– ¿Tú qué prefieres, Carvalho?
Preguntó la serbia.
– Yo me rendiría.
– ¿A quién?
– Éste es el problema. Uno ya no sabe ni a qué ni a quién rendirse.
Pero su amor propio, es decir, su ética profesional, le impedía tirar la toalla hasta no encontrar` a los desaparecidos y Vera insistía en que no sabía dónde estaban.
– En un mundo lleno de zombies te preocupas por unos desaparecidos concretos.
– Los zombies son una multitud. Los desaparecidos que busco tienen nombre y apellidos.
Carvalho pidió una entrevista con las máximas autoridades que le habían metido en aquel mal sueño y recibió un manual de instrucciones sobre recursos de alzada. Cortó por lo sano. Tras examinar todas las construcciones olímpicas, dedujo que el bunker fundamental debía estar situado bajo la fuente Jujol, fuente central situada en plena plaza de España, horrible en su mismidad, a pesar del talento de su diseñador y de lo costoso de la restauración. Era una tapadera. Sólo eso justificaba su existencia y acercándose a una de las estatuas más propicias, ordenó tajantemente.
– Lo sé todo. Quiero hablar con el verdadero Samaranch.
La estatua le guiñó el ojo.
– ¿Tampoco es usted lo que parece?
– ¿Por qué me insulta? Yo siempre he sido una estatua… toda mi vida he sido una estatua… ¿Quiere hablar con el señor Samaranch, sí o no?
– ¿Es el verdadero Samaranch?
– ¿Quién va a ser si no? ¡Hoy los han soltado a todos del frenopático!
Samaranch pertenecía por nacimiento a una burguesía industrial catalana formada en el siglo XIX, que se había hecho a sí misma y había secundado con mayor o menor voluntad el esfuerzo de formación de una conciencia nacional, eso sí, nunca desconectada de Madrid, el padre de todos los mercados. Su pasado como señorito juerguista y falangista, pelillos a la mar, sobre todo en una España que había hecho de su transición política un producto de exportación como el aceite de oliva y algunas palabras trágicas: desesperado, guerrillero, Pasionaria… Presidente del COI, aplicó a la multinacional del deporte el criterio fabril de que lo que no son pesetas (o libras o dólares) son puñetas y estaba dispuesto hasta a aceptar el subastado como deporte olímpico, si colaba el póquer, propuesto ya para Atlanta. ¿Cómo es posible imaginar unos Juegos Olímpicos en Atlanta sin el póquer y sin el juego de dados y la pata de conejo?
La vida y la historia habían hecho de Samaranch un pragmático, aplicador del principio de Marx de que para conocer un país hay que beber su vino y comer su pan y donde estuvieres haz lo que vieres. Catalanizado en su propio país, Cataluña, para impedir desórdenes causados por los catalanistas, recibió a Carvalho vestido de heredero agrícola catalán, con la cabeza cubierta con una barretina en la que campeaban, eso sí, los aros olímpicos.
– Por fin hablo directamente con usted. Hasta ahora sólo me habían enviado sus dobles.
– Nos ha sido muy útil, Carvalho. Usted ha actuado de imán para los elementos subversivos que querían convertir nuestros Juegos Olímpicos en una bomba, en un escándalo de violencia mundial. El proyecto consistía en acabar de fragmentar las naciones y las etnias del mundo, a partir de un ensayo general en la Villa Olímpica. ¿Se imagina usted un tiroteo entre representantes lombardos y romanos o entre catalanes y aragoneses a causa de un futuro reparto de las aguas del Ebro? Todo eso se había programado y recibimos una información completa meses antes de la inauguración de los Juegos. La Legión aragonesa había creado comandos fluviales especiales para beberse el Ebro en una noche, si era preciso, con el fin de que sus aguas no les aprovecharan a los catalanes. Los catalanes, pagando lo que sea, están dispuestos a hacerse con esas aguas. Y luego está el marxismo.
– ¿El marxismo todavía?
– Todavía la hidra marxista en acertada metáfora del generalísimo Franco. El marxismo se ha vuelto mimético, se adapta a todo, lo obnubila todo, todavía. La Legión aragonesa parte del principio de la injusticia del desarrollo desigual…
– La conocida tesis de Hilferling, Lenin y Walt Disney tan genialmente refutada por los filósofos bebés probetas del Institut d'Humanitats.
– Desconocía que Disney se hubiera pronunciado sobre esto… pero, no me interrumpa, por favor. Me cuesta concentrarme. Algunos desalmados sostienen que existen imperialismos interiorizados en la España de las Autonomías. De aquí al fin del milenio, no se volvería a presentar una ocasión semejante de desestabilización. Si salváramos los Juegos Olímpicos, salvábamos el imaginario olímpico. Teníamos a nuestro lado a los sponsors más poderosos de la Tierra y enfrente a una caterva de moralistas cínicos dispuestos a salvar la Historia, la moral e incluso el olimpismo. Todo iba muy bien, hasta que se le cruzaron los cables al presidente Bush producto de uno de sus excesos atléticos de mañana.
– Pero, ¿y los submarinos soviéticos ante las costas de Barcelona? ¿Y la culturista serbia? Ésos son olimpiónicos.
