– Si supieras lo mal que lo pasamos las hijas de personajes célebres. La más triste sin duda, María Hitler, hija de Adolfo y de una española miembro de la Sección Femenina de la Falange. María era una mujer bellísima y tuvo una sexualidad tormentosa porque todos los que la querían seducir en realidad buscaban lo que en ella quedaba de su padre.
– Es decir, que a quien querían tirarse era a su padre.
– Dicho así es una monstruosa grosería.
Llegaba ese momento en que la escasez de deseo debe ser recompensada con jadeos, chasquidos de lengua, contenciones salivares y procacidades que avergüenzan a quien las pronuncia, por muy depravado que sea, y ante aquella colección completa de musculitos a Carvalho sólo se le ocurrían tonterías que se negaba a exteriorizar. Por fin ella le cogió por un brazo, lo derribó sobre el lecho, lo inmovilizó mediante una llave, le abrió la bragueta y Carvalho se oyó decir a sí mismo:
– Jamás pude hacer el amor en cautividad. Y ése tampoco…
Trataba de implicar a su pene en sus prejuicios, pero el animalito daba señales de vida. El perverso polimórfico se sentía atraído por aquel monstruo musculado. Carvalho se desentendió. Allá se las compusieran los dos monstruos. La serbia no estaba para matices y se disponía a violar al detective cuando el frío cañón de una pistola se posó en su sien. Un casco azul de la ONU encañonó primero a la mujer y luego a Carvalho que lo tenía otra vez todo, absolutamente todo a media asta.
Las noticias que le llegaban de Bagdad no eran tranquilizadoras. Aprovechándose de los Juegos Olímpicos, Sadam Hussein sometía a continuas ofensas verbales a los atletas norteamericanos, especialmente a los blancos.
– Los atletas yanquis, sobre todo si son blancos, huelen a cerdo y darían positivo en cualquier análisis sobre el dopaje. Catsup, así se llama su droga preferida.
No le gustaba tampoco a George Bush la complicidad del rey de España en los Juegos Olímpicos de Bagdad, constantemente presente en diferentes modalidades deportivas, muy alborozado, lejos de la contención y el distanciamiento exhibido por los jóvenes socialistas españoles, González y Serra.
– ¿Quién se ha creído que es el rey de Bagdad? ¿El Dios del Olimpo? ¿De quién fue la idea de concederle los Juegos Olímpicos a Bagdad?
Preguntó el presidente Bush a los camilleros que todas las mañanas le seguían cuando practicaba el jogging.
– Los Juegos Olímpicos no se celebran en Bagdad, sino en Barcelona, más hacia el oeste, más o menos hacia Siria.
Le informó el adivino del Departamento de Estado. Conseguía sus adivinaciones contemplando las tripas de un pollo frito a la manera de Kentucky. Bush era receloso por naturaleza, pero sobre todo desconfiaba de los mapas que describían territorios más allá de los límites de los Estados Unidos.
– Siria o Irak, qué más da.
Bush cayó derribado a causa del tercer infarto de aquella mañana y se levantó como movido por un resorte, con la sonrisa gagá en el rostro y dos dedos haciendo el signo de la victoria. A pesar del visto y no visto de su caída, su mujer ya se había vestido de viuda, con costuras en las medias y él rictus de una sonrisa canalla llena de rouge y de rimmel.
– Tu quoque, Barbara?
Pero se sobrepuso a la tristeza o a la indignación moral recordando que era presidente del pueblo más fuerte de la tierra y el líder moral del Universo.
– Pongan en marcha la operación Freedom for Catalonia.
– Con todos mis respetos, señor -terció el presidente del Senado, que agonizaba en su litera tras secundar durante tres horas la carrera presidencial-. Me parece precipitado bombardear Cataluña con bombas, aunque sean inteligentes. Primero probaría el efecto Quayle.
– Bien pensado.
Opinó Bush, antes de derrumbarse por cuarta vez, muy cerca ya de las escalinatas traseras de la Casa Blanca donde los esperaba su esposa todas las mañanas, vestida de viuda, por si el exceso deportivo provocaba el temido tránsito.
– Consulten a Karl Popper sobre el efecto Quayle.
A Popper le estaban dando la extremaunción, pero opinó que sólo una enérgica acción norteamericana podía evitar que los Juegos Olímpicos se convirtieran en una manifestación de sociedad y cultura cerrada. El consultor de Popper no era otro que el presidente del gobierno autonómico de Cataluña en el exilio, sin que a nadie se le hubiera ocurrido preguntarle por qué se había exiliado.
– Aquí hi viu el senyor Popper? Que es vosté mateix? Hola, Carles, sóc en Jordi… Jordi Pujol. El polític catalá. La Maria Stuart catalana. Sí, home, sí. Sóc el que et va donar aquelles pessetones… el premi del Mediterrani.
– La Mediterranée n'existe pas. Mais le vrai probléme n ést pas le sens, mais le décalage entre les énoncés de la science et ceux de la pseudoscience ou la métaphysique.
– Per qué em parles en francés, coi?
– C'est la langue plus ouverte.
– I ara em surts amb aquesta? Escolta. M'ha demanat l'amic Bush que et pregunti sobre el Quayle… Qué et sembla si el deixem esbravar-se a Europa?
– Qu ést-ce qu'il sait ce monsieur á propos du Cercle du Vienne?
– Cony, em sembla que res.
