—No me provoques, Mordecai.
—Pero si es la verdad. Es una suerte estar aquí. En este mundo de locos, somos los únicos que nos comportamos como personas cuerdas. Sentirnos culpables es un lujo que no nos podemos dar. ¿Quieres abandonar al Khan, ahora? Bueno, vete, Roger, vete, pero sé que mañana, cuando estés más tranquilo, habrás cambiado de idea.
—No necesito tus consejos.
—Trato de protegerte, trato de hacerte callar, de que dejes de gritar esas tonterías peligrosas.
—Y yo trato de que cortes el contacto que te une a Genghis Mao, que nos liberes de él.
Buckmaster, gime, tiene la cara enrojecida, la mirada perdida.
—Por lo tanto crees que estaríamos mejor sin él. ¿Qué otra alternativa propones, Buckmaster? —pregunta Sadrac—. ¿Qué tipo de gobierno sugerirías? Vamos, contéstame, estoy hablando en serio. Ya me insultaste bastante; ahora hablemos con calma y razonando. ¡Te has vuelto revolucionario!, ¿no es así? Bien. ¿Cuáles son tus planes? ¿Qué es lo que quieres?
Buckmaster, sin embargo, no tiene ningún interés en mantener una discusión filosófica. Lo mira a Mordecai con ojos amenazantes, casi con asco, pensando en palabras que, al pronunciarlas, no son más que gruñidos incoherentes; cierra y abre los puños continuamente, se balancea de una manera inquietante, sus mejillas enrojecidas han tomado un color escarlata. Sadrac, ya cansado de comprenderlo, se da media vuelta, la toma a Nikki del brazo y empieza a caminar. Buckmaster corre detrás de ellos en una embestida alocada y torpe, lo torna a Mordecai por los hombros y trata de voltearlo. Sadrac gira con gracia, apenas se inclina y se libera de las manos de Buckmaster y, cuando éste intenta atacarlo, lo toma por la cintura, lo hace girar y lo mantiene inmóvil entre sus brazos Buckmaster se retuerce, patalea, escupe, pero Sadrac es demasiado fuerte para él.
—Tranquilo —murmura Mordecai—, tranquilo. Relájate. Aleja la furia, Roger, aléjala.
Mordecai sostiene a Buckmaster como a un niño histérico; finalmente, cuando siente que se ha aflojado y tranquilizado, lo suelta, se aleja unos pasos y pone las manos en posición de defensa a la altura del pecho, preparado para otra embestida, pero Buckmaster está abatido. Se aleja de Mordecai, los hombros encorvados como los de un hombre vencido, se detiene después de unos pasos, frunce el ceño y dice entre dientes:
—Muy bien, Mordecai, miserable. Quédate con Genghis Mao. Lavale los pies. ¡Verás lo que te pasa! ¡Terminarás en el horno, Sadrac, en el horno, en el inmundo horno!
Sadrac echa a reír: la tensión ha desaparecido.
—El horno, me gusta eso, Buckmaster, es muy literario.
—¡Sí, terminarás en el horno, Sadrac!
Mordecai, sonriendo, toma el brazo de Nikki, quien aún se ve radiante, embelesada, perdida en raptos trascendentales.
—Vamos —le dice—, no puedo soportar un minuto más aquí.
—¿Qué quiso decir con eso del horno, Sadrac? —pregunta Nikki con voz suave, como entre sueños.
—Referencia Bíblica. Sadrac, Masach y Abednego.
—¿Quiénes?
—¿No lo sabes?
—No, Sadrac… Es una noche tan hermosa. Vayamos a algún lado a hacer el amor.
—Sadrac, Masach y Abednego son tres personajes de la Biblia que aparecen en el Libro de Daniel, tres hebreos que se negaron a adorar a la estatua de oro del ídolo de Nabucodonosor. El rey, entonces, ordenó que los arrojaran a un horno ardiente, pero Dios envió un ángel que los acompañara y el fuego no los dañó. Es raro que no conozcas la historia.
—¿Y qué les pasó?
—Ya te dije, mi amor, el fuego no los dañó, ni un solo cabello quemado. Nabucodonosor, entonces, los mandó llamar y les dijo que Dios era muy poderoso y les otorgó cargos importantes en la provincia de Babilonia. Pobre Buckmaster, tendría que darse cuenta de que un Sadrac no tiene por qué temerle a los hornos. ¿Cómo fue tu viaje, mi amor?
