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El ánimo de Katya ha cambiado hasta el punto que ahora parece estar coqueteando. Sí, su voz ha tomado un tono vivaz, juvenil, poco característico en ella. Lo lleva a Sadrac por todo el laboratorio en un paseo agitado y sin sentido, mostrándole diagramas de circuito, calas con plaquetas de memoria, prototipos de pelvis y columna vertebral del próximo modelo de Genghis Mao y otros efectos del proyecto Talos que no tienen importancia significativa en este momento. Finalmente, Sadrac se da cuenta de que la única intención de Katya es detenerlo, gozar de su compañía unos minutos más. Esto lo desconcierta: por lo general, la doctora Lindman se muestra agresiva y dominante, pero ahora se comporta con timidez, como si quisiera coquetear. Se acerca furtivamente a Sadrac, lo mira con ojos penetrantes y respira con intensidad. Mientras examinan una serie de diagramas dispersos sobre la mesa, ella roza con sus pechos el codo, de Mordecai, que no logra entender la actitud de Katya, como nunca ha logrado entender otras tantas de sus actitudes. ¿Acaso espera que él suspire, que transpire, que se inquiete, que se abalance sobre su cuerpo palpitante? Cualquiera sea el plan que Katya esté organizando, Mordecai no logrará descubrirlo, ya que en ese momento suena el chirrido de la alarma de bolsillo, que aparentemente, ha estado tratando de localizarlo por todo el edificio. Sadrac conecta el teléfono portátil y se escucha la voz de Avogadro.

—¿Puede venir al Vector de Seguridad Uno, doctor?

—¿Ahora?

—Si es posible.

—¿Qué sucede? —pregunta Sadrac.

—Hemos estado interrogando a Buckmaster y surgió su nombre.

—Ah. Ah. ¿Yo también soy uno de los sospechosos ahora?

—No precisamente. Un testigo, tal vez. ¿Podemos contar con su presencia dentro de cinco minutos?

—Tengo que irme —dice Sadrac dirigiéndose a Katya, que. está sonrojada y excitada—. Era Avogadro. Es algo sobre la investigación del caso Mangú. Parece urgente.

El rostro de Katya se oscurece. Comprime los labios, pero sólo se limita a decir que espera verlo pronto y oculta su desilusión detrás de una máscara de desinterés. Una vez en libertad, Sadrac siente que todo su cuerpo se expande, como si en compañía de Katya hubiera estado contraído bajo una intensa presión.

Mordecai nunca ha tenido oportunidad de ir al piso sesenta y cuatro, donde se encuentra el Vector de Seguridad Uno. Por lo tanto, no sabe qué es lo que encontrará allí, además de los utensilios corrientes que puede llegar a usar un detective que protege las personas físicas de Genghis Mao y del CRP. Seguramente, el lugar está repleto de lupas, de almohadillas para las impresiones digitales, fotos de subversivos famosos adheridas en pizarras, manojos de expedientes y copias, terminales de electrodos y aparatos espías. Tal vez todo eso esté en el Vector de Seguridad Uno, pero, si es que lo está, Mordecai no lo ve. En la mesa de recepción lo saluda un joven oriental, felino y de voz suave —su aspecto revela que no es mogol; probablemente sea chino— que lo conduce por un laberinto de pasillos con paredes lisas. Esto podría muy bien ser la central de una compañía de seguros, de un banco, de una casa de cambio, piensa Mordecai al ver el nido de pequeñas oficinas en donde trabajan los burócratas sumergidos en pilas de papeles.

Finalmente, llegan a la celda de interrogatorios donde lo están esperando Avogadro y Buckmaster; sólo entonces, Sadrac siente que está entre defensores de la ley. La habitación es realmente claustrofóbica, rectangular, sin ventanas, con paredes verdes y sucias y un cielo raso bajo del cual se desprenden brazos metálicos movibles, en cuyos extremos cuelgan reflectores. Las luces están ubicadas frente a Buckmaster, que está tendido en una silla angosta y dura con apoyabrazos de aluminio y respaldo alto, detrás del cual desaparecen los cables de los electrodos conectados a las muñecas y sienes de Buckmaster. Es obvio que ya hace unos cuantos minutos que Avogadro lo está interrogando, porque está pálido y transpirado y tiene la cara cubierta de manchones, los ojos vidriosos y la expresión abatida.

Avogadro, que está de pie junto a Buckmaster, está lívido, molesto y desgastado, aunque no tan abatido como el sospechoso.

—Esto es un manicomio —murmura el jefe de seguridad, dirigiéndose a Sadrac— Cincuenta arrestos en una hora. Todas las celdas de interrogatorio están repletas y todavía siguen llegando sospechosos. Lunáticos, mendigos, ladrones, toda la resaca de Ulan Bator. Y los radicales, por supuesto. Yo voy de celda encelda, de celda en celda, y ¿para qué? ¿Para qué? —una risa áspera—. Habrá kilos de carne para el deposito de órganos antes de que todo esto termine —se vuelve lentamente hacia Buckmaster. Su figura pesada se mueve como arrastrada por doble gravedad ¿Bien, Buckmaster? Tiene visitas. ¿Lo reconoce?

—¿Para qué me lo pregunta si sabe que lo conozco? —dice Buckmaster, sin apartar la mirada del piso.

—Dígame quién es.

—Déjeme en paz.

—Dígame quien es —la voz de Avogadro, aunque abatida, es apremiante y amenazadora.

—Mordecai. Sadrac Inmundo Mordecai.

—Gracias, Buckmaster. Ahora dígame cuándo lo vio al doctor Mordecai por última vez.

—Anoche —la voz resquebrajada y enfermiza de Buckmaster apenas se oye.

—Más fuerte.

—Anoche.

—¿En dónde?

—¡Usted sabe en dónde, Avogadro!

—Quiero que me lo diga usted.

—Ya se lo dije.

—Dígamelo otra vez. Delante del doctor Mordecai.— Dígamelo.

—¿Por qué no me descuartizan y terminamos con todo esto de una vez?

—Es peor para usted, Buckmaster, si se comporta así. Y peor para mí, también.

—¡Qué pena!

—Yo no tengo nada que ver con todo esto. No soy el que toma las decisiones —dice Avogadro.

—¿Y yo? ¿Qué tengo que ver yo con todo esto? —dice Buckmaster, levantando la cabeza. Su mirada es fría, furiosa y penetrante—. Ya conozco el juego. Me interrogarán por un rato, me acusarán de conspirador y me sentenciarán a muerte y luego, al depósito de órganos, ¿no es verdad? ¿No es verdad? Y seré un cadáver pero no un cadáver muerto: mi cuerpo mantendrá la temperatura normal, seguiré respirando y el organismo seguirá funcionando. Seré parte de las reservas, fiara que cuando Genghis Mao necesite un pulmón, un riñón o un corazón recurran a mi cuerpo, ¿No es verdad?

—Buckmaster…

—Genghis Mao teme que disminuyan las reservas —continúa Buckmaster, riendo entre dientes—, y como no puede aprovecharse de la pobre gente que día a día muere de descomposición orgánica en todo el mundo, recurre a nosotros, a su propia gente, ¿no es verdad? Muy bien, ¡que me lleven al depósito! ¡Qué me conviertan en alimento para caníbales! Pero terminemos con esta farsa de una vez por todas. Terminen con estas preguntas idiotas.

Avogadro suspira.

Continuemos, entonces. Usted vio al doctor Mordecai en…

—Timbuku.

Avogadro hace una seña con la mano izquierda, y un individuo que está sentado frente a una consola de control, en el otro extremo de la habitación, oprime un botón. Buckmaster se sacude y corcovea y un espasmo breve, pero terrible, cubre el costado izquierdo de su rostro.