—¿Saldrá todo bien, Sadrac? ¿No hay riesgos?
—No te preocupes, que no te nombraran Khan hoy. Después de todo es un transplante de hígado, nada más.
—¡Nada más!
—Genghis Mao pasó por muchos transplantes de esta naturaleza.
—Pero, ¿cuántas operaciones más puede aguantar? Genghis Mao es un anciano.
—¡Será mejor que no te oiga decir eso!
—Probablemente me esté escuchando en este preciso momento —responde Mangú, indiferente. Con una sonrisa en los labios y expresión más relajada dice—: De todos modos, el Khan nunca toma en serio lo que digo. Pienso que a veces cree que soy un poco tonto.
Mordecai sonríe con cautela: a veces él también piensa que Mangú es un poco tonto, y tal vez algo más que un poco. Recuerda aquella oportunidad, unos meses atrás, en que la doctora Crowfoot de¡Proyecto Avatar, Nikki Crowfoot, su Nikki (si no hubiera sido por la operación de Genghis Mao, habría pasado la noche anterior con ella), le contó acerca del funesto destino reservado para Mangú. Mordecai sabe, así como Mangú probablemente no lo sepa, que Genghis Mao planea ser su propio sucesor, utilizando como medio, el cuerpo joven, fuerte y sano de Mangú. Si el Proyecto Avatar llega a feliz término, y si las condiciones son favorables, la recia figura de Mangú será, en efecto, la que ocupe el trono del Khan, pero Mangú no estará allí para disfrutar de la ocasión. Para Mordecai, pues, cualquier individuo que marche alborozado hacia su propia destrucción como lo hace Mangú, sin percibir la realidad, sin sospechas, sin temores, es un tonto o peor que un tonto.
—¿Dónde estarás durante la operación? —pregunta Mordecai.
Mangú hace un gesto señalando el escritorio de comando mayor del Vector de Comité Uno.
—Allí, fingiendo ser el director del espectáculo.
—¿Fingiendo?
—Sabes que todavía tengo mucho que aprender, Sadrac. Pasarán años antes de que esté preparado para reemplazar al Khan. Es por eso que desearía que no lo sometan a todos estos transplantes.
—No lo hace por deporte —dice Mordecai— Ya hace varias semanas que el hígado no funciona bien; es hora de reemplazarlo, pero ya te dije que no debes preocuparte.
Mangú sonríe y oprime el brazo de Mordecai en un apretón afectuoso, pero doloroso al mismo tiempo.
—No lo haré. Tengo fe en ti, Sadrac, en todo el equipo de médicos que cuida de la vida del Khan. Avísame ni bien concluyan, por favor.
Se dirige a pasos agigantados hacia el puesto de comando mayor en donde jugará al monarca del mundo.
Mordecai mueve la cabeza como si lamentara todo lo que ve. Mangú es una figura atractiva, cordial y simpática. Podría decirse incluso, que es una imagen carismática. En esta época de tinieblas, en la que sólo iluminan los resplandores cadavéricos y deformados de una pesadilla, Mangú es algo así como un héroe popular. En los últimos diez meses, el joven heredero se ha transformado en el reemplazante público del presidente: ocupa el lugar de Genghis Mao en el desempeño de funciones formales, en congresos y en otras reuniones de ese tipo, y todos lo aman como nadie nunca ha amado a Genghis Mao, ni por un instante; todos aman al ostentoso príncipe que espera, tan ingenuo, sencillo y comunicativo con la plebe. Los que han observado a Mangú de cerca saben bien que es un hombre vacío, pura imagen carente de sustancia, de alma frívola y superficial, un atleta amable que vive un enigma poco razonable. Pero, si bien Mangú es una figura trivial, no es de ningún modo desdeñable. Mordecai siente verdadera compasión por él. ¡Pobre Mangú!… Preocupándose ante la posibilidad de suceder al Khan en el día de hoy sin haber concluido su aprendizaje. ¿Se imaginará alguna vez que nunca, ni en un ano, ni en diez años, ni en crol años, estará preparado para ser el sucesor del Khan, que es fundamentalmente incapaz de ejercer esa terrífica autoridad de la cual es, pretendidamente, heredero? Aparentemente no, porque de lo contrario, consciente de sus propias limitaciones, Mangú hubiera comenzado a preguntarse cuáles son realmente los planes que el Khan tiene con respecto a él, por qué Genghis Mao eligió como sucesor a un simple muchacho apuesto, completamente distinto a él en todos los aspectos mas significativos. ¿Es su intención prepararlo para ser el soberano supremo? No, no. Para ser un títere, simplemente; para bailar ante la gente y ganar su amor, y para que algún día su personalidad quede anulada, desechada y su cuerpo se convierta, entonces, en la morada de la mente astuta y el alma turbia de Genghis Mao, cuando la corteza añosa y averiada del presidente ya no pueda repararse. Pobre Mangú. Mordecai tiembla.
