Le lleva media hora poner al día la historia clínica de Genghis Mao: dicta un informe sobre la operación de hígado y agrega una posdata en la que hace referencia ala breve alarma de esta mañana. La historia clínica del Khan será, alguna vez, un clásico de la medicina, junto con el Papiro de Smith y Fabrica. Por lo tanto, Sadrac prepara su lugar en la historia de su arte, elaborando cuidadosamente cada palabra. Justo cuando termina con el informe, Katya Lindman lo llama por teléfono.
—¿Puedes venir al laboratorio Talos? —le pregunta—. Me gustara mostrarte nuestro último simulacro.
—Sí. ¿Te enteraste de lo de Mangú?
—Por supuesto.
—No pareces muy preocupada.
—¿Que era Mangú? Mangú era una ausencia, y ahora la ausencia está ausente. Su muerte fue mucho más trascendental que toda su vida.
—No creo que él viera las cosas de ese punto de vista.
—Eres tan compasivo, Sadrac —dice Katya en ese tono insulso que, como Mordecai sabe, reserva para las burlas—. Me gustaría amar a los hombres como lo haces tú.
—Te veré en quince minutos, Katya.
El laboratorio de Katya, en el noveno piso de la Gran Torre, es una maraña impenetrable de cables, conectores, barras colectoras, coaxiles, obleas de burbujeo, todo un engranaje electrónico rapaz de destruir a un brontosaurio. Entre todo este laberinto caótico, se asoma Katya Lindman, que se acerca a Sadrac con su andar característico, zancadas precipitadas, atropelladoras. La doctora Lindman es el símbolo de la actividad, de la energía, la típica mujer de ciencia. Viste una pollera corta de tela marrón, una blusa blanca y un delantal color lavanda descotado. Ni los muslos desnudos, ni la pollera ceñida, ni la unión de los pechos parcialmente descubiertos, mitiga el efecto austero, sin gracia y grotesco de todo el conjunto. Katya no es, de ninguna manera, una mujer que proyecta sexualidad. Tampoco necesita hacerlo con Sadrac, ya que, aunque él no logre comprender la razón, Katya le inspira una suerte de autoridad física maligna. Siempre que se encuentra en compañía de ella, siente que debe estar a la defensiva de ese algo indefinible.
—Mira —le dice Katya con aire triunfador, extendiendo el brazo en un ademán majestuoso como si arrollara el aire. Sadrac sigue con la vista el trayecto del brazo de Katya, que se detiene finalmente en una especie de entarimado, el único claro en la maraña electrónica, sobre el cual se eleva entronizado el modelo del autómata Genghis Mao, iluminado por un reflector y conectado a la unidad de potencia por un grueso cable amarillo y rojo. El autómata, mas grande que el Genghis Mao real, es una imitación maciza del presidente, de material plástico estructurado sobre una armazón de metal. El rostro es realmente una réplica convincente, los hombros y el pecho también parecen humanos, pero la parte inferior, debajo del diafragma, es una estructura incompleta de apoyaderos y alambres y circuitos descubiertos, desprovista de piel e incluso de la musculatura mecánica interna que se observa en la parte superior. Sadrac contempla el presidente artificial, que extiende el brazo derecho en dirección a él y agitando la mano en un gestó de impaciencia, típicamente humano, le ordena que se acerque.
—Acércate —dice Katya Lindman.
Sadrac camina unos pasos, pero cuando está a tres o cuatro metros de distancia del robos se detiene y espera. La cabeza del robot gira lentamente en dirección a Mordecai. Los labios comienzan a moverse hacia atrás en una mueca crueclass="underline" … no, es una sonrisa, la inconfudible sonrisita gélida y terrible de Genghis Mao, esa sonrisa afectada de autoaprobación que se dibuja lentamente abultando las mejillas curtidas, una sonrisa regia, una sonrisa despótica y monstruosa. Los rasgos retoman su posición original casi imperceptiblemente, casi sin transición. Ahora el robot frunce el ceño y la cólera de Genghis Mao oscurece la habitación. "Decapítenlos." Sí, eso es. Luego, otra sonrisa, una sonrisa fría, porque, ¿qué otra sonrisa se puede esperar de Genghis Mao? Una sonrisa helada que, sin embargo, tranquiliza. La sonrisa del robot es una pavorosa réplica de la sonrisa de Genghis Mao. Por último, el guiño, el famoso guiño del Khan, ese movimiento astuto del párpado que cancela toda la ferocidad, que disipa el terror, que comunica un sentimiento redentor de perspectiva y autoadmiración: "No me tomes tan en serio, amigo, no siempre soy el megalómano que tú crees". Y finalmente, cuando el guiño ya cumplió con su función y el terror que Genghis Mao puede generar con una mirada ha desaparecido, el rostro retoma su expresión original, fría, remota y extraña.
—¿Y bien? —pregunta la doctora Lindman después de un rato.
—¿No habla?
—Todavía no. El audio es una de las cosas más fáciles de lograr. Por ahora no nos preocupamos por eso.
—¿Este es todo el espectáculo, entonces?
—Así es. Pareces desilusionado.
—Esperaba algo más. Ya lo vi sonreír.
—Pero el guiño no. El guiño es nuevo.
—Aun ase, Katya… agregas una plumita aquí, otra plumita allá, pero nunca terminas el águila.
—¿Qué esperabas? ¿Ver un Genghis Mao que hable o que camine? ¿Esperabas que concluyera todo el simulacro en una noche? —Es obvio que la desilusión de Sadrac la enerva. Su boca se mueve en articulaciones nerviosas, echando los labios hacia atrás, dejando al descubierto las encías de donde se desprenden incisivos puntiagudos—. Todavía estamos en las etapas preliminares. Yo pensé que te gustaría el guiño. A mí me gusta, me gusta el gueto, Sadrac —su voz se suaviza y la expresión se calma, finalmente. A Sadrac le parece oír el cambio en el mecanismo interno de Katya—. Siento haberte hecho perder el tiempo. Estaba contenta con el guiño y quería compartir mi alegría contigo:
—Es un guiño fantástico, Katya.
—Como tú sabes, el proyecto Talos será más importante, ahora que Mangú ha muerto. Todo lo que la doctora Crowfoot ha estado haciendo hasta ahora tenía como objetivo integrar la personalidad del presidente con las respuestas neuronales de la mente y el cuerpo vivo de Mangú, pero eso ya no tiene sentido, habrá que descartar ese proyecto.
Sadrac sabe lo suficiente acerca de la actividad de Nikki como para ser consciente de que Katya está equivocada: Mangú era, en efecto, el modelo sobre el cual se elaboraba el programa de codificación de la personalidad del Proyecto Avatar, pero no significa que Mangú fuera el único cuerpo donante, ya que si se realizan los ajustes apropiados al proyecto, éste podrá ser reestructurado en torno a otro cuerpo donante. Pero no hay necesidad de decírselo a la doctora Lindman, si ella quiere creer que su proyecto, hasta ahora periférico, se ha transformado de pronto en la mayor esperanza de Genghis Mao de sobrevivir después de la muerte. Es obvio que, en los últimos minutos, ella se ha esforzado fiara mostrarse menos intimidatoria, menos agresiva, y así es como él la prefiere; por lo tanto, no hará nada que pueda incitarla a reaccionar o a exasperarse.