—Gracias, señor. Gracias.
Sus ojos, clavados en Mordecai, vibran en busca de ayuda, de medicamentos, de agua, de algo, de lo que sea. Pero, ¿hay algo que él pueda hacer por ella? Sí, claro, él es médico, pero, ¿es posible enseñarle a una moribunda a respirar el aire envenenado? La niña tiembla, está a punto de vomitar, pero —curiosamente— bosteza. Se duerme en brazos de Sadrac, pero es un sueño mortífero del cual no despertará jamás. Mordecai sabe que no puede hacer nada para salvarla. Por lo tanto la deja y se va, tapándose la nariz y la boca con el pañuelo, pero es inútil, inútil. Vuelve a caer, pero esta vez sin levantarse: es una víctima más entre otras tantas ahogadas en lágrimas y murmullos.
…Y ésta fue, entonces, la noche del Cotopaxi, noche de cenizas de huida y de muerte. Aquel niño insolente, aquellas mujeres que asaban trozos de carne en la calle, los comerciantes y los banqueros, los taxistas y los policías, aquel extraño, alto, de piel carbón, todos, unidos por la muerte.
¿Qué sentido tuvo la huida frenética? La sarna ciencia cenicienta del Cotopaxi inunda los cielos, dándole al mundo un atardecer sangriento. El fin del mundo, sí. Sadrac aparta la ceniza de su boca con manos violentas. Se oye otra explosión, esta vez más suave, porque, ¿hay, acaso, algo que pueda igualar aquel último estruendo apocalíptico e inimaginable? Otra explosión, otra más, y Sadrac sabe que continuarán durante horas y horas, tal vez durante días, disminuyendo, su intensidad. Esta noche, Ecuador no dormirá, ni tampoco Colombia, ni Venezuela, ni toda Centroamérica, ni siquiera Méjico: el trueno mortal de Cotopaxi resonará en Canadá, en la Patagonia, atravesará los mares, y al amanecer, un amanecer oscuro y polvoriento que no aceptará la luz del sol, estallará la primera revolución, el putsch en Brasil, y los insurrectos aprovecharán la extraña oscuridad y el terror universal para dar el golpe, anhelado y esperado golpe. Luego se producirá la reacción en cadena estimulada por los brasileños: la sublevación en la Argentina, en Nicaragua, en Algeria, en Indonesia, una rebelión sangrienta surgida del Cotopaxi, cada gota, una clave que inundará nación tras nación; el gran cataclismo volcánico, un símbolo: la crisis económica de la década del setenta, las represiones y escasez y decadencia en la década del ochenta, que lleva, inexorablemente, al caos mundial de 1991, la revolución total, la larga Walpurgisnacht desencadenada, en grado inmensurable, por la erupción.
…Y ésta fue, entonces, la noche del Cotopaxi. Los dioses enardecidos sacudieron el mundo y destruyeron las naciones. Mordecai baja la cabeza, cierra los ojos, se entrega a la nube de cenizas, fragante y cálida, que flota sobre su cuerpo. Esta es la noche del Cotopaxi, sí, el fin del mundo, el pitar del último clarinete, la apertura de la séptima brecha, y Mordecai fue parte de todo esto, sintió el sabor del volcán y ahora… ahora duerme.
