En apenas un micrón de segundo, reconocen a Mordecai y descubren que es él y no un ingenioso simulacro enviado en misión especial para matar al presidente. Con un tenue silbido de engranajes perfectamente ensamblados y un suave murmullo de cojinetes en condiciones inmejorables, la plancha externa de la interfaz se desliza, abriendo así el acceso a un cuarto interior de paredes de piedra, cuyas dimensiones son apenas más grandes que las del doctor. No es precisamente un vestíbulo para darle la bienvenida a un claustrófobo. Aquí, Mordecai vuelve a detenerse y en un micrón de segundo se repite todo el proceso de vigilancia, y sólo después de ser sometido a esta segunda inspección, puede pasar a la residencia imperial propiamente dicha. "La redundancia —dijo el presidente alguna vez— es nuestro principal sendero de supervivencia." Mordecai está de acuerdo. Este complicado proceso de pasar por todas las interfaces le resulta insignificante, un elemento más de las leyes naturales del universo, tan molesto como girar la llave en la cerradura.
La habitación siguiente, una esfera cavernosa conocida como Vector de Vigilancia Uno, es, literalmente, la ventana por la que Genghis Mao ve el mundo. Un deslumbrante despliegue de pantallas de cinco metros cuadrados cada una, ordenadas en hilera, se eleva desde el piso hasta el cielo raso, ofreciendo un variado panorama dé las imágenes transmitidas por los miles de ojos espías distribuidos en todo el planeta. No hay edificio público que no esté vigilado por estos ojos secretos, en todas las calles principales hay radares acechantes y, además, un cuerpo constante de ingenieros oficiales alternan la ubicación de las cámaras o instalan cámaras nuevas en lugares que carecían de control. No todos los ojos secretos mantienen una posición fija: son tantos los satélites espías que se desplazan por el espacio, que si sus órbitas se transformaran en seda, la tierra quedaría envuelta en un espeso capullo. En el centro del Vector de Vigilancia Uno hay un inmenso panel de control por medio del cual Genghis Mao controla la corriente de información que le proporcionan todos estos ojos secretos. Se sienta horas y horas en un elegante sillón similar a un trono y con sólo rápidas pulsaciones emite señales que le permiten ver, a voluntad, todo lo que sucede en Tokio y Bangkok, Nueva York y Moscú, Buenos Aires y El Cairo. La captación de las cámaras es tan aguda, que le permite ver el color de los ojos de un hombre a una distancia de cinco kilómetros.
Cuando el presidente no usa el Vector de Vigilancia Uno, las pantallas continúan funcionando sin interrupción, al tiempo que el mecanismo central recopila, sin orden ni concierto, la información que le proporcionan los dispositivos captadores. Las imágenes aparecen y desparecen, a veces son pantallazos de uno o dos segundos, a veces se prolongan y proporcionan secuencias consecutivas. Al tener que pasar todas las mañanas por esta habitación para llegar a la de su amo, Sadrac Mordecai se ha creado el hábito de detenerse unos minutos a observar este vertiginoso y llamativo despliegue de proyecciones. En sus pensamientos, se refiere a este interludio diario como "El Control de la Sala de Traumas". La Sala de Traumas es el nombre secreto con que Mordecai denomina al mundo en general, ese gran valle de dolor y corrupción física.
