—¿No quisieras un tranquilizante, Roger?
—¡Vuela de aquí, tú y tus píldoras inmundas!
—Estás demasiado excitado. Deberías tratar de calmarte.
—Mírenlo, haciéndose el doctorcito conmigo. Conmigo. No, no me doparás, tendrás que escuchar atentamente todo lo que te diga.
—Otro día —dice Sadrac, que está atrapado entre Buckmaster y el poste de luz. Se desliza hacia un costado y, en un grosero ademán, hace un gesto como si Buckmaster fuera un vapor nocivo que quiere espantar—. Estoy cansado ahora. Yo también tuve un viaje terrible. Si no te importa, no puedo aguantar una situación de este tipo en este momento. ¿Esta claro?
—Pues te la aguantarás, y muy bien, ¿oyes? Te tengo aquí y me escucharás. Lo vi todo, vi cuando Judas se acercó a El y lo besó en el jardín y le decía Señor, Señor… tal como lo dice la. Biblia, y después vi a los soldados romanos que arrestaban a Cristo. Traidor, miserable y maldito. Yo lo vi todo, estuve allí, y ahora sé qué es la culpa. ¿Y tú? ¡Qué va, tú no lo sabes, porque eres tan culpable como él, de otra manera, pero de la misma calaña, Mordecai!
—¿Yo? ¿Yo igual a Judas?
Sadrac abatido menea la cabeza. Los borrachos lo enervan, aun cuando se emborrachan con la droga de los transtemporalistas.
—No entiendo nada de esto. ¿A quién se supone que traicioné?
—A todos, a la humanidad entera.
—Y dices que no estás borracho.
—Nunca estuve tan sobrio. ¡Ah, ahora veo todo claro!
¿Quién lo mantiene con vida? Contéstame. ¿Quién está a su lado, dándole inyecciones, medicamentos, píldoras, recurriendo a ese inmundo cirujano cada vez que necesita un corazón nuevo, o un riñón? ¿Eh, eh?
—¿Quieres que el presidente se muera?
—¡Claro que sí!
Sadrac no sabe qué decir. Es evidente que Buckmaster se ha vuelto loco después de su experiencia en la carpa de los transtemporalistas; por lo tanto, —ya no puede— estar enojado con él. Este hombrecito furioso debe protegerse de sí mismo.
—Te arrestarán si sigues comportándote así —le dice Sadrac—. Puede estar escuchándonos.
—Si está rendido, medio muerto por la operación —replica Buckmaster—. ¿Crees que no lo sé? Le han hecho un transplante de hígado hoy.
—Aun así, hay ojos espías por todas partes, aparatos registradores. Tú mismo diseñaste algunos de ellos, Buckmaster.
—No me importa. Que me oiga.
—Conque te has convertido en un —revolucionario, ¿eh?
—He abierto los ojos. Lo que vi en la carpa fue una revelación. La culpa, la responsabilidad, el mal…
—¿Piensas que el mundo marcharía mejor si Genghis Mao muriera?
—¡Sí! ¡Sí! —pita Buckmaster enfurecido—. Nos está explotando a todos para vivir eternamente. ¡Transformó el mundo en un manicomio, en un zoológico inmundo! Mira, Mordecai, podríamos reconstruir el mundo entero, podríamos distribuir el Antídoto y curar a todos los habitantes del planeta, no solamente a los pocos privilegiados, podríamos volver a lo que éramos antes de la Guerra, pero no, no, estamos gobernados por ese inmundo Khan mogol. ¿Te das cuenta? ¡Un mogol centenario que quiere vivir para siempre!
Si no fuera por ti, se hubiera muerto hace cinco años. Sadrac, espantado se lleva las manos a la frente: sabe adónde quiere llegar Buckmaster. Ahora, más que nunca, desea escapar de esta conversación. Buckmaster es un tonto y su agresión es vulgar e incontestable. Hace tiempo ya que Sadrac analizó lo que Buckmaster acaba de decir, pensó en los problemas morales, pero los descartó. Es cierto que no está bien servir a un dictador maldito, que no es digno de un joven negro, sincero y aplicado, que quiere hacer el bien, pero, ¿por qué pensar que Genghis Mao es un dictador maldito? ¿Hay, acaso, alguna otra alternativa en su gobierno, aparte— del caos? Si Genghis Mao es inevitable, como las fuerzas naturales, como el amanecer, como las gotas de lluvia, entonces no hay razón de sentirse culpable por servirlo: cada uno hace lo que considera apropiado, cada uno vive su vida, cada uno acepta su karma, y si Mordecai es médico, su función es curar, sin tomar en cuenta los distintos aspectos de la identidad de su paciente. Esto no es, de ningún modo, un razonamiento superficial para Sadrac, sino una manera de declarar que acepta su destino. Se niega a asumir cargos de culpas que carecen de sentido, y no dejará que nadie, y menos Buckmaster, lo ataque por cosas absurdas y lo acuse de ser leal con quien no debería serlo.
