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– ¡Samaranch, vuelve a casa! ¡Queremos a Samaranch! ¡Es l’avi (el abuelo) redivivo!

Increíble, las masas aplicaban a Samaranch el epíteto que en el pasado había merecido Francesc Maciá, l’avi, un patriota nacionalista catalán, cuya memoria había sido perseguida sañudamente por el franquismo. Carvalho recordaba aquellos tiempos en que los gritos sociales iban en sentido inverso y le pedían a Samaranch que se fuera.

– Samaranch, fot el camp! (¡Samaranch, lárgate…!)

Todos los seres humanos se han uniformado componiendo un único público fanático de un único partido de fútbol universal. Un zumbido luminoso pasó ante sus ojos. De nuevo un arquero oculto le había lanzado una flecha encendida, pero esta vez no permaneció oculto demasiado tiempo. De detrás del faro salió el hombre vestido de blanco, con el arco entre las manos, la caja a la espalda llena de flechas y un anuncio de la casa Dupont sobre la pechera de su camiseta. Llevaba gafas de sol a pesar de la creciente oscuridad y cuando llegó hasta Carvalho le dio la contraseña.

– Freedom for Catalonia!

Carvalho no sabía qué contestarle.

– ¿No conoce la respuesta de la consigna? Pues vaya manera de organizar estos encuentros. Usted ha de contestarme en catalán: Entre tots ho farem tot! (Entre todos lo haremos todo).

Lo repitió Carvalho y el arquero le tomó por un brazo orientando su cuerpo hacia el poniente. Luego sacó una flecha del carcaj, la encendió con un mechero Dupont y la lanzó hacia lo que quedaba de sol.

– Siga la flecha y llegará a donde tenemos a Samaranch.

La flecha pasó por encima de los muelles viejos de Barcelona y dio en la cabeza de la estatua de Colón, con tan mala suerte para el almirante que a partir de aquel momento quedó dañado el ojo que con más afán miraba hacia América y, arruinado el Ayuntamiento tras los Juegos Olímpicos, sólo una poderosa casa de óptica podía actuar como sponsor reparador. Allí estaba Samaranch y había que llegar hasta él con una celeridad que no pusiera en peligro la vida de aquel catalán universal. El ascensor había quedado cerrado al público y protegido por una extraña policía vestida de danzarines de bailes populares catalanes, sorprendida una vez más en la tarea de hacer fogatas primero, luego brasas y asar costillas de cordero y butifarras de carne de cerdo -la consabida unión de contrarios entre el animal de los rituales purificadores y el animal impuro por excelencia- que comían en grandes cantidades, acompañados siempre por rebanadas de pan con tomate sin las cuales no se explicaría la biogenética del pueblo catalán a partir del siglo XIX, fecha de incorporación del pan con tomate a las señas de identidad de la catalanidad. Los antropólogos denominan costellada a este rito del fuego y del asado. Fue pegar la hebra sobre el asado de la carne, el pan con tomate y el alioli, como complemento idóneo de la nacional-nutrición, lo que facilitó a Carvalho una progresiva aproximación al ascensor, entregados sus interlocutores a los muchos saberes nacionales que exhibía aquel desconocido, hasta que se metió en él y partió hacia sus máximas alturas. Mientras ascendía, imágenes, sensaciones, ideas contrapuestas se agitaban en un lugar indeterminable de su cerebro. ¿Iba a salvar a Samaranch sólo por una cuestión profesional? Cuando bajo el franquismo, cientos, miles de luchadores antifascistas eran detenidos, ¡y de qué manera!, ¿había acudido Samaranch en su socorro? Seguro que el interfecto podía aportar algún dato de generosidad redentora, porque esta gente siempre cuenta con el primo de alguien al que le ha ayudado a curarse las cataratas o salvado de un fusilamiento. El fascista generoso es una constante en la Historia de España desde los tiempos de Indíbil y Mandonio. En cualquier caso, era obligación de Carvalho rescatar a Samaranch y en cuanto desembocó en la estación terminal de la estatua, Carvalho empuñaba la pistola y la dirigió precisamente contra el grupo de boy scouts que rodeaban al presidente yaciente, atado mediante un tramado de cordajes tensados por gruesos punzones clavados en el suelo.

