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El niño, que aún no se ha ido, no aparta sus ojos de Mordecai.

—Gracias, amigo.

—De nada señor.

El niño no se va. Tal vez espere una moneda, pero Sadrac no tiene nada para darle. Finalmente, decide irse y echa a correr a toda velocidad, se detiene después de unos metros, vuelve la cabeza, hace un gesto burlón con la lengua y reanuda la carrera para desaparecer en un callejón.

Unos minutos después, el gran Cotopaxi empieza a rugir. De uno de los cráteres secundarios comienza a brotar una columna blanca de unos cien metros de ancho.

La ciudad detiene su marcha, todo queda paralizado, excepto las miradas que giran en dirección al Cotopaxi. La columna blanca, torrente vertiginoso, ya se ha elevado a unos mil metros sobre la cúspide del Cotopaxi, y se despliega, ahora, como un gran penacho de plumas, cubriendo el cielo con un manto de vapor vivo. Mordecai alcanza a oír un zumbido bramador, como si un tren atravesara la ciudad, ero un tren para gigantes, un tren titánico, a cuyo paso se alancean los faroles y vibran las macetas de los balcones hasta precipitarse en el vacío. La nube de vapor se corona de gris y colorea sus bordes con tintes rojos y amarillos.

—¡Ay! ¡El fin del mundo!

—¡Madre de Dios! ¡La montaña!

—¡Ayuda!¡Ayuda!¡Ayuda!

Y así comienza la huida de los habitantes de Quito. No ha pasado nada aún, nada excepto un rugido y un silbido y una columna de vapor que se eleva hacia el cielo. Sin embargo, la gente de la ciudad abandona sus hogares, dejando todo o casi todo. Algunos llevan sólo un crucifijo o un gato o un niño o un manojo de ropa; se agolpan en las calles: un torrente de hombres y mujeres presas del pánico, que corren enajenados cuesta abajo, hacia el Norte, lejos de la ciudad. Nadie vuelve la cabeza para mirar, todos huyen, huyen del Cotopaxi, huyen de la aterradora nube carmín que brota de la montaña, huyen de la muerte que pronto se apoderará de la ciudad de Quito. Son inteligentes, a nadie le interesa quedarse a contemplar el espectáculo. La marea humana arrastra a Sadrac: su figura, una torre que se eleva sobre los habitantes de Quito, como el volcán sobre la ciudad. Unos lo miran extrañados, otros se aferran a él como si buscaran ayuda, como si pensaran que es un mesías negro que ha venido a guiarlos hacia la salvación. Pero Sadrac no guía a nadie: corre detrás de la multitud, huye impotente como todos los demás, con la diferencia que, de tanto en tanto, vuelve la cabeza para mirar. Cuando puede, cuando manos desahuciadas no acuden en busca de su ayuda, se detiene para contemplar el espectáculo. El volcán estalla furioso, despidiendo pumita y ceniza que el viento desparrama. El aire cambia de color, se tiñe de amarillo, y el sol se pinta con matices rojos y naranjas. La tierra parece gemir, la ciudad entera tiembla. Los habitantes de las clases más altas tratan de huir en sus automóviles, que marchan a paso lento a través de las calles, tratando de abrirse camino entre el caótico tropel de peatones: hay choques, gritos, peleas. Los autos se detienen, finalmente, y sus pasajeros se unen, despreciativos, a las filas de los humildes. Ya hace una hora o dos, o tal vez tres, que Sadrac camina como un autómata. abriéndose paso entre la multitud. El aire, ya enrarecido y frío, está impregnado de azufre, y a pesar de que la tarde no ha promediado aún, la ciudad ya esta iluminada por los faroles de la calle, ya que la lluvia de cenizas oculta la luz del sol. Las calles están cubiertas por un manto gris, como en invierno por la nieve, que llega hasta los tobillos, y el Cotopaxi sigue rugiendo y silbando, y la gente sigue su huida hacia el Norte. Mordecai sabe el destino de todos ellos, ya que con la misteriosa clarividencia del ayer y de hoy, característica de los viajantes del tiempo, recuerda el futuro. Faltan pocas horas para que estalle la explosión que se escuchará a miles de kilómetros, el terremoto, las nubes de las venenoso, el enardecido torrente de cenizas volcánicas que empañarán la luz del sol en todo el mundo, y en esta noche del Cotopaxi, los dioses del pasado vagarán por toda la Tierra y los imperios sucumbirán. Sadrac vivió esta noche alguna vez, pero sin saber lo que hoy sabe. En algún lugar, lejos de aquí, Sadrac Mordecai, el joven de quince anos, de ojos grandes, brazos y piernas robustos, está estudiando sus lecciones, soñando en la escuela de medicina, y oirá la explosión, como un ruido sordo y lejano, ya que el estruendo tendrá que atravesar todo el planeta desde Quito a Filadelfia. Tal vez piense que es una bomba terrorista, pero a la mañana siguiente, verá el cielo teñido de amarillo, y el sol transformado en un círculo rojo. Durante días y días caerá un polvo fino que adelantará los atardeceres en estos días de verano, y de Sudamérica, llegarán noticias de la terrible erupción y de los cientos de miles de vidas perdidas. Lo que Sadrac, el joven de quince años, no sabe, lo que nadie sabe, excepto este extraño que camina tranco a tranco por los suburbios del Nortede la ciudad de Quito, bajo una nube turbia y encarnada, es que la erupción del Cotopaxi es más que un evento naturaclass="underline" señala un apocalipsis político, el ocaso de las naciones, la víspera de la llegada de Genghis Mao.

