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La guía los invita a arrodillarse sobre el colchón y les entrega a cada uno un talismán de metal lustrado que, a primera vista, parece un simple espejo: una plancha lisa y brillante, en cuyo contorno hay pequeños grabados de motivos egipcios, el Horus, escarabajos, serpientes, escorpiones, abejas, el ibis de Thot, entremezclados con diminutos jeroglíficos agoreros; pero, a medida que Sadrac observa el amuleto con más detenimiento, advierte unas líneas punteadas, casi invisibles, que forman dibujos extraños, girando en el centro de la planchuela. También comprueba que estas líneas se hacen visibles sólo cuando sostiene el amuleto de tal manera que quede en ángulo recto con respecto a una lámpara que brilla sobre el compartimiento; y que, moviendo apenas la planchuela, hace que las líneas se muevan, que giren de izquierda a derecha formando un remolino, un torbellino que…

…lo atrae hacia el centro del disco.

Entonces aquí recurren al hipnotismo en lugar de las drogas, piensa Sadrac vanidoso, Sadrac el estudioso, el científico, el observador de los fenómenos humanos. De pronto se siente atrapado, no puede resistirse, algo lo envuelve, lo atrae y él está impotente, es un punto en el espacio cósmico, un átomo, un fantasma…

…hace sólo un momento, se maravillaba por el ingenio del mecanismo y ahora algo lo apresa, lo retiene, lo atrae, y no es capaz de elaborar un razonamiento objetivo, animula vagula blandula, hospes comesgue corporis…

A medida que Sadrac se sumerge en el inconsciente. La sacerdotisa —no sabe de qué otra manera llamarla— comienza a entonar una canción rítmica, incompleta y evasiva, una amalgama de palabras inglesas y mogoles y de lo que probablemente sea egipcio faraónico; invocaciones a Set, Athor, Isis, Anubis, Bast. Lo rodean figuras místicas envueltas en sombras repentinas, el dios con cabeza de halcón, el gran chacal, el simio con cara de perro, el escarabajo enorme e inquieto, deidades disecadas que intercambiara comentarios sagaces en lenguas oscuras, que mueven la cabeza en gestos de aprobación, que señalan. Aquí está Padre Amón llamándolo ardiente como la luz solar, turbulento como la piel del sol. Aquí está la bestia sin rostro, irradiando torrentes de flama estelar. Aquí está el dios enano, el bufón, el defensor de los muertos corcoveando, ahogado en carcajadas. Aquí está la diosa con cuerpo de mujer y tres cabezas de serpiente. Los dioses bailan, ríen, beben, escupen, lloran, aplauden. La sacerdotisa sigue cantando, y sus palabras, que se deslizan una tras otra en la mente de Sadrac, se han apoderado de él, lo dominan. Mordecai apenas las comprende, todas las estructuras se han disuelto, han perdido sus formas, pero, de alguna manera remota, sabe que algo lo maneja, lo atrae, que esta joven amarilla, desnuda y esbelta, lo entrega a un mundo desconocido, a través de una melodía imperturbable que describe determinadas actitudes hacia la vida y la muerte, que da forma a la experiencia que Sadrac vivirá en las próximas horas.

Sadrac se mece en la brisa escatológica: la joven sacerdotisa es su dueña, lo guía, lo conduce, lo (leva hacia caminos desconocidos. Una fuerza suave y mansa lo separa de su ser. Nunca había sentido algo semejante, ni en la carpa de los transtemporalistas, ni con ninguna de las drogas psicodélicas tradicionales, ni con kot, ni con yipka. Esto es nuevo, único, un desprendimiento de masas, un desarraigamiento de la carne, una liberación, un alivio. Sabe que se está… ¿muriendo?

Sí, se está muriendo. Esto es lo que ofrecen en este rito: la muerte, la experiencia de alejarse de la vida, de hacer que la vida se aleje de él. Siente como si su cuerpo no existiera, ya ha pasado la barrera de sensaciones externas. Ésta es la muerte verdadera, la separación inevitable hacia la que se encaminó su vida a través de todos sus días. No es un simulacro, no hay trucos de hipnotismo: ésta es la muerte, la muerte verdadera; Sadrac se va, se va para siempre, aunque un recóndito lugar de su mente está consciente, por supuesto, de que se trata de un sueño, un pasatiempo nocturno. Sin embargo, más allá de esa conciencia yace una noción que considera la posibilidad de que Sadrac esté soñando que está soñando en el amuleto, en la carpa y en la joven oriental, de que haya caído en la ilusión de una ilusión y de que realmente se esté muriendo, aquí, ahora. Pero eso no importa.

¡Qué fácil es morir Una bruma gris, fresca y húmeda rodea la figura de Sadrac, una niebla en la que todo desaparece, Anubis y Thot, Katya y la sacerdotisa, la carpa, el amuleto; una niebla que invade y penetra el cuerpo de Sadrac hasta transformarlo en aire gris. Sadrac ya es parte dé la bruma y flota en el vacío. ¿Y a esto le teme tanto Genghis Mao? ¿A ser un globo y nada más que un globo, a ser una figura de helio rodeada por una piel que no existe, a ignorar responsabilidades, a liberarse y flotar, flotar? Genghis Mao es tan pesado que debe ser difícil transformarlo en aire. Sadrac no tiene problemas: atraviesa el centro del vacío y vuelve a emerger entre la niebla en el extremo opuesto. Ya ha recuperado su forma humana y está completamente desnudo, sin trapos ajustados a la cintura. Lo acompaña Katya, que también está totalmente desnuda. A sus pies, yacen los cadáveres desechados, relajados, inertes, como si durmieran, como si respiraran lenta y rítmicamente. Pero no, no es así: están realmente muertos, completamente muertos, muertos. Sadrac Mordecai contempla su cadáver.

—Qué tranquilo que es este lugar dice Katya.

—Y limpio. Han purificado el mundo para nosotros.

—¿Adónde vamos?

—A cualquier parte.

—¿Al circo? ¿A la plaza de toros? ¿Al mercado? ¿A cualquier parte?

Se alejan en el vacío. La joven oriental los saluda. Se pierden, flotan en el aire apacible y fragante. Los árboles están florecidos de capullos de fuego, chispitas inquietas que adornan las ramas, que se desprenden y navegan ala deriva, que giran y giran hasta llegar a Katya y Sadrac, y rozar su piel y hundirse plácidamente en sus figuras incorpóreas. Sadrac contempla una llamita encarnada que atraviesa el pecho de Katya y luego vuelve a emerger por entre sus hombros, cae lentamente, se agota y se renueva en un diminuto retoño que restalla en una llamarada florida. Katya y Sadrac ríen como niños, se desplazan por todo el continente. Las arenas del Gobi relucen chispeantes y la Gran Muralla se extiende frente a ellos como una serpiente ondulante, una serpiente de piedra.

—¡Pero si son el Negro Jim y la pequeña Nell!-grita Ch'in Shih Huang Ti que está de pie sobre la Gran Muralla. Al verlos llegar, baila de alegría y se quita el sombrero. Las trenzas largas y elaboradas revolotean al son de la danza.

—Chop chop —dice Sadrac— ¡Kung po chi ding!

—¿Dónde queda la salida? —pregunta Katya.

—Por allí —le explica el Primer Emperador—. Pasando las cadenas y las barreras de hierro.

Cruzan el portón. Del otro lado de la Gran Muralla hay inmensos arrozales que resplandecen bajo el sol rosado. Mujeres campesinas vestidas con trajes negros y anchos sombreros de culí, trabajan laboriosas, se agachan, siembran, se agachan, siembran; el agua les llega a los tobillos. Se escucha un coro invisible: melódico crescendo de voces celestiales. Katya hace un bollo de barro amarillo que toma del suelo y se lo tira a Sadrac. ¡Glop! Mordecai la imita. ¡Glip! Se embadurnan con barro, uno al otro, se abrazan, se deslizan, flamean. ¡Dulce lodo! Ríen, juegan, caen, ruedan hasta zambullirse en los arrozales, acompañados por la danza de las jornaleras. ¡Huang! ¡Ho! Katya se acerca a Sadrac y abre las piernas, que, como tenazas, oprimen las caderas de Mordecai. Hacen el amor en el barro como dos búfalos en cela. Se abrazan, ruedan y ruedan, braman, se revuelcan en el lodo primitivo: un baño gratificante, un baño de nostalgia. Vientre contra vientre. Sadrac siente que su rígido órgano no le pertenece, que es algo compartido, un nexo independiente que se desliza hacia atrás y hacia adelante en un movimiento ligero y recíproco que une los dos cuerpos entrelazados. Sin alcanzar el orgasmo, se levantan, se bañan y se van a Nueva York. Un viento cálido sopla en la ciudad de los rascacielos, una lluvia de confites los baña, una lluvia que quema y lastima. Los habitantes les dan la bienvenida. Todos sufren de descomposición orgánica aquí, pero lo toman como algo natural, nadie se alarma. Los cuerpos de los neoyorkinos son transparentes, una. transparencia que le permite ver a Sadrac los órganos lesionados, las zonas corruptas y putrefactas, las erupciones y erosiones y supuraciones de los intestinos, pulmones, tejido vascular, peritoneo, pericardio, bazo, hígado, páncreas. La enfermedad se anuncia a través de ondas que irradian pulsaciones electromagnéticas, que golpean en el alma de Sadrac. Rojo rojo rojo. La gente de esta ciudad está totalmente enferma, de pies a cabeza, y, sin embargo, están felices, como si no tuvieran motivos para no estarlo. Sadrac y Katya pasean por la quinta Avenida. La piel de Sadrac se ha vuelto blanca y tos labios delgados. El pelo lacio y largo le cubre la cara y no lo deja ver. Luego se aparta el cabello de los ojos y comprueba que Katya es negra, qué tiene la nariz ancha y gruesa, nalgas esteatópigas, un manto interminable de piel chocolate, labios de rubí, de miel.