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—¡Pun! —grita Katya.

—¡Tang! —contesta Sadrac.

—¡Hop!

—¡Cha!

Bailan entre espadas y ananás. Sadrac la vende a Katya como esclava y la rescata con su primogénito.

—¿Estamos realmente muertos? —le pregunta Sadrac.

—Como estacas.

—¿Es siempre tan divertido morirse?

—¿Te estás divirtiendo? —le pregunta Katya.

Ahora están en Méjico. Vegetación exótica y perfumada. Es primavera y los cactos están en flor: tronquitos altos, verdes y espinosos coronados por agitados ramilletes de fragantes pétalos amarillos. Anillos y espirales vestidos de espinas que estallan en coloridos copetes de blanco y rojo. Katya y Sadrac se pasean entre las pitahayas, como sonámbulos, a paso lento y frenético al mismo tiempo. De tanto en tanto, se detienen a hacer el amor. Sadrac seguiría toda la noche bailando esta danza singular. Atraviesan los Pirineos y encuentran a Pancho Sánchez, regordete y grasiento, quien los baña de vino verde que brota de una cantimplora de cuero. Pancho ríe con carcajadas estridentes, al tiempo que bebe el vino que se derrama por los pechos de Katya, quien, también entre carcajadas, lo aleja de su lado. Luego, en un intrépido salto mortal, Pancho vuela a Andorra; Katya y Sadrac lo siguen. EL pueblo los recibe ardoroso, y en su honor acuñan monedas conmemorativas de alto valor.

—Yo creía que la muerte era: algo más serio, —dice Sadrac.

—Y lo es —replica Katya.

Están muertos, y aun así pueden ir a cualquier parte, pero el viaje es vacío. Están en un banquete, y comen hilos de aire, tan. sólo, que no tienen la dulzura de los copos de azúcar. Sadrac. quiere algo más sustancioso: y los sirvientes le traen piedras. El color de su piel vuelve a teñirse de negro. Genghis Mao, que está sentado en un trono de jade refulgente de diez metros de altura, también es negro. Todos son negros: Ficifolia, Buckmaster, Avogadro, Nikki Crow— foot. Mangú es el más negro de todos. Sí, son negros,-pero no tienen el color de los negros africanos: son negros-negros, negros como el ébano, negros como un cuarto oscuro, negros come el aire que separa los mundos. Negros como el carbón. Parecen seres de otra galaxia, y Sadrac se paseó entre ellos, batiendo palmas y rozando codos. Hablan el idioma de los negros mezclados con mogol, ríen y cantan, se arrastran y se sacuden. Ficifolia toca la guitarra, Buckmaster el birimbao, Avogadro el banjo, Sadrac el bongó y Katya la pandereta.

Despójate de tu cuerpo, hombre. Olvídate de tus huesos. Es tan… fácil morir. Tan alegre… la muerte. Hombre, hombre, hombre.

—Pensándolo bien —dice Sadrac—, esto no me gusta mucho. Estamos haciendo el ridículo.

—Todo tiene su esencia.

—No me siento cómodo. No puedo evitarlo.

—Ni aun estando muerto puedes despojarte de tu esencia, ¿no es así? —Katya lo toma de la mano y lo conduce a través de desiertos de arena resplandeciente, a través de un río de aguas blancas y encrespadas, a través de un espeso matorral de zarzas aromáticas. Finalmente, llegan al océano, a la gran madre salada, donde permanecen recostados, mirando el sol.

—¿Hasta cuándo dura esto? —pregunta Sadrac en tono sereno:

—Para siempre.

—¿Cuándo se acaba?

—Nunca.

—¿Hablas en serio?

—La naturaleza del ser. La muerte no es más que una sucesión de vida a través de distintas formas.

—No lo creo. Dopo la morte, nulla.

—¿Y en dónde estamos ahora, entonces?

—Soñando.

—Sí, los dos en el mismo sueño. No seas tonto. De la superficie mansa del mar, brotan fauces dentadas de los tiburones. Sadrac no les teme: no lo dañarán, después de todo, él está muerto y además, es doctor en medicina. Sadrac se inunda de océano hasta que las aguas se retiran para dejar lugar a una orilla arenosa y brillante, en donde aletean los tiburones, tragándose cangrejos y estrellas de mar. Sadrac ríe. ¡Esta muerte es verdadera, real! El viento gélido del norte ruge en las laderas de los Himalayas, y Sadrac y Katya continúan incansables escalando la montaña por el cráter del norte, aferrándose a la superficie rocosa, pitón por pitón. Sus ojos no se apartan de la formidable cúspide cónica que se eleva sobre el valle como una gigantesca protuberancia; tiemblan a pesar de la indumentaria de abrigo; empuñan las hachas, ya casi heladas por el frío, con manos abatidas; los tanques de oxígeno oprimen implacables los hombros doloridos. Sin embargo, siguen ascendiendo hacia ese vertiginoso mundo a siete mil metros de altura, donde sólo los intrépidos hombres de las nieves se atreven a subir. La cima de la montaña ya se hace visible. Katya y Sadrac alcanzan a ver inmensas grietas, pero no se alarman, ya que aunque los pitones y espolones no sirvan de nada, no tendrán más que dar un brinco gigantesco para obviar las áreas peligrosas. Todo es muy fácil para ellos. Sadrac nunca se había imaginado que la muerte fuera un lugar tan frívolo. El cielo comienza a oscurecerse, y se oye una música solemne. Sadrac siente que avanza con más lentitud, que la energía que lo ha estimulado hasta el momento desaparece para transformarse en una serenidad glacial, en una inexistencia egipcia. Se fusiona con Ptah y Osiris. Se convierte en un melodioso Mammon erigido a orillas del poderoso Nilo, alejado del tiempo. Katya le hace un guiño que Sadrac devuelve con un gesto de desaprobación: la muerte es algo serio, no es para divertirse. Ya llegó… ya llegó el momento de la muerte, éste es el evento principaclass="underline" Sadrac ya no se mueve, ya está imbuido por la muerte. La razón, nula; los signos vitales, muertos. Hic jacet. Nascentes morimur, finisque ab origine pendet. Mors omnia solvit. Trombones, por favor. Missa pro defunctis. Requiero aeternam dona eis, Domine. Este lugar es tranquilo. Cuando hablan, hablan en sánscrito, arameo, sumerio o latín, por supuesto. Thot habla en latín, y otros idiomas, desde luego, pero los dioses también tienen sus preferencias. ¡Qué dulce que es estar inmóvil y pensar, si es que se piensa, en idiomas que uno ya no entiende! Nullum est jamdictum quod poro dictum est prius. ¡Qué sonido tan melodioso! Por favor, podrían aumentar el volumen de los clarinetes:

Dies iráe, dies illa Solvet saeculum in favilla Teste David curo Sybilla

Las voces disminuyen gradualmente. La música se vuelve mortecina y abstracta a medida que se desvanece. Los instrumentos emiten sonidos huecos, una silueta de sonidos vacía por dentro; ya no son sonidos, sino que se han transformado en ideas de sonidos. A lo lejos, el coro reza palabras antiguas y terribles que crujen tenues, chirriantes, estilizadas, mordaces y penetrantes: