Horthy se acerca silencioso a Mordecai y le dice casi con alegría: —Ya comenzaron los arrestos.
—Ya sé. Me lo dijo Avogadro.
—¿Le dijo que tienen un sospechoso?
—¿Quién?
Una aureola psicodélica revolotea aún en torno a Horthy, quien, en una expresión de cansancio, se frota delicadamente los ojos saltones y enrojecidos.
—Buckmaster —dice—. El dé microingemería.¿Lo conoce?
—Sí. Lo conozco. Trabajé con él.
—Anoche, en Karakorum, lo escucharon hacer unas declaraciones terribles. Gritaba a los cuatro vientos que derrocaran a Genghis Mao, pronunciándose en favor de la subversión. Finalmente, lo arrestaron, pero después lo dejaron en libertad porque llegaron a la conclusión de que estaba borracho.
—¿A usted le sucedió lo mismo? —pregunta Sadrac en voz baja.
—¿Yo? ¿A mí? No entiendo.
—En la estación del subterráneo. ¿Recuerda que estuvimos juntos mientras transmitían el discurso de Mangú? Usted hizo algunos comentarios acerca del programa de distribución del antídoto y después los policías…
—No —dice Horthy—. Debe estar equivocado, doctor. —Su mirada se fija en Sadrac y no se aparta de él. Es una mirada intimidatoria, fría y hostil, a pesar de los ojos consumidos y empañados.— La persona con la que usted estuvo anoche en Karakorum no era yo, doctor Mordecai —dice finalmente, en tono categórico.
—Pero, ¿usted no estuvo allí anoche?
—No era yo.
Mordecai acepta la grotesca indirecta y decide no insistir más en la cuestión.
—Mil disculpas. Hablemos de Buckmaster. ¿Por qué creen que él es el culpable?
—Por la forma extraña en que se comportó anoche.
—¿Eso es todo?
—Si desea más información deberá preguntarle a la gente de seguridad.
—¿Lo vieron cerca de la habitación de Mangú cuando sucedió el asesinato?
—No sabría decirle, doctor Mordecai.
—Muy bien.
En una de las pantallas se refleja, en repulsivo primer plano, la imagen de una niña vomitando. Es el vómito causado por la descomposición orgánica de color rojo, vivo y brillante.
Horthy parece regocijarse con el panorama, como si esa horrenda escena no tuviera nada de extraño para él.
—Algo más —dice Sadrac— ¿Usted vio a Mangú precipitarse en el vacío, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y luego le avisó a Genghis Mao?
—Primero le avisé a los guardias que estaban en el vestíbulo de entrada.
—Por supuesto.
—Y luego subí al piso setenta y cinco. La gente de seguridad ya había clausurado la entrada, pero logré entrar lo mismo.
—¿Fue directamente a la habitación del Khan?
—Que estaba bajo custodia triple —dice Horthy haciendo un gesto afirmativo con la cabeza—. Para que me dejaran pasar tuve que insistir en mis privilegios ministeriales.
—¿Genghis Mao estaba despierto?
—Sí. Leyendo los informes del CRP.
—¿Cómo calificaría usted el estado general de salud del presidente en ese momento?
—Muy bueno. Estaba pálido y débil, pero eso es normal si se tiene en cuenta que estaba recién operado. Me— saludó y por la expresión de mi rostro se dio cuenta de que algo andaba mal. Me preguntó qué ocurría y yo le dije todo lo que había pasado.
—¿Qué le dijo?
—¿Y qué cree usted que pude haberle dicho? —dice Horthy impetuoso—. Que Mangú había caído de la ventana de su cuarto, naturalmente.
—¿De esa forma se lo dijo? ¿"Mangú ha caído de la ventana de su cuarto"?
—Algo así.
—¿No hizo ningún comentario acerca de la posibilidad de que lo hubieran empujado?
—¿Por qué todas estas preguntas, doctor Mordecai? —Por favor. Esto es, importante. Necesito saber si fue por sus propias conjeturas que el Khan llegó a la conclusión de que lo de Mangú fue un asesinato, o si se lo insinuó usted sin darse cuenta.
Horthy mira a Sadrac Mordecai con ojos siniestros.
—Me limité a decirle lo que vi—: a Mangú que caía en el vacío. Eso es todo. No saqué ninguna conclusión acerca de cómo había sucedido. Supongamos que alguien lo haya empujado, ¿usted cree que yo hubiera podido distinguirlo a cuatrocientos metros de altura? Ni siquiera distinguí a Mangú, que no era más que un puntito flotando en el cielo, un muñeco. Me di cuenta que era él cuando ya casi había llegado al piso —un brillo desconcertante ilumina los ojos de Horthy, quien, acercándose a Mordecai dice, en un tono casi melodioso—: ¡Tenía una expresión tan serena, doctor Mordecai! Flotaba en el aire, los ojos enormes, los cabellos revoloteando en el viento, en sus labios una sonrisa. Sí, creo que sonreía. ¡Sonreía! Luego el impacto.
—Qué extraño —interrumpe Ionigylakis, que, evidentemente; ha estado escuchando la conversación—. Si alguien lo hubiera empujado por la ventana, ¿creen ustedes que hubiera tenido una expresión tan alegre?
Sadrac hace un gesto de desacuerdo.
—No creo que Mangú estuviera consciente aún, cuando Horthy lo reconoció. La expresión serena era probablemente debida al atontamiento provocado por la aceleración de la caída.
—Tal vez —dice Horthy en tono enérgico.
—Siga —le dice Sadrac—. Le dijo —al Khan que Mangú había caído por la ventana. ¿Qué pasó después?
—Se incorporó tan bruscamente que pensé que se rompería todo el instrumental médico que lo rodeaba. Su rostro se enrojeció, y empezó A transpirar y a jadear. Ah, fue terrible, doctor Mordecai. Estaba tan sobreexcitado que pensé que se moría. Agitaba los brazos, hablaba de asesinos… de pronto, volvió a hundirse en la almohada, se llevó las manos al pecho…
—Estaba tan sobreexcitado que usted pensó que se moría —dice Sadrac—, pero no se le ocurrió en ningún momento que, en el estado de salud del presidente, no era prudente, importunarlo con noticias de ese tipo.
—Uno no piensa con lucidez en momentos así.
—Pero cuando uno ocupa un puesto que involucra mucha responsabilidad…
—No siempre nuestra decisión es la más sensata —replica Horthy—. Especialmente en un caso como el mío. Nadie hubiera podido pensar con claridad cuando estuvo a punto de morir aplastado por un cuerpo que se desplomaba desde las alturas y cuando se da cuenta de que el cadáver que acaba de caer es el de una importante figura del gobierno, de hecho el virrey, y cuando uno sospecha que esa muerte es un asesinato, el comienzo de una revolución y cuando…
—Está bien —dice Sadrac— Está bien. El Khan logró sobrevivir este shock innecesario, pero lo que usted hizo, Horthy, es muy peligroso. Peor aún, es una torpeza, una gran torpeza. —Sadrac frunce el ceño.— ¿Así que usted cree que se trata de una conspiración?