Se dirige de prisa a su oficina, cierra la puerta y pone las trabas.
Siente una vibración violenta y repentina en el muslo, cerca de la cadera, el lugar en donde recibe la energía producida por el cerebro de Genghis Mao: en una de las habitaciones, el Khan se está despertando.
CAPÍTULO 2
Para Mordecai, su oficina es una isla de paz en medio de la vida intensa y agitada que se lleva a cabo en la Gran Torre del Khan. La habitación, una esfera de diez metros de diámetro, tiene muchas entradas; pero están programadas para abrir paso al Khan y a Mordecai, solamente. Una es la puerta por la que acaba de entrar, que lo comunica con el Vector de Comité Uno, otra lleva al comedor privado del Khan, y otra, más alejada, lo comunica con una habitación de aislamiento hermético, que casi nunca se usa, conocida con el nombre de Refugio del Khan. La última puerta es la Interfaz Cinco, que comunica la oficina del doctor con la Sala de Cirugía, de dos pisos de alto, que ocupa una de las cuñas externas de la torre.
Recluido en su oficina, Sadrac Mordecai disfruta de unos pocos momentos de paz antes de emprender su viaje a través del trajín diario. Aunque el Khan ya se ha levantado, no hay necesidad de apurarse. Los nódulos le dicen que los lacayos imperiales entraron al dormitorio de Genghis Mao, lo ayudaron a levantarse, y ahora caminan a su lado mientras el anciano hace, como todas las mañanas, los ejercicios de pecho y balanceo de brazos, tal como se leí aconsejó Mordecai (Sadrac va es capaz de relacionar las más insignificantes de las señales internas con cualquier etapa concreta de las actividades del Khan). Luego lo bañarán, después lo vestirán, y finalmente lo traerán a la Sala de Cirugía. Aunque esta mañana Genghis Mao no pueda tomar el desayuno por la operación, Sadrac Mordecai tiene una hora, por lo menos, antes de atender al Khan.
El solo hecho de estar en su oficina le levanta el ánimo. El panel oscuro y complejo, la luz mortecina, el impecable escritorio de líneas curvas y maderas exóticas, la espléndida estantería de varillas cristalinas y planchuelas de travertino, donde guarda sus textos clásicos de medicina cuyo valor es imposible de estimar, el elegante armario que aloja su vasta colección de instrumentos de medicina antiguos, todo, configura un ambiente ideal para él, para el médico que le gustaría ser, y que a veces cree ser: el amo de las artes hipocráticas, el príncipe de los doctores, el que preserva y prolonga vidas. Sin embargo, esta habitación no es, de ningún modo, un lugar para la práctica de la medicina: los únicos utensilios médicos son las antigüedades, aparatos románticos, de un exquisito arcaísmo, antiguas probetas, escalpelos y lancetas, flebótomos y electrobisturíes, oftalmoscopios y desfibriladores, modelos anatómicos inadecuados y primitivos, sierras quirúrgicas, esfigniomanómetros, vigorizantes eléctricos, frascos con antitoxinas desactivadas, trépanos, micrótomos, todas reliquias de épocas más inocentes. Durante los últimos cinco años, Sadrac logró conseguir todos estos objetos, con el ferviente deseo de establecer un parentesco con los célebres médicos del ayer. Los libros, raros, difíciles de conseguir, hitos en la historia de la medicina, talismanes del progreso científico: Fabrica de Vesalius, De Motu Cordis de Harvey, Institutiones de Boerhaave, un libro sobre auscultación de Laënnec, otro sobre digestión de Beaumont. ¡Con qué entusiasmo los ha coleccionado, con qué veneración los ha alabado! Sin embargo, muchas veces se ha sentido culpable al mismo tiempo, ya que en esta era corrupta y desintegrada, los pocos que tienen poder y riqueza no tienen que esforzarse demasiado para aprovecharse de los débiles y los pobres. Y a Mordecai, precisamente, porque está tan cerca del trono, no le costó mucho acumular estos tesoros, se fue apoderando de ellos a medida que escapan de las manos de otros poseedores, más desafortunados, pero, tal vez, más dignos. No obstante, si todo esto no hubiera llegado a él, se hubiera perdido en el caos que inunda el mundo más allá de la Gran Torre del Khan.