Mordecai advierte que Nikki acaba de salir de la carpa de los transtemporalistas y permanece de pie, las manos en las caderas, esperándolo.
—Perdóname, tengo que irme —le dice a Buckmaster. Nikki parece transfigurada: los ojos encendidos, la cara iluminada con un sudor embelesado, todo su cuerpo brilla. Sadrac se dirige hacia ella, que apenas mueve la cabeza cuando lo ve acercarse. Está lejos de aquí, perdida en alguna fantasía.
—Vamos —le dice Sadrac—, Buckmaster está enloquecido esta noche, realmente insoportable.
Sadrac está a punto de tomar la mano de Nikki, cuando oye el grito de Buckmaster, que corre hacia ellos.
—¡Espera! ¡Aún no terminé, tengo que decirte algo más, negro miserable!
—Está bien —dice Sadrac encogiéndose de hombros—. Te doy un minuto más. ¿Qué es lo que me quieres decir, exactamente?
—Que no lo atiendas más.
—Soy médico, Buckmaster, y él es mi paciente.
—Precisamente por eso es que te acuso de miserable. En el mundo hay billones de personas que necesitan atención, y tú eliges nada menos que a el, condenándonos a dos décadas más de Genghis Mao.
—Si no estuviera yo, lo atendería alguna otra persona —responde Sadrac con suavidad.
—Pero ahora lo atiendes tú. Tú. Por lo tanto eres tú el responsable.
—¿Responsable de qué? —pregunta Sadrac azorado, desconcertado por la fuerza y persistencia del ataque de Buckmaster.
—De que el mundo sea lo que es: un caos desangrante. La continua amenaza universal de la descomposición orgánica veinte años después de la Guerra del Virus. El hambre, la pobreza. Dime, ¿no estás avergonzado? ¿Tú, que tienes las piernas repletas de maquinitas que marcan minuto a minuto la presión sanguínea del presidente, para que puedas acudir en su ayuda lo antes posible en caso de peligro?
Sadrac mira a Nikki en busca de auxilio, pero ella no ha vuelto aún a la realidad, no ha advertido la presencia de Buckmaster.
—¿Quién diseñó esa maquinaria, Roger? —estalla Mordecai, ya enfurecido.
Buckmaster se echa atrás, las mejillas enrojecidas, lágrimas histéricas le iluminan los ojos: Mordecai puso el dedo en la llaga.
—¡Yo! ¡Yo lo hice! ¡Sí, y lo admito, yo construí tus sucios nódulos! ¿Acaso crees que no sé que yo también soy culpable? ¿No te das cuenta de que sólo ahora lo entiendo? Pero ya saldré de esto, ya dejaré de ser uno de los responsables.
—La manera en que te comportas, Buckmaster, es realmente suicida —Sadrac señala las siluetas oscuras al borde del camino, miembros del personal jerarquizado que rondan en la oscuridad, desde donde contemplan el rapto lunático y encolerizado de Buckmaster, pero nadie se acerca,— por temor a ser registrado por algunos de los. ojos espías—. Mañana, el presidente recibirá un informe de todo lo que has dicho, Roger. Té estás destruyendo.
—Yo lo destruiré a él, a ese vampiro que nos tiene a todos como rehenes, a nuestros cuerpos, a nuestras almas. Cuando ya no le sirvamos, nos dejará caer a todos en la podredumbre…
—No seas melodramático. Si servimos al Khan, es porque estamos preparados para hacerlo, y éste es el lugar más adecuado para —aplicar nuestros conocimientos —dice Mordecai en tono categórico—. Si crees que hubiera sido mejor vivir en Liverpool o en Manchester en un sótano —hediondo, con los intestinos perforados, ¿por qué no lo hiciste?