse en esa clase de detalles. Estaba seguro de que ninguno de los componentes del Consejo había encendido aquella cerilla. Sólo fumaba George Capstick y lo hacía en pipa, utilizando un encendedor. Por otra parte, éste no había asistido al Consejo, porque todavía estaba convaleciente de una gripe. Los demás habían hecho la observación de que resultaba muy agradable no verse envueltos en el humo de su pipa.
Dalgliesh dijo:
– Se trata de detalles pequeños y probablemente sin importancia, pero le agradecería que no los comentara. Y me gustaría que echara usted un vistazo al secante y tratara de recordar qué aspecto tenía el lunes. Por otra parte, hemos encontrado un tazón de loza esmaltada, bastante sucio. Nos resultaría útil comprobar si pertenecía a Harry.
Y, al ver la cara del padre Barnes, añadió:
– No es necesario que vuelva a entrar en la sacristía pequeña. Cuando el fotógrafo haya terminado su tarea, nosotros le traeremos el tazón. Y después, supongo que le apetecerá volver a la vicaría. Más tarde, necesitaremos una declaración, pero eso admite espera.
Siguieron sentados durante un minuto, en silencio, como si lo que se había transmitido entre ellos necesitara ser asimilado en paz. Dalgliesh pensó que, por lo tanto, allí radicaba el secreto de la quijotesca decisión de Berowne de dimitir en su cargo. Había sido algo más profundo y menos explicable que la desilusión, que la inquietud propia de cierta edad, o que el temor de un escándalo amenazante. Lo que le sucedió en aquella primera noche en Saint Matthew, fuera lo que fuese, le indujo, el día siguiente, a cambiar toda la dirección de su vida. ¿Le habría dirigido también hacia su muerte?
Al levantarse los dos, oyeron el rumor metálico de la puerta de la verja. La inspectora Miskin esperaba en el pasillo. Cuando llegaron junto a ella, anunció:
– Ha llegado el forense, señor.
VII
Lady Ursula Berowne estaba sentada en su salón, en el cuarto piso del número sesenta y dos de Campden Hill Square, y desde allí contemplaba las copas de los árboles como si fueran una visión distante, casi indistinguible. Le parecía como si su cabeza fuese una copa llena a rebosar, que sólo ella pudiera mantener estable. Una sola sacudida, un estremecimiento, una leve pérdida de control, y la copa se derramaría en un caos tan terrible que sólo podía terminar en la muerte. Era extraño, pensó, que su respuesta física al shock fuese ahora la misma que se había producido después de encontrar la muerte Hugo, de modo que su dolor actual se añadía al dolor que sentía por él, renovándolo como si acabara de enterarse de la noticia de su muerte. Y los síntomas físicos habían sido los mismos: una sed intensa, la sensación de que su cuerpo se había apergaminado y encogido, una boca seca y amarga como si la infectara su propio aliento. Mattie le había preparado, una y otra vez, café fuerte, que ella consumió casi hirviendo, sin leche, sin notar su dulzor excesivo. Después, dijo:
– Me gustaría comer algo, algo salado. Unas tostadas con anchoas…
Pensó que era como una mujer preñada por el dolor, sometida a extraños antojos.
Pero esto había cesado ya. Mattie insistió en colocar un chal sobre sus hombros, pero ella lo rechazó, exigiendo que se la dejara a solas. Pensó: «Hay un mundo fuera de este cuerpo, de este dolor. Debo entrar de nuevo en él. Sobreviviré. Debo sobrevivir. Siete años, diez como máximo, es todo lo que necesito». Y ahora esperaba, acumulando energías para hacer frente a los primeros de muchos visitantes. Sin embargo, al primer visitante lo había convocado ella misma. Había cosas que era preciso decirle, y tal vez después no hubiera mucho tiempo.
Poco después de las once, oyó el timbre de la puerta, después el chirrido de la cerradura y un apagado ruido metálico al cerrarse la puerta de la verja. Se abrió la puerta de su salón, y Stephen Lampart entró silenciosamente. Le pareció importante recibirle de pie, pero no pudo reprimir una mueca de dolor cuando en su cadera artrítica recayó el peso de su cuerpo, y supo que la mano que agarraba la empuñadura de su bastón temblaba. Inmediatamente, él se encontró a su lado y le dijo:
– ¡No, por favor! Le ruego que no se mueva.
Con una mano firme en el brazo de ella, la ayudó cariñosamente a acomodarse de nuevo en el sillón. A ella le desagradaba el contacto de tipo casual, la presencia de conocidos o extraños a los que su impedimento parecía autorizar a tocarla, como si su cuerpo fuese un obstáculo enojoso que debiera ser empujado suavemente para colocarlo de nuevo en su sitio. Quiso librarse de aquel contacto firme, autoritario, pero consiguió resistir a este impulso. Sin embargo, no pudo evitar que sus músculos se contrajeran con aquel contacto, y supo que a él no le había pasado por alto aquel rechazo instintivo. Una vez la hubo acomodado, gentilmente y con una competencia profesional, él se sentó en una silla frente a ella. Les separaba una mesa baja. Un círculo de madera de palisandro pulimentada establecía el dominio de éclass="underline" fuerza contra debilidad, juventud contra edad, médico y paciente sumisa. Con la excepción de que ella no era su paciente. Él dijo: