Es el nuevo hígado, piensa Sadrac. ¿Le habrán transplantado el hígado de un loco?
—Yo no soy Católico Romano —responde Sadrac con suavidad.
—Podría convertirse. Eso no cuesta nada. Una semana de preparación le bastará para aprender todas las oraciones y lo demás Kyrie eleison. Credo in unum Deum. Om mani palme hum.
Hay algo nefasto en este discurso demente. El cambio repentino de un tema a otro, el torrente turbulento de fantasía, la súbita efusividad verbal, no inspiran confianza con respecto a la estabilidad mental de Genghis Mao. Éste es el hombre que gobierna el mundo, piensa Sadrac; sí, aunque parezca mentira.
—Si me nombra Papa, ¿quién será su médico? —dice.
—Usted, desde luego.
—¿Desde Roma?
—Trasladaríamos el Vaticano a Ulan Bator.
—Aún así, señor, no creo que pueda desempeñarme con eficiencia en los dos trabajos al mismo tiempo.
—¿Un joven como usted? Ya lo creo que podría. ¿Cuántos años tiene, treinta y cinco, treinta y seis, algo así? Usted sería un Papa formidable, Sadrac. Yo también me convertiría al Catolicismo, y usted sería mi confesor. No rechace la oferta, Sadrac. Aquí no tiene mucho que hacer. Necesita distraerse. Se pasa el día atendiéndome, porque de otra manera caería en el ocio. ¿Qué necesidad tiene de saturarme con medicamentos? ¿Por qué me mira así?
—Preferiría que no me nombrara Papa, señor.
—¿Ultima palabra?
—Sí.
—Muy bien. Nombraré a Avogadro, entonces.
—El es italiano, al menos.
—¿Cree que estoy loco, Sadrac?
—Señor, creo que se está exigiendo demasiado. Debe permanecer dos horas en reposo absoluto. Si usted me permite, le daré una píldora para dormir.
—No le permito. Váyase a Karakorum y diviértase.
Gonchigdorge será Papa. Si, un mogol. ¿Le gusta? A mi me gusta la idea. Santificado en las alturas, el Padre Genghis, Temujin, ¿le gusta? Déjeme, Sadrac. Me pone hermoso. No estoy foco. No me estoy exigiendo demasiado. Estoy angustiado por la muerte de Mangú. Lamento su desaparición y haré que el mundo entero lo recuerde para siempre.
¡Todo un día por delante y ya enviamos cuarenta y un conspiradores al depósito de órganos! ¿Por qué no se va a Karakorum, Sadrac?
Los niveles metabólicos aumentan cada vez más. Sadrac está alarmado. Vuelve a manipular el pedal del tranquilizante. El anciano ya debe estar ahogado en 9-perdenone, pero de alguna manera el estado maníaco del presidente vence el efecto del tranquilizante. Finalmente, el Khan parece calmarse y Sadrac se va. A pesar de que está preocupado, confía en que el temperamento de Genghis Mao se estabilizará por un rato. Cuando está por salir, el presidente lo llama y grita:
—¡O Rey de Inglaterra! ¿Qué opina? ¡Pronto habrá una vacante en Windsor!
CAPÍTULO 13
Por lo general, Sadrac pasa sus noches libres con Nikki Crowfoot, pero no siempre: no son marido y mujer, no están casados. Sadrac ama a Nikki, o cree que la ama, lo cual significa exactamente lo mismo para él. Esto, sin embargo, no quita la posibilidad de que Sadrac salga con otras mueres, como por ejemplo esta noche, que ha ido a Karakorum con Katya Lindman, a quien nunca ha logrado evadir por un período prolongado. Hoy, entonces, es Katya quien está en ascensión como un maligno Saturno que se eleva hacia la casa de Acuario. Nikki está en otra parte; Sadrac no sabe en dónde y, por lo tanto, está libre, disponible y vulnerable. Hoy es Katya la dueña de la noche.
—¿Vendrás conmigo a la carpa de la muerte onírica, Sadrac? —pregunta Katya. Su voz es tan grave y potente que anula la voluntad de Sadrac, quien decide finalmente entregarse a los misterios de la muerte onírica. ¿Por qué no? La respuesta afirmativa de Mordecai ilumina los ojos oscuros de Katya con alegría salvaje y diabólica.
El pabellón de la muerte onírica es una enorme carpa negra con franjas anaranjadas, sostenida por una cantidad innumerable de postes. A la entrada, se alza la imagen de la cabeza de un carnero, una figura pesada, tétrica, agresiva, que hace sangrar el aire fresco de la primavera con sus cuernos enroscados, macizos y descollantes. Sadrac sabe que el carnero es Amón-Ra, el dios del miedo, el rey del sol, el patrono de la muerte onírica. Según dicen, este culto tiene sus orígenes en los ritos secretos que se practicaban durante la Quinta Dinastía del Egipto faraónico, a orillas del río Nilo, río lento y abrumador. Sadrac, que recuerda la atmósfera tétrica de la carpa de los transtemporalistas, se sorprende al comprobar que el interior del pabellón de la muerte onírica resplandece con una intensa luminosidad que brota de los distintos accesorios distribuidos por todo el lugar: arañas que cuelgan del cielo raso, lámparas de pie, reflectores; una esplendorosa cascada de cuentas refulgentes que hacen arder el aire con un brillo enceguecedor, azul blanquecino, desterrando las sombras del reino de AmónRa, el rey del sol.
Se les acerca una figura enmascarada, la de una esbelta joven oriental, cuya única vestimenta es un lienzo de color blanco que le rodeó las caderas, y una inmensa máscara dorada, la imagen de una leona, que descansa sobre los hombros delgados. Entre los delicados pechos desnudos, reposa un colgante de oro refulgente, la crux ansata. La joven no habla, pero, con gestos expresivos, conduce a Katya y a Sadrac a través de la carpa entre hombres y mujeres que duermen sobre mullidos colchones de algodón blanco, rodeados por altas barreras de. soga dorada entrelazada en barras de ébano. AL llegar a un compartimiento vacío, el que ocuparán Mordecai y la doctora Lindman, se detienen. En el interior del cubículo hay dos colchones ubicados uno al lado del otro junto con la indumentaria ritual prolijamente doblada, y un baúl de madera trabajada donde, según las indicaciones de la guía, guardarán la ropa de calle. Katya comienza a desvestirse sin rodeos, y después de un momento Sadrac la imita. Es obvio que la guía no tiene interés alguno en la desnudez de la pareja, puesto que permanece de pie en un costado. Sadrac se siente ridículo vistiendo la indumentaria del rito: una pieza de lienzo, del tamaño de un pañuelo, que le cubre las nalgas y los muslos, sujetada al cuerpo por un cordón que rodea las caderas. En el pecho, lleva dos tiras angostas, una de color verde y otra azul, dispuestas en forma de cruz, que Sadrac sujeta con la ayuda de la joven guía.
Katya sonríe. Su desnudez despierta el deseo en Sadrac, un deseo apagado, carente de amor y aun de alegría. El triángulo público una parva densa, oscura y rizada que se desparrama entre los muslos, ejerce una atracción terrible que exalta en Sadrac el anhelo de enterrar su sexo en medio de esa selva, de hundirse como un puñal en las profundidades implacables de Katya, y permanecer allí, inmóvil. La doctora Lindman lleva un taparrabos similar al de Sadrac y un colgante idéntico al de la guía, que, en lugar de cubrir su cuerpo desnudo, lo realza. Como siempre, Mordecai se siente perturbado por la figura de Katya, de caderas anchas y nalgas voluminosas. Parecen las formas de una campesina, el centro de gravedad bajo, el ombligo oculto entre los pliegues del vientre adiposo, y los pechos abundantes y alargados. Es un físico fuerte, corpulento y poderoso, aunque de ninguna manera atlético: una versión exagerada de la Venus, similar a los dibujos prehistóricos de las cavernas de Cro Magnon. Sadrac supone que lo que más lo incomoda es ese contraste entre la figura sensual, robusta y corpulenta, y los labios voraces y dientes filosos, amenazantes. La boca de Katya no corresponde al arquetipo que el resto de su cuerpo proyecta, y esta contradicción hace que Sadrac la vea como un ser extraño. Falsus in uno, falsus in omnibus, tal vez.