—¡Ah, maravilloso, Sadrac, maravilloso!
—¿En dónde estuviste?
—En la ejecución de Juana de Arco. La vi arder. Fue hermoso verla sonreír mirando al cielo —mientras caminan Nikki se acerca más y más a Sadrac—. Éste es el viaje más estimulante que hice —su voz se escucha como desde lejos, desde algún sueño. Es evidente que la fogata la ha dejado impactada—. ¿Adónde podemos ir, Sadrac? ¿En dónde podemos estar solos?
CAPÍTULO 8
Sadrac está hastiado de Karakorum después del encuentro con Buckmaster, y ahora ve cómo este día dé tanta trabajo ha agotado su vigor y apagado su alma: si pudiera, subiría al tren subterráneo y se dejaría arrastrar hasta Ulan Bator, hasta su hamaca, para gozar, por fin, de un sueño profundo y reconfortante. Pero no puede negársele a Nikki, tan misteriosamente exaltada y radiante de deseo, no está preparado para desilusionarla. Por lo tanto, se dirigen tomados del brazo hacia el refugio para amantes, en el extremo Norte del gran complejo recreativo, una brillante cúpula geodésica de color-naranja y verde. Con sólo pulsar una tala de la placa de admisión, Sadrac reserva una habitación en la que permanecerán tres horas.
La habitación no es extraordinaria. Ocupa un pequeño sector de la vasta cúpula, el techo abovedado, las paredes granuladas de un púrpura azulado, una cama, un lavatorio, un placard. Sí; es cierto, nada extraordinario pero ¿Para qué más? ¿Para qué más…? Nikki, a cuatro metros de Sadrac, se quita su única prenda, el vestido de malla dorada. Su cuerpo desnudo irradia una ola de energía seductora que oscila crepitante en el espectro erótico. Es tan potente esta irradiación, que Sadrac se olvida de su fatigó, transforma al Cotopaxi y a Buckmaster en un pasado ya lejano, y cruza la habitación en busca de su presa: bocas que se encuentran, manos que acarician pechos. Nikki lo abraza, luego se aparta por un momento y ofrece su cadera izquierda al contraceptron que está junto al lavatorio: oprime el botón y recibe el baño bondadoso de una suave radiación esterilizante; luego, vuelve a el. En la cadera cobriza, brilla una estrella verde de nueve puntas, el símbolo anti-emb que indica que la radiación ha cumplido con su función. Nikki lo desviste y se llena de gozo al ver su erecta virilidad. Ésta no es Juana de Arco, de ninguna manera; una guerrera, tal vez, pero no una virgen…
Caen en la cama. Como de costumbre, las manos de Sadrac, hábiles como las de Warhaftig, comienzan de inmediato con los juegos preliminares, fiero Nikki, con un suave movimiento de hombros, le indica que puede saltear esa etapa y pasar directamente al acontecimiento principal.
Mordecai, entonces, entra en el refugio abierto oculto entre los muslos de Nikki en un impulso pródigo que los llena a ambos de placer. Algunas cosas nunca cambian. A sólo cuatrocientos kilómetros al Oeste, hay un hombre a quien ya se le han cambiado cuatro hígados y siete riñones, y en una carpa que está a pocos metros de esta cama, se vende una droga que permite a los hombres ser testigos de la traición del Salvador, y en Ulan Bator hay una maquina que transmite imágenes instantáneas de todo lo que sucede en el resto del mundo. Sólo dos generaciones atrás, todo esto hubiera sido considerado un milagro; sin embargo, en este mundo del año 2012, infestado de milagros, no ha habido aún cambios tecnológicos significativos en cuanto al acto sexual. Sí, claro, hay drogas que, según dicen, realzan las sensaciones y hay otras tantas supercherías bioquímicas que a veces usan los más sofisticados, pero no son más que versiones actualizadas de todo el material accesorio que se viene usando desde la época medieval. La operación básica aún no ha sido digitada o miniaturizada o encuadrada o futurizada: sigue siendo lo que era en la época de los australpitecos y los pitecantropoides, vale decir, la desnudez de dos cuerpos que se oprimen uno contra el otro.