—No sé. No es más que una posibilidad.
—Tanto como lo es la hipótesis del suicidio.
—¿Usted cree, Sadrac? —dice Ionigylakis.
—Avogadro está convencido de ello.
—Sin embargo, los hombres de Avogadro han arrestado a Buckmaster.
—Ya lo sé. Ese pobre diablo enloquecido. Le tengo lástima —Conchigdorge sigue impaciente manipulando la botonera. En las pantallas, se reflejan imágenes horripilantes: rostros distorsionados, como si las lentes de los ojos espías los enfocaran muy de cerca. Horthy, respondiendo al llamado de Donna Labile, que le hace señas desde el otro extremo de la sala, se aleja con aire majestuoso, pero antes mira a Sadrac con ojos fríos, una mirada inexplicable. Sadrac ya no encuentra nada de lógico en todo el comportamiento de Horthy, pero de pronto eso no importa, ya nada importa. Esta sala es un manicomio este dinamismo frenético lo confunde. Él es demasiado cuerdo y demasiado humano para este ambiente. Sadrac ya comienza a sentir frío con el torso desnudo. De pronto, las imágenes desaparecen de las pantallas, que se iluminan con rayas zigzagueantes azules, verdes y rojas. El general Gonchigdorge, en su torpe persecución de conspiradores, ha roto algo.
—¡Ficifolia! grita el general— ¡Que suba Ficifolia! ¡Hay que reparar la maquina!
Ficifolia, que ya estaba en la sala, se dirige refunfuñando en voz baja hacia el general entronizado, abriéndose paso entre la multitud. AL pasar junto a Sadrac, se detiene y le dice en voz baja:
—En este momento, están interrogando a su amigo Buckmaster. Supongo que no llorará por eso.
—Al contrario. Anoche, Buckmaster no estaba en sus cabales y ahora pagará por su comportamiento.
—Me dijeron que es Avogadro el que interroga. Avogadro cree que fue un suicidio.
—Yo también —dice Ficifolia, y se va.
Sadrac, ya cansado de estar en este lugar, se dirige a la Interfaz. Vuelve la cabeza y contempla el espectáculo por última vez: un tumulto agitado, ondas multicolores vibrando en las pantallas, Gonchigdorge gritando como un niño enfierecido, Horthy y Labile absortos en una discusión intensa y misteriosa, enfatizada por agresivas gesticulaciones ítalohungaras, Ionigylakis destacándose entre la multitud y anunciando su confusión a gritos, Frank Ficifolia en cuclillas frente a un panel abierto insertando una llave larga y delgada en un turbulento espagueti de un circuito de burbuja. En este mismo momento, en algún recóndito lugar de este enorme edificio, Avogadro, que no cree que se haya cometido un asesinato, se prepara, sin embargo, para torturar a Roger Buckmaster, presunto de haber cometido el asesinato, aun cuando se sabe casi con seguridad que Buckmaster no pudo haber asesinado a nadie esta mañana. Y en el grandioso aposento del Khan, ya superado el estado casi fatal de shock de acuerdo con el tikiti-tak que vibra a través del cuerpo de Mordecai, el anciano presidente planea con calma devoción irracional la mejor manera de consagrar la memoria del virrey difunto y de destruir a los supuestos asesinos. Basta, basta ya. Esto es demasiado. Sadrac pide salida a la Interfaz, que se abre con deliciosa rapidez, dándole acceso a la cámara de retención y luego a su departamento.
¡Aquí sí reina la paz! Nikki, que ya se ha levantado acaba de salir de la ducha y ahora está secándose en medio de la habitación: desnudez, belleza, gotas de humedad que aún brillan en la piel suave y tersa, pezones tiesos y empequeñecidos por la frescura del aire.
—Hoy llegaré tardísimo al laboratorio —dice en tono casual—. ¿Qué pasó?
—Pregúntame que es lo que no pasó. Mangú ha muerto, el Khan estuvo a punto de morir de una apoplejía cuando se enteró, arrestaron a Buckmaster, se dispuso una "depuración" general de subversivos, Horthy está…
—Un momento grita Nikki azorada—. ¿Mangú muerto? ¿Cómo?
—Cayó. por la ventana. Lo empujaron o se tiró.
—Ah —dice en un suspiro—. Ay, Dios. ¿Cuándo sucedió eso?
—Hace una hora, aproximadamente.
Hace un bollo con la toalla y la tira en un rincón. Comienza a pasearse por la habitación como urja tigresa confundida. De pronto, se da media vuelta y pregunta:
—¿Qué ventana?
—La de su cuarto —responde Mordecai turbado por el impetuoso torrente de preguntas.
—¿Cayó desde el último piso? Se habrá hecho pedazos.
—Me imagino, pero ¿qué…?
—¡Ay, Sadrac! ¿Mi proyecto!
—¿Qué pasa con tu proyecto?
—Es una barbaridad, lo sé. Pero, ¿Qué pasará con mi proyecto ahora? Sin Mangú…
—Ah —dice Sadrac en tono grave—, no había pensado en eso.
—Él iba a…
—Sí, no lo digas.
—Mi reacción es horrible.
—Pero, ¿el proyecto contaba con Mangú como único receptor?
