Devolvió la hoja y dijo:
– Esto no es el original, desde luego. Es una fotocopia. ¿Ha sido usted, señor ministro, la única persona que lo ha recibido, o no lo sabe con certeza?
– Fue enviado a la prensa, al menos a una publicación, la Paternoster Review. Aparece en la edición de hoy. Acabo de verla.
Abrió el cajón de su mesa, sacó la revista y se la entregó a Dalgliesh. La página ocho tenía un doblez, y Dalgliesh la recorrió con la mirada. La revista había estado publicando una serie de artículos sobre miembros jóvenes del Gobierno, y esta vez le tocaba el turno a Berowne. La primera parte del artículo era inofensiva, de hechos concretos, apenas original. Equivalía a una breve revisión de la carrera anterior de Berowne como abogado, con su primer y fallido intento de entrar en el Parlamento, su éxito en las elecciones de 1979, su ascenso fenomenal hasta alcanzar el rango ministerial, y su probable promoción a primer ministro. Mencionaba que vivía con su madre, lady Ursula Berowne, y con su segunda esposa en una de las pocas casas todavía en pie de las construidas por sir John Soane, y que tenía una hija de su primer matrimonio, Sarah Berowne, de veinticuatro años, que se movía en el ala izquierda de la política y a la que se suponía distanciada de su padre. Mostraba una actitud de desagradable sarcasmo respecto a las circunstancias de su segundo matrimonio. Su hermano mayor, el comandante sir Hugo Berowne, había encontrado la muerte en Irlanda del Norte y Paul Berowne se había casado con la prometida de su hermano al cabo de cinco meses del accidente de coche en el que habla muerto su esposa. Tal vez fuese apropiado que, en tan penosos momentos, la prometida y el esposo encontrasen mutuo consuelo, aunque nadie que haya visto a la hermosa Barbara Berowne podría suponer que el matrimonio fuese meramente cuestión de deber fraternal.» La revista seguía pronosticando, con notable percepción pero muy escasa caridad, acerca del futuro político de su personaje, pero gran parte de lo que decía era poco más que simples habladurías propias de las camarillas políticas.
El aguijón se encontraba en el párrafo final, y su origen era inconfundible. «Se sabe que es un hombre al que le gustan las mujeres, y no cabe duda de que muchas de ellas lo juzgan atractivo. Sin embargo, las mujeres que han estado más próximas a él han tenido una curiosa mala suerte. Su primera esposa murió en un accidente de coche, ocurrido mientras conducía él. Una joven enfermera, Theresa Nolan, que cuidaba a su madre, lady Ursula Berowne, se suicidó después de someterse a un aborto y fue Berowne quien descubrió su cadáver. Hace cuatro semanas, una joven que trabajaba para él, Diana Travers, fue hallada ahogada después de una fiesta celebrada en ocasión del cumpleaños de su esposa, una fiesta en la que se esperaba que él estuviera presente. Para un político, la mala suerte es tan perjudicial como la halitosis. Es algo que podría seguir acosándolo en su carrera política. Podría ser el mal olor de la desdicha, más bien que la sospecha de que no sabe lo que realmente quiere, lo que frustrara el pronóstico de que este hombre ha de ser el próximo primer ministro conservador.»
Berowne observó:
– La Paternoster Review no circula por el Ministerio. Tal vez sería mejor que lo hiciera. A juzgar por esto, es posible que nos perdamos cierta diversión, ya que no información. Yo la leía a veces en el club, sobre todo por sus reseñas literarias. ¿Sabe usted algo acerca de la revista?
Dalgliesh pensó que bien hubiera podido hacer esa pregunta a la gente de relaciones públicas de su ministerio. No dejaba de ser interesante que, al parecer, hubiera optado por no hacerlo. Contestó:
– Hace años que conozco a Conrad Ackroyd. Es el propietario y el editor de la Paternoster. Su padre y su abuelo ya lo eran antes. En aquellos tiempos se imprimía en Paternoster Place, en la City. Ackroyd no gana ni un céntimo con ella. Su padre le dejó bien provisto mediante otras inversiones más ortodoxas, pero supongo que tampoco presenta números rojos. A él le gusta de vez en cuando la murmuración escrita, pero su revista no es un segundo Prívate Eye. En primer lugar, Ackroyd no tiene los bemoles necesarios para ello. No creo que, en toda la historia de esa publicación, haya corrido jamás el riesgo de encontrarse ante una querella. Por lo tanto, la revista es, desde luego, menos audaz y menos divertida que el Eye, excepto en lo que se refiere a sus reseñas literarias y teatrales. Éstas contienen una perversidad que no deja de ser amena. -Recordó que sólo la revista Paternoster, habría podido describir una reposición de la obra de Priestley Llama un inspector, como una obra teatral sobre una joven sumamente cargante que causaba una serie de trastornos a una familia respetable. Añadió-: Los hechos en sí serán exactos, aunque habrá que comprobarlo. Sin embargo, el tono es sorprendentemente maligno para una publicación como Paternoster.