CAPÍTULO 7
Mordecai sale de la carpa de los transtemporalistas y permanece de pie, esperando a Nikki en el camino de piedras que hay ala salida. Todavía está aturdido, su boca conserva aún el sabor acre del Cotopaxi. Entre la multitud que se dirige al ostentoso mundo de los pabellones de juego, en el extremo Oeste del complejo recreativo, Mordecai distingue algunas caras conocidas, miembros del personal de Genghis Mao. Allí va Frank Ficifolia, un hombre pequeño de cara ancha, encargado de la sección comunicaciones y diseñador del Vector de Vigilancia Uno. Detrás de él pasa Gonchigdorge, un edecán mogol vestido con un extraño uniforme, como el de las historietas, cargado de cintas y medallas. Más allá, Sadrac alcanza a ver a Eyuboglu, un turco de tez pálida, y al griego Ionigylakis, un hombre corpulento; ambos son vicepresidentes del Comité. Todos saludan a Mordecai, cada uno con su estilo característico: Ficifolia, cálido y efusivo; Gonchidorge, casual, sin cumplidos ni ceremonias; Eyuboglu, prudente, e Ionigylakis, bullicioso. Sadrac no hace más que mover la cabeza y forzar una sonrisa pétrea. Soy médico. Todavía oye el tronar de la tierra. En ese momento, desearía estar solo. Por lo menos en Karakorum, tiene derecho a la intimidad, especialmente ahora. Su conciencia permanece aún en los suburbios de Quito, enterrada bajo un manto de ceniza caliente. Siempre se experimenta una impresión de cambio repentino al salir de un ritual transtemporalista, pero esto es demasiado, es como emerger del seno materno. Está débil y turbado, incapaz de cumplir con los ritos sociales. Todo lo afecta, el olor á azufre, la pumita polvorienta, la ineludible modorra, pero, sobre todo, esa terrible vivencia de la transición, la visión de un mundo que muere y otro, nuevo y extraño que nace…
De la carpa de los transtemporalistas, sale un individuo que Sadrac conoce, pecho de paloma, dentadura terriblemente desordenada, cejas pelirrojas, espesas e impactantes. Es Roger Buckmaster, un inglés experto en microingeniería, muy competente, por cierto. Es una persona huraña, un hombre que muy poca gente ha llegado a conocer bien. Se plantifica a la salida de la carpa, a unos pocos metros de Sadrac Mordecai, hundiendo los pies, firme y decidido, en las piedras del camino, como si temiera perder el equilibrio. Tiene el aspecto embotado de un hombre que acaban de echar de un bar por haber bebido unas cuantas cervezas de más.
Mordecai, que conoce demasiado bien la turbación que se experimenta al salir de la carpa, comprende la conducta de Buckmaster y, a pesar de que su relación con Roger es algo distante y de que en este preciso momento tiene muy poco interés en conversar con él algo lo impulsa a cruzar su mirada vacilante con un gesto amable. Sonríe y lo saluda, pensando que, una vez cumplida, su obligación social. podrá aislarse en su propio caos y fatiga mental.
Buckmaster, sin embargo, mirándolo con agresividad luminosa dice:
—¡Pero si es el negro miserable! —la voz potente, flemática, aguda, una voz nada amistosa—. ¡Sí, es él! ¡El negro miserable!
—¿Negro miserable? Escúchame, ¿me dijiste…?
—Negro. Miserable.
—Si, eso es exactamente lo que escuché.
—Negro miserable. Maldito como el as de espadas.
—Esto es realmente cómico. Roger, ¿te sientes bien?
—Maldito. Negro y maldito.
—Sí, sí, te escuché bien, no cabe duda de que te escuché bien —dice Sadrac. Siente un latido tenue en el lado izquierdo del cráneo. Lamenta haber saludado a Buckmaster y desearía que desapareciera en este mismo instante. El desprecio racial es más ridículo que el insulto, ya que Sadrac nunca ha unido motivos para estar a la defensiva por su color, pero está azorado por este ataque gratuito y todavía no ha logrado disipar el efecto de su poderosa experiencia transtemporal; por lo tanto, no tiene ningún interés en discutir con un payaso embravecido como Buckmaster, y menos en un momento como éste. Tal vez lo que tenga que hacer es ignorarlo. Entonces, decide cruzarse de brazos, alejarse unos metros y apoyarse contra un poste de luz.
Ante el silencio de Sadrac, sin embargo, Buckmaster continúa.
—¿No te sientes ahogado en vergüenza, Mordecai?
—Suficiente, Roger…
—¿No te sientes culpable por todos y cada uno de los actos inmundos de tu vida pérfida?
—Tranquilízate Buckmaster. ¿Qué has estado bebiendo allí dentro?
—Lo mismo que todos los demás: la droga, nada más que la droga, la droga del tiempo, o como quieran llamarla. ¿Qué crees?, ¿que me dieron hachís? ¿Crees que tengo algunos whiskys de más? ¡No, no, es sólo la bebida del tiempo, que me abrió los ojos, por si lo quieres saber, y ahora veo todo muy claro! Buckmaster avanza hacia Sadrac y se detiene cuando sólo treinta centímetros los separan. El dolor de Sadrac es cada vez más intenso, como si trataran de hundirle un clavo en el cerebro a martillazos: Buckmaster, la mirada penetrante, dice entre gritos y rugidos:
—¡Vi cómo Judas vendió a Cristo! Estuve allí, en Jerusalén, en la Ultima Cena, los vi comer. Eran trece, ¿me entiendes? Yo mismo serví el vino, ¿me escuchas bien? Vi la sonrisa falsa de Judas, vi cuando murmuraba al oído de Cristo y luego los vi juntos en el jardín, Getsemaní, ¿sabes?, afuera en la oscuridad…