—…No necesariamente, pero… ¡oh, al diablo con el proyecto! —se agacha en el piso cubriéndose los pechos con los brazos. Tiembla—. No entiendo. ¿Quién habría querido matar a Mangú? ¿Qué es lo que pasa? ¿Se trata acaso de una revolución, Sadrac?
—Mangú pudo haber matado a Mangú —le dice Sadrac—. No se sabe todavía. Los hombres de Avogadro no han detectado aún señales de que alguien haya querido entrar por la fuerza a su departamento.
—¿Y para qué arrestaron a Buckmaster, entonces?
—Por las estupideces que dijo anoche en Karakorum, supongo. Pero no arrestaron a Horthy, y lo que él dijo fue tan subversivo como lo de Buckmaster. Horthy está aquí, en el Vector de Vigilancia Uno. El fue quien le dio la noticia de Mangú a Genghis Mao y el imbécil casi lo mata de un shock.
—Tal vez eso era lo que quería —dice Nikki con ojos sombríos.
CAPÍTULO 11
Poco a poco, vuelve a reinar la paz. Es evidente que la conmoción de esta mañana no ha traído, finalmente, consecuencias graves. Los mensajes que reciben los nódulos internos de Mordecai indican que el Khan se esta recuperando, que la crisis ya está superada. Ya es el mediodía, y Sadrac está en su habitación preparándose, por fin, para la jornada. Se ha puesto la ropa de trabajo, de un color neutro grisáceo. Se siente desarraigado, desorientado: durmió demasiado después de tantos meses de insomnio, la siesta en Karakorum en brazos de Nikki, y luego— las horas de sueño en su habitación, que fueron bruscamente interrumpidas. Su mente, pues, está confundida, pero de alguna manera se las arreglará para fingir lucidez durante el día.
Se dirige a su oficina y, como dé costumbre, atraviesa el Vector de Vigilancia Uno, dónde, por fin, ha vuelto a reinar la quietud: la comitiva de payasos ya se retiró, Gonchigdorge, Horthy, Donna Labile y todos los demás; sólo quedan tres subalternos, dos policías y un lugarteniente de Avogadro que miran con ojos brillantes y pensativos el colorido y agitado mosaico que vibra en las pantallas. Mucha información de golpe. Ven tanto que ya ni saben lo que ven.
Pasa por el Vector de Convite Uno, pero esta mañana tan agitada, Sadrac no tiene ningún interés en inmiscuirse entre los políticos. Por lo tanto, se dirige directamente a su oficina, atravesando primero la oficina vacía de Genghis Mao y el majestuoso comedor del Khan: Como siempre, Sadrac se siente reconfortado por la intimidad de sus talismanes, sus libros, su colección de instrumentos de medicina, guardados en cajas que recorre una a una. Toma el devaricador, un siniestro fórceps de cucharas acodadas utilizado para separar heridas. Piensa en Mangu, en su cuerpo estrellado contra el pavimento de mármol y piedras. La imagen se borra. Examina la sierra cortametales con que los cirujanos del siglo XVIII hacían las amputaciones. Piensa en Genghis Mao, lívido, los ojos húmedos, ordenando arrestos masivos. "Decapítenlos". Ésa puede muy bien ser la próxima orden. ¿Por qué no? Acaricia una muñeca anatómica boloñesa del siglo XV, un elegante homúnculo de marfil, femenino —¿cuál será el femenino de homúnculo?, se pregunta Sadrac. ¿Homúncula? ¿Eminácula? —con sólo una leve presión, el pecho de la muñeca se levanta, dejando al descubierto el corazón, los pulmones, los órganos abdominales e incluso un feto acurrucado en el útero como un canguro en la bolsa de la madre. Y los libros, oh, sí, los libros tan preciados y añejos, antes en manos de grandes médicos de Viena, Montreal, Savannah, Nueva Orleáns. ¡Philonium Pharmaceulicum et Cheirurgicum de Valesco de Taranta, 1599! ¡Gynaecología Histórico-Medica de Martin Sehurig, 1730, rico en detalles de defloración, seducción, peros captivus y otras maravillas! Y aquí está el viejo libro de Rudolf Virehow: Die Cellular-pathologie, que afirma que todo organismo viviente es "un estado de células en que cada estado es un ciudadano", y que una enfermedad es "un conflicto de ciudadanos provocado por la acción de fuerzas externas". ¡Aux armes, citoyens! ¿Qué nombre hubiera dado Virchow a los hígados transplantados, a los pulmones ajenos? Los hubiera llamado mercenarios contratados, seguramente: visitantes de Hesse en la metáfora médica. Las guerras celulares son honestas al menos, sin defenestraciones indignas ni francotiradores apostados en puntos estratégicos. Y aquel otro libro inmenso es de Grootdoorn, Iconographia Medicalis, exquisitos grabados antiguos. Aquí están San Cosme y San Damián en un retrato del siglo XVI, injertando la pierna de un moro muerto a una víctima de cáncer. Profético. Un póstumo transplante realizado en año 500 d. C. aproximadamente, por nada menos que los médicos sagrados. Si alguna vez llego a encontrar el original de este grabado, piensa Sadrac, se lo regalaré a Warhaftig para Hanukkah.