Al cruzar las puertas giratorias, pensó una vez más en lo mucho que prefería el esplendor gótico del antiguo edificio de Whitehall. Reconocía que debía de ser exasperante e inconveniente para los que trabajaban en él, pero, al fin y al cabo, lo habían construido en una época en que las habitaciones las calentaban estufas de carbón alimentadas por todo un ejército de sirvientes, y en que un par de docenas de notas cuidadosamente escritas a mano por los legendarios excéntricos del Ministerio bastaban para controlar unos acontecimientos que ahora requerían tres divisiones y dos subsecretarios. Sin duda, el nuevo edificio era excelente en su clase, pero si la intención había sido la de expresar una autoridad firme pero atemperada por cierta humanidad, no estaba muy seguro de que el arquitecto lo hubiera conseguido. Parecía más apropiado para una empresa multinacional que para un gran ministerio del Estado. Encontraba a faltar particularmente los enormes retratos al óleo que dignificaban aquella impresionante escalinata de Whitehall, siempre intrigado por las técnicas con las que artistas de diversos talentos aceptaban el reto de dignificar las facciones ordinarias, y a veces más que vulgares, de sus modelos mediante la explotación visual de magníficos ropajes, y grabando en sus caras mofletudas la enérgica solución del poder imperial. Pero al menos habían quitado la fotografía de estudio de una princesa real que, hasta fechas recientes, adornaba el vestíbulo de entrada. Era un retrato que parecía más adecuado para un salón de peluquería del West End.
Fue reconocido con una sonrisa por el conserje de la recepción, pero a pesar de ello sus credenciales fueron cuidadosamente examinadas y se le pidió que esperase al ordenanza que había de escoltarlo, aunque él había asistido a suficientes reuniones en aquel edificio como para estar razonablemente familiarizado con aquellos particulares pasillos del poder. Quedaban ya muy pocos de los antiguos ordenanzas, y durante años el Ministerio había reclutado mujeres. Éstas acompañaban a los visitantes con una competencia jovial y maternal, como si quisieran tranquilizarles en el sentido de que el lugar, si bien podía parecerse a una prisión, era tan acogedor como una clínica, y que los que iban allí lo hacían por su propio bien.
Finalmente, le introdujeron en la oficina exterior. La Cámara todavía observaba las vacaciones estivales y aquella habitación presentaba una quietud poco usual. Una de las máquinas de escribir estaba enfundada y un solo empleado repasaba papeles sin dar muestras de la urgencia que normalmente imperaba en el despacho privado de un ministro. La escena hubiera sido muy distinta unas semanas antes. Pensó, y no por primera vez, que un sistema que requería ministros que dirigieran sus ministerios, cumplieran con sus responsabilidades parlamentarias y emplearan el fin de semana para escuchar las quejas de sus electores, bien podía haber sido planeado para asegurar que las decisiones principales las tomaran hombres y mujeres cansados hasta el punto del abatimiento. Sin duda, ello aseguraba que dependieran todos, intensamente, de sus funcionarios permanentes. Los ministros vigorosos seguían siendo ellos mismos, pero los más débiles degeneraban hasta convertirse en marionetas, aunque por otra parte esto no llegaba a preocuparles necesariamente. Los altos cargos ministeriales eran hábiles en lo que se refería a ocultar, ante sus títeres, incluso la más leve sacudida de las cuerdas y los alambres. Sin embargo, Dalgliesh no había necesitado recurrir a su fuente privada de rumores ministeriales para saber que Paul Berowne no presentaba trazas de esta lacia servidumbre.
Berowne abandonó su mesa y tendió la mano como si aquél fuese su primer encuentro. Tenía una cara severa, incluso algo melancólica, en estado de reposo, pero se transfiguraba cuando sonreía. Ahora sonrió al decir:
– Siento haberle hecho venir tan apresuradamente. Me alegra que hayamos podido localizarlo. No se trata de algo particularmente importante, pero creo que puede llegar a serlo.
Dalgliesh nunca podía mirarle sin recordar el retrato de su antepasado, sir Hugo Berowne, en la National Portrait Gallery. Sir Hugo no se distinguió especialmente, excepto por una obediencia apasionada, aunque infructuosa, a su rey. Su único gesto notable registrado fue el de encargar a Van Dyke la ejecución de su retrato, pero ello bastó para asegurarle, al menos pictóricamente, una transitoria inmortalidad. Hacía ya mucho tiempo que la casa solariega de Hampshire habla sido vendida por la familia, cuya fortuna estaba muy mermada, pero el largo y melancólico semblante de sir Hugo, enmarcado por un cuello de exquisitos encajes, todavía contemplaba con arrogante condescendencia al gentío que pasaba por allí, el caballero decididamente monárquico del siglo XVII. La semejanza del actual baronet con él era casi sobrenatural. Tenía la misma cara larga y huesuda, los pómulos altos que descendían a lo largo de las mejillas hasta una barbilla puntiaguda, los mismos ojos separados con un marcado descenso del párpado izquierdo, las mismas manos pálidas y de dedos largos, y la misma mirada fija pero ligeramente irónica.
Dalgliesh observó que la superficie de su mesa de trabajo estaba casi despejada. Era éste un artificio necesario para todo hombre que, abrumado por el trabajo, deseara mantener su cordura. Ello permitía atender un asunto en un momento determinado, concederle plena atención, dilucidarlo y después apartarlo. En aquel preciso momento, indicaba que la única cosa que exigía atención era algo relativamente poco importante, un breve mensaje en una cuartilla de papel blanco. Se la entregó a Dalgliesh, y éste leyó:
«El diputado en el Parlamento por el Nordeste de Herfordshire, a pesar de sus tendencias fascistas, es un liberal notorio cuando se trata de los derechos de las mujeres. Sin embargo, tal vez las mujeres debieran prestar atención, puesto que la proximidad de ese elegante baronet puede ser fatal. Su primera esposa murió en un accidente de automóvil; conducía él. Theresa Nolan, que cuidaba a su madre y dormía en su casa, se suicidó después de someterse a un aborto. Fue él quien supo dónde encontrar el cadáver. El cuerpo desnudo de Diana Travers, su empleada doméstica, fue hallado, ahogado, durante la fiesta de cumpleaños de su esposa, celebrada a orillas del Támesis, una fiesta en la que se esperaba que él estuviera presente. Una vez es una tragedia privada, dos veces es mala suerte, tres veces empieza ya a parecer descuido.»
Dalgliesh comentó:
– Está escrito con una máquina eléctrica de bola. No son las más fáciles a efectos de identificación. Y el papel procede de un bloque de tipo comercial corriente, de los que se venden a millares. Poca ayuda podemos encontrar en ello. ¿Tiene alguna idea de quién pueda haber enviado esto?
– Ninguna. Uno llega a acostumbrarse a las cartas usuales de tipo insultante o pornográfico. Constituyen parte de nuestro trabajo.
– Pero esto se acerca a una acusación de asesinato -dijo Dalgliesh-. Si encontramos al remitente, supongo que sus abogados aconsejarán una querella.
– Una querella, sí; así lo creo yo.
Dalgliesh pensó que quien hubiera redactado aquel mensaje era una persona con cierta educación. La puntuación era cuidadosa y la prosa tenía cierto ritmo. Aquella persona, cualquiera que fuese su sexo, se había preocupado por la ordenación de los hechos, y por obtener la mayor cantidad posible de información relevante. Sin duda, estaba por encima de los anónimos usuales y vulgares que llegaban al buzón de un ministro, y precisamente por ello era algo mucho más peligroso.