– ¿Es manera de atar a un anciano?

Se ruborizaron los seguidores de Baden-Powell y no tuvieron otra excusa a lengua que la influencia de la literatura infantil en sus vidas.

– Le hemos atado como los liliputienses atan a Gulliver, al menos según la ilustración que todos vimos en el libro de Viajes de Gulliver de nuestra escuela.

– ¿A qué escuela habéis ido?

– A Virtelia.

– Un colegio de pago.

Dijo Carvalho con desprecio y añadió:

– ¿Supongo que el detalle de llamarme la atención mediante el arquero es fruto de una modernización de la vieja táctica de pistas del scoutismo?

El más dotado de palabra se explayó en una larga disquisición sobre la modernidad en el scoutismo y el uso del rayo láser o los satélites de telecomunicación como complementos que no negaban usos tradicionales como cantar canciones tirolesas traducidas al catalán (en el caso del scoutismo catalán) y escalar las montañas sagradas o mágicas, es lo mismo, de que dispone cada país. No era momento de polemizar, sino de liberar a Samaranch de sus excesivas ataduras y en esta operación, auxiliado por los scouts más arrepentidos, Carvalho les preguntó el objetivo del secuestro y la inmediatez con que le habían puesto en la pista para descubrirlo.

– Era una demostración de fuerza que podía convertirse en demostración de debilidad si se prolongaba demasiado.

El que así hablaba era un chiquito andaluz que aseguró colaborar con los independentistas catalanes en viaje de ampliación de estudios, becado por el Partido Andalucista.

– Tenemos mucho que aprender del independentismo catalán.

– ¿Y los otros desaparecidos?

– ¿De qué desaparecidos está hablando? Si los hay, nosotros no hemos sido.

– Doy fe de ello, maestro.

Terció el andaluz que había descubierto en Carvalho un mestizo propenso a fiarse de su palabra. Por fin el rostro de Samaranch emergió más allá del entramado y, nada más verlo, Carvalho lanzó un grito de alerta.

– ¡Rápido! ¡A este hombre le ha pasado algo!

En efecto, diríase que las facciones se le habían deslizado hacia un lado, hasta el punto de que parecía Cobi, el perro mascota olímpica. Lo primero que pensó Carvalho: le ha dado una hemiplejia, pero cuando la cabeza del catalán universal quedó completamente al descubierto, Carvalho dedujo que había algo más que hemiplejia, porque así como se sabe que a los indios precolombinos los conquistadores poscolombinos, principalmente anglosajones, les cortaron la cabellera por el procedimiento de arrancarles el cuero cabelludo, técnica replicada por los indios cabellera por cabellera y que, manipulada por la cultura mediática blanca, acabó siendo atribuida a la maldad congénita del mal salvaje, utilizada en su contra por todo el cine racista norteamericano del Far West, era evidente que algo o alguien había tratado de arrancarle la piel de la cara al presidente del COI hasta el punto de desplazársela.

– ¡Nosotros no hemos sido!

Juraban y juraban los scoutistas. Si ellos no habían sido y normalmente el seguidor de Baden-Powell no miente, salvo en caso de guerra mundial y de cualquier otro tipo de genocidio sistemático contra pueblos dejados de la mano de Dios, aquel desplazamiento de piel respondía a otra causa y llevaba a otro efecto y Carvalho agarró con las manos los pliegues de piel de la escasa sotabarba del presidente del COI y tiró hacia arriba. Con una facilidad que no dio tiempo para la angustia, en las manos de Carvalho quedó vacío de músculos y hueso el que había sido rostro importante en la historia de España y del olimpismo, pero el vacío dejado por aquel rostro que colgaba de las manos de Carvalho estaba ocupado por la cara aterrorizada de otro. Es decir, metafísica aparte, lo que Carvalho tenía entre las manos era una máscara y bajo la máscara aparecía un señor casi calvo, con las mejillas rojas, un diente de oro refulgente entre los labios.