Berowne repuso:
– Sí, claro, los hechos son exactos.
Hizo esta afirmación con calma, casi con tristeza, sin dar ninguna explicación y, al parecer, sin intención de ofrecer ninguna.
Dalgliesh sintió el deseo de preguntar «¿Qué hechos? ¿Los hechos de este periódico o los hechos de la carta original?» Sin embargo, decidió no hacer esta pregunta. No se trataba todavía de un caso para la policía, y todavía menos para él. Por el momento, la iniciativa debía partir de Berowne. Se limitó a decir:
– Recuerdo la investigación sobre la muerte de Theresa Nolan, pero la muerte de Diana Travers, ahogada, es un hecho nuevo para mí.
– No salió en la prensa nacional -explicó Berowne- Hubo un par de líneas en el periódico local, informando sobre la investigación efectuada. No se hacía mención a mi esposa. Diana Travers no participaba en su fiesta de cumpleaños, pero ambas cenaron en el mismo restaurante, el Black Swan, junto al río, en Cookham. Pareció como si las autoridades adoptaran el lema de aquella compañía de seguros: «¿Por qué convertir en drama una crisis?».
Por consiguiente, se había echado tierra sobre el asunto, al menos en cierto modo, y Berowne lo había sabido. La muerte de una joven que trabajaba para un ministro de la Corona y que se ahogó después de cenar en el mismo restaurante en el que cenaba la esposa del ministro estuviera o no presente éste, hubiera justificado, en circunstancias normales, al menos un corto párrafo en uno de los periódicos nacionales. Dalgliesh preguntó:
– ¿Qué desea que haga yo, señor ministro?
Berowne sonrió.
– Pues sepa que no estoy muy seguro. Mantener cierta vigilancia, creo yo. No espero que asuma usted esa tarea personalmente. Evidentemente, ello sería ridículo. Pero si se convierte en un escándalo público, supongo que alguien tendrá que hacerle frente. Llegados a este extremo, yo quería meterle a usted en el asunto.
Pero esto era precisamente lo que no había hecho. Con cualquier otro hombre, Dalgliesh habría señalado este detalle y además con cierta aspereza. El hecho de que no sintiera la menor tentación de hacerlo con Berowne le interesaba. «Habrá informes sobre ambas investigaciones -pensó-. Puedo obtener la mayoría de los datos a partir de fuentes oficiales. Por lo demás, si se ve sometido a una acusación abierta, tendrá que procurar salir limpio de ella.» Y si esto sucedía, el que se convirtiera en una cuestión para él personal y para la nueva brigada que se estaba proponiendo, dependería de la magnitud del escándalo, de la certeza de las sospechas y de aquello a lo que éstas apuntaran. Se preguntó qué esperaba Berowne que hiciera éclass="underline" ¿Encontrar a un chantajista potencial o investigarlo a él por un doble asesinato? Pero parecía probable que al final se produjera algún tipo de escándalo. Si la carta había sido enviada a la Paternoster Review, era casi seguro que también habría llegado a otros diarios o revistas, posiblemente a algunos de los de ámbito nacional. De momento, era posible que optaran por contener el fuego de sus cañones, pero eso no quería decir que hubieran arrojado la carta a la papelera. Probablemente, la habían estudiado mientras consultaban con sus abogados. Mientras tanto, esperar y vigilar era, probablemente, la opción más prudente. No obstante, en nada podía perjudicar tener una conversación con Conrad Ackroyd. Ackroyd era uno de los chismosos más notables de Londres. Media hora pasada en el elegante y confortable salón de su esposa solía resultar más productiva y muchísimo más amena que unas cuantas horas transcurridas hojeando archivos oficiales.