—¡El fin del mundo!

Sí, sí, el fin del mundo.

Luego, la explosión…

Se produce en etapas: primero, cinco estampidos como cañonazos; luego, una larga pausa de silencio total, aun el rugido que ha retumbado durante horas y horas cesa de repente; después, un temblor de la tierra y un estruendo monstruoso, un estruendo como Sadrac nunca ha oído, un estruendo que rompe ventanas y destruye paredes; vuelve el silencio; vuelve el rugido; mas cañonazos, bang, bang, bang, abruptos, cortantes; inmediatamente, un segundo estrépito, cinco veces más poderoso que el primero, la gente se desploma de rodillas en el piso, las manos tapando los oídos; vuelve a reinar el silencio, un silencio nefasto, siniestro, enervante; finalmente, el ruido cumbre, un ruido que raja la tierra y quiebra el eje del planeta, una avalancha grotesca e interminable de ruidos que se estrellan contra la nuca y hacen sacudir los brazos en alocado desvarío, un ruido que arrolla la ciudad de Quito como el pie atropellador de un dios enardecido. El cielo se tiñe de negro entonces, y un torrente de fuego rojo mana del Cotopaxi y arde en terrorífico esplendor sobre el horizonte. La montaña parece desgarrarse: la cúspide se desintegra, grandes bloques de roca remontándose en las alturas, sobrevolando la ciudad. El cono perfecto, que alguna vez tuvo la gracia y belleza del Monte Fuji, ahora es una ruina, una mole hecha pedazos, apenas visible a través de las espesas nubes de ceniza y los bloques de pumita que se desplazan por el aire. Éstos son los restos del gran Cotopaxi, ya cadavérico y deformado. El aire mismo arde, la gente sigue su marcha, lenta, cada vez más lenta, arrastrándose abatida hacia una salvación que nunca alcanzará. Vomitan, las manos a la garganta, jadean, se ahogan, caen.

—Ayuda, ayuda.

Todos en busca de la ayuda que nunca llegará. Mueren uno a uno en esta tarde de sol brillante, que ya ha dejado de brillar.

Sadrac, también sofocado por este aire impregnado de cenizas y monóxido de carbón, cae, se levanta, vuelve a caer, y, finalmente, logra levantarse otra vez. Recuerda, entonces, que es médico, y se arrodilla junto a una mujer tendida en el piso. Es una niña, cuyo rostro distorsionado se ha oscurecido por la asfixia, tomando un color negro, casi tan negro como el de él.

—Soy médico.