De pie en medio de la habitación, Sadrac observa los pesares del mundo. Hoy, las escenas aparecen agitadas. No cabe duda de que la gigantesca computadora que maneja este sistema tiene un día alterado: los controles se dirigen sin descanso de un ojo a otro, y las imágenes aparecen y desaparecen en pantallazos alocados. Sin embargo, se pueden distinguir algunas proyecciones claras: un perro angustiado renquea, lento, por una calle atorada con suciedad; en una cañada polvorienta, un niño negro de ojos saltones y vientre dilatado llora, desnudo, mientras se muerde el pulgar; una anciana de hombros hundidos camina por una plaza llena de guijarros en una ciudad europea, cargando bultos cuidadosamente envueltos mientras jadea agitadamente agarrándose el pecho, finalmente cae y los paquetes ruedan por el suelo. Otra pantalla refleja la imagen de un hombre de rasgos orientales, de piel curtida por el sol, de barba blanca y escasa que lleva una diminuta gorra verde; se lo ve salir de un negocio en el momento que tose y arroja bocanadas de sangre. Una multitud (¿mejicanos?, ¿japoneses?) se agrupa en torno a dos niños que, atacándose con trinchantes, tienen los brazos y el pecho cubiertos de tajos sangrientos; tres niños se acurrucan en el techo de una casa deshecha, arrastrada por la corriente de un río desbordante de aguas grises y blanquecinas; un mendigo de ojos perdidos tiende la mano, una garra acusadora; una mujer joven de pelo negro se arrodilla sobre el borde de la acera y, angustiada, se retuerce de dolor en el suelo mientras dos niños la observan.
En otra de las pantallas se alcanza a ver un automóvil que se desplaza por una carretera a una velocidad vertiginosa, para luego desaparecer en una zanja cubierta de arbustos. El Vector de Vigilancia Uno es como un inmenso tapiz lleno de compartimientos, en cada uno de ellos una historia, un fragmento de vida que constituye un tormento y un desalo al intelecto. Allí, en el resto del mundo, en la gran Sala de Traumas que es el mundo, los dos mil millones de súbditos de Genghis II Mao IV Khan mueren hora a hora, a pesar de los inmejorables intentos del Comité Revolucionario Permanente. No hay nada de nuevo en eso: todos los que viven y han vivido mueren y murieron hora a hora a lo largo de todas sus vidas. Sin embargo, en estos años posteriores a la Guerra del Virus, la muerte parece tomar características diferentes: la podredumbre en que la humanidad está inmersa evidencia una muerte mucho más inmediata y, esta cantidad innumerable de ojos que contemplan el panorama en su totalidad hace que la decadencia general sea más conmovedora. Los radares del Khan captan todo, sin hacer comentarios, sin emitir juicios, limitándose simplemente a colmar estas paredes con imágenes desconcertantes y aterradoras de la condición humana en la postguerra a comienzos del siglo XXI.
Esta habitación determina la naturaleza de los espectadores, ya que las reacciones de cada uno de ellos revelan características de su personalidad. Para Mordecai, este remolino de escenas es repugnante y fascinante al mismo tiempo, una muestra de la podredumbre y la derrota, el coraje y el sufrimiento: ama y compadece a todas esas víctimas que se reflejan en cada pantalla y, si pudiera, los abrazaría a todos, ayudaría ala anciana a levantarse, pondría monedas en la mano venosa del mendigo, frotaría el vientre dilatado del niño. Sin embargo, no puede hacerlo; su función es otra: él es por profesión y vocación un médico, es el que cura a enfermos. Para otros, el Vector de Vigilancia Uno es un teatro brutal que sólo sirve para recordarles su buena suerte: ¡Que actitud inteligente la de ellos!… Adquirir un cargo encumbrado en el gobierno para poder así disponer constantemente de los suministros del Antídoto Roncevic y gozar de la protección del presidente. libres del dolor. del hambre y de la descomposición orgánica, aislados de esa pesadilla que es la vida real. Otros no pueden soportar las imágenes que se reflejan en las pantallas. Manifiestan, en linar de una sensación de superioridad reconfortante, un sentimiento de culpa intolerable: ellos aquí adentro, sanos y salvos, mientras los demás… Hay otras personas, sin embargo, a quienes las escenas les resultan sencillamente aburridas: muestran dramas sin argumentos, un desarrollo de acciones sin un propósito concreto, tragedias sin significado moral, jirones extraviados de la vida, una trama deshilachada. Resulta imposible, no obstante, determinar qué es la reacción de Genghis Mao ante el Vector de Vigilancia Uno, ya que el Khan, como en tantas otras instancias, se muestra inescrutable cuando maneja los controles.