– ¡Olimpiónicos! Mentira. ¡Son marxistas! Han de continuar siendo marxistas, porque si ellos no son marxistas ¿qué somos nosotros? ¿Quiénes somos nosotros? ¿Comprende cuán demoníacos son? Se autodesidentifican para desidentificarnos. Ella es el último agente de la KGB… refugiada precisamente en submarinos nucleares incontrolados.
– ¿Y el coronel Parra?
– Un idealista que creyó haber crecido… pero no lo consiguió. También yo en mi juventud era idealista… quise ser fascista y boxeador… Quimeras. Luego quise ser lo que soy y ya me ve usted. Tan ricamente.
– ¿Y los desaparecidos?
– Monjas, alcaldes socialistas… De eso hay a montones. No me preocupan especialmente.
– Bernard Henry Levi ha sido también secuestrado.
– ¿Quién es ése?
– Un nuevo filósofo.
– ¿Qué edad tiene?
– Cuarenta y cinco… más o menos…
– Pues no será tan nuevo.
– Es que los lleva muy bien y luce los mejores jerséis de la filosofía posmoderna. La ropa le dura mucho.
– Los filósofos están condenados a desaparecer y si no, carguémoslos a la cuenta de la razón de Estado.
– Si no encontramos al coronel Parra yo la armo. Yo le metí en este lío.
Samaranch le impuso silencio con un dedo sobre los labios y condujo a Carvalho a través de los pasillos del bunker. En el salón de prótesis y otros arreglos estéticos, los miembros del COI ennegrecían para estar a la altura de la exigencia de los Juegos de Atlanta. En el hall del pabellón soviético subterráneo, Gorbachov y Raisa, como si fueran Ginger y Fred, la Masina y Mastroianni, se negaban a bailar el Vals de la Perestroika si no se les abonaban los estipendios acordados y se respetaban los pactos complementarios.
– ¡Yo he sido secretario general del partido político más poderoso del mundo y jefe de gobierno de una de las dos superpotencias!
– ¿Y yo qué? Yo he dado clases de materialismo histórico y he contribuido a dejar a la URSS prácticamente sin materialistas históricos.
Raisa formaba piña y cuña con su marido.
– Anda y que os follen. Rojeras.
Les contestaba un diplomático al que todo el mundo llamaba Chencho, incluso los jefes de Estado y presidentes de clubes de fútbol. El diplomático alternaba el cumplimiento de su trabajo como azafata de élite de la pareja ex soviética caída en desgracia y la representación de una marca de sandías y melones que vendía personalmente por las calles de la Villa Olímpica. De noche le gustaba disfrazarse de vampiro aunque no se le conocía ninguna mordedura real. Consecuencia de tanto activismo y de una cierta desorientación ideológica era que se crispara fácilmente ante Raisa y su marido a los que no podía perdonar el asesinato del zar y su familia y la recalcitrante supervivencia de Fidel Castro.
La escena transcurría ante un gigantesco espejo más allá del cual aparecía el fondo de la plataforma continental de Barcelona. En efecto, allí había infinidad de submarinos, pero más que reales o de chatarra, eran submarinos diseñados por Mariscal, al igual que los hombres ranas empeñados en poner cargas explosivas a los cimientos de la ciudad.
– ¿Ahí está el coronel Parra?
Samaranch ordenó con un gesto que un poderoso reflector submarino buscase entre las aguas al «coronel» y allí estaba, braceando en busca de su objetivo, de vez en cuando descansaba, se ponía la mano como una visera sobre los ojos, oteaba el horizonte y volvía a bracear con renovado entusiasmo.
– ¿Corcuera? ¿La princesa Ana?
– Actores secundarios.
Y en una pantalla aparecieron el ministro de la Gobernación y la princesa Ana discutiendo a voz en grito.
– Mi madre era una humilde mujer del pueblo y en cambio la tuya…
– ¿Qué tienes que decir tú de mi madre?
– ¡Que se le cuelan demasiados espontáneos en el dormitorio!
– Porque la nuestra es una sociedad abierta. Lee a mister Popper… asno… lee a mister Popper.
– Ya te daré a ti sociedad abierta…
Volaron platos en una y otra dirección, hasta que Samaranch cortó la imagen con un mohín de disgusto en sus labios, diríase que más gruesos como exigencia de la negritud. A no excesiva distancia de Samaranch siempre permanecía Mandela, amistad recién adquirida con el propósito de que le suministrase asesoramiento sobre la realidad negra, aunque Nelson estaba un poco harto porque Samaranch era de los que hacían preguntas como… ¿El negro nace o se hace?
– Vaya escena. Los ministros dedicados a orden público suelen ser vulgares. Al menos en España. Una vez nombraron subsecretario de este ministerio al heredero de un ilustre linaje catalán, el señor Cruilles de Peratallada, yerno de un gran patricio barcelonés, Ventosa. Una dama amiga mía supo definir la situación a las mil maravillas: «¡Qué horror! Un yerno de Ventosa, jefe de los guardias.» No es que la señora tuviera nada en contra de los guardias. Al contrario. Pero nuestra burguesía siempre ha preferido que los guardias fueran de otra parte. Egoísmo de estatus, es posible, pero reflejo de un estado de ánimo. El olimpismo es una sutileza, señor Carvalho, y a pesar de su aparente fuerza es muy frágil, por eso le servimos mejor que nadie, gentes tan leves como él mismo.