– Nous sommes encerclés par les emmerdants! C'est tout. [1]
El vicepresidente Quayle almorzaba su plato preferido, sopa de tortuga de lata Campbell con la ayuda de un tenedor, para prolongar más el placer de aquel sabor y mantener la línea. Cuando le llegó el fax según el cual Bush le dejaba manos libres sobre los Juegos Olímpicos de Bagdad, Quayle lo primero que pidió fue la intervención de los cascos azules y a continuación escribió una carta más personal que oficial dirigida al Honorable Jordi Pujol, presidente de la República kurda: «Ríndase, restaure la democracia y luego hablaremos.» (El corrector de estilo tuvo que emplearse a fondo para que las dos líneas fueran legibles.)
Lo sucedido era un entreparéntesis necesario para explicar por qué la violación de Carvalho a cargo de la culturista serbia fue interrumpida por un casco azul de las Naciones Unidas. Prácticamente nadie había advertido el desembarco en la ciudad de los paracaidistas internacionales y la nota protocolariamente explicatoria y legitimadora escrita por Quayle planteó problemas a la administración de Correos. Señor presidente de la República kurda catalana. Si hasta ese momento sólo una parte de las autoridades políticas y olímpicas se habían escondido y utilizado un doble, la llegada de una carta tan amenazadora provocó un pánico generalizado. ¿A quién se le entregaba? ¿Quién podía asumir la presidencia de la República kurda catalana si se llegaba a la conclusión de que estaban ante una metáfora? Pujol se limitaba a declarar desde el exilio que él no se daba por aludido hasta que Quayle aprendiera geopolítica. Pero no ganaba tiempo, lo perdía porque los submarinos soviéticos en el exilio ya mostraban sus periscopios en el horizonte y algunos olimpiónicos revolucionarios impacientes empezaron a acariciar toda clase de gatillos. Metidos en un jeep azul de los cascos azules de la ONU, la última policía del espíritu incorporada a la seguridad olímpica, Carvalho y la culturista serbia fueron conducidos a la Jefatura Superior Azul onusiana. Carvalho percibía una liturgia de la detención muy diferente, como si se tratara de una detención abstracta, realizada por un superestado abstracto y por unas fuerzas armadas igualmente abstractas. La ametralladora con la que les apuntaban era concreta: olía a metal engrasado, como las puertas de las cárceles y las guillotinas. La patrulla de custodia no transmitía sensación de localidad, es decir, no parecían pertenecer a lugar alguno terrestre, como si hubieran nacido por la genética del Reglamento. Una situación tan abstracta no podía ser replicada con la grosería de un comportamiento naturalista, por lo que Carvalho se comportó como si no fuera un ser humano concreto ni abstracto, sino todo lo contrario. En cambio, la culturista introdujo el ruido de un comportamiento naturalista a todas las luces inadecuado. Decía por ejemplo: «Exijo la presencia de mi abogado», o bien: «No me toques, esbirro del imperialismo» y, finalmente, la bordó recitando:
Toda la abstracción terminó cuando fueron conducidos en presencia de Butros Gali, secretario general de las Naciones Unidas. Era un egipcio magro y universal que no se parecía en nada a los personajes de los jeroglíficos ni a los de Durrell. Para empezar les ofreció sus excusas por lo aparatoso de la detención.
– Es un problema de profesionalidad. Muchos de estos soldados son universitarios, incluso los hay teólogos, pero nadie les ha hecho pasar por un curso de Formación Profesional que es lo que verdaderamente hubieran necesitado. Créame, Carvalho, estoy desesperado.
La serbia no quería contemporizar con el enemigo.
– Tú eres un lacayo del neoimperialismo, doblemente traidor: al pueblo árabe sodomizado por el capitalismo y al género humano en su conjunto al que le habéis vendido la mentira de que sois una fuerza neutral de interposición.
– ¡Qué alegría me da, señorita Vera, que usted se haya dado cuenta de todo! Ya era hora. Créanme que estoy desesperado. Nadie se da cuenta de nada. En efecto, soy una mera visualización del supuesto Orden Internacional.
– Pues vaya visualización. ¿Le ha diseñado a usted un enemigo? Podía haberle echado una mano Mariscal.
– ¡El gran diseñador! ¡El valenciano universal! No caerá esa breva. Mariscal es muy caro y los sueldos de funcionarios de la ONU son dignos, no diré que no, pero no dan para tanto. ¿Qué tiene que ver usted con Mariscal?
Había hablado demasiado. La culturista se mordió el labio inferior y le estalló el tríceps del brazo derecho.
– ¿Usted cree que me mejoraría?
Mutismo absoluto. Carvalho quiso salir de tan embarazosa situación hablando de lo mucho que llovía últimamente en Cataluña.
[1] -¿Vive aquí el señor Popper? ¿Es usted mismo? Hola, Carlos. Soy Jordi Pujol. El político catalán. La María Estuardo catalana. Aquel que te dio aquellas pesetillas… el premio del Mediterráneo.
– El Mediterráneo no existe, pero el verdadero problema no es el significado, sino el decalaje que se produce entre los enunciados de la ciencia y los de la pseudociencia o la metafísica.
– ¿Por qué me hablas en francés?
– Es la lengua más abierta.
– ¿Y ahora me sales con éstas? Oye, el amigo Bush me ha pedido que te pregunte sobre Quayle… ¿Qué te parece si le dejamos desfogarse por Europa?
– ¿Qué sabe este señor del Círculo de Viena?
– ¡Coño! ¡Me parece que nada!
– Estamos rodeados de enmierdadores.